Dr Generosity's era una cervecería oscura, llena de serrín y cáscaras de cacahuete. Asistían poetas, gente que quería escribir poesía, y tipos tristes. También locos. Las lecturas de poesía siempre estaban bien provistas de locos. Uno de ellos amenazó con pegarme un tiro antes de una de mis lecturas en Filadelfia. Me había escrito una carta de amor que yo no contesté. Le hervía la sangre y prometió vengarse. No puede haber sido una atracción fatal: todavía sigo aquí.
La verdad: en Norteamérica nadie se molesta en matar poetas. Basta con enterrarlos en las universidades. Muertos en vida.
Fue una época de festivales de mujeres poetas. Carolyn Kizer y yo nos pusimos en route hacia uno. íbamos sentadas justo detrás del conductor. Carolyn inició un monólogo maravilloso sobre la vida como poeta. Yo estaba orgullosa de ser su confidente.
– Y entonces despertó, ¡con Norman Mailer sentado encima de su cara! -dijo al final del largo relato.
El autobús casi se sale de la carretera.
Conocí al fogoso y siniestro Ted Hughes después de su lectura en el «Y» de la calle 92. En mi ejemplar de Cuervo escribió: «A una hermosa sorpresa, Erica Poética». Luego llenó la mitad de la página del título con una serpiente fálica enroscada a un nuevo poema sobre Cuervo.
«Un hombre no se expresa en las inscripciones de las lápidas» -dijo el Dr. Johnson. Pero los poetas muchas veces quedan al descubierto en las dedicatorias de sus libros.
Fui a cenar con Ted (y los que estaban con él) y pasamos toda la noche intercambiando miradas. Por entonces, Ted Hughes tenía reputación en los círculos feministas de ser un castigador, o de hecho el diablo encarnado. Eso sólo le hacía más excitante. Me humedecí toda, imaginando al guapo y corpulento autor de Cuervo en la cama. Luego huí en un taxi; luchaba contra mis fantasías. Sylvia Plath y Assia Gutmann aparecían ante mis ojos como espectros de Shakespeare, advirtiéndome. Yo sabía que quería escribir y vivir, no escribir y morir.
¿Por qué era siempre el morir el destino de las mujeres poetas? ¿Nos castigábamos por atrevernos a tomar la pluma? ¿Por qué tratábamos de terminar con la vida por atrevernos a eso? ¿Habíamos internalizado el papel de quien recibe el castigo en el juego? Pues incluso entonces yo no creía que el suicidio de Sylvia Plath fuera algo elegido por alguien que, en definitiva, no fuera ella misma. Con todo, comprendía lo difícil que era ser una mujer poeta en un mundo literario en el que las reglas las establecían los hombres.
En Chicago, en una fiesta de la revista Poetry, tuve un ligue con un joven poeta sureño muy guapo (cuyo nombre no diré por la remota posibilidad de que todavía siga con su mujer). Este poeta escribía sobre su búsqueda de sí mismo, su intenso deseo de amar, las muchas frustraciones de su interminable matrimonio, su inacabable y nunca realizado deseo.
El deseo formaba parte de mí misma. Conque fuimos al apartamento de Lake Shore Drive de uno de los que financiaban el festival de poesía (a todos los poetas nos instalaban en las habitaciones del servicio de aquellas lujosas mansiones), pasamos por delante de los Jasper Johns, los Motherwell, los Rothko, los Frankenthaler, los Nevelson, los Calder, los Rosenquist, los Dine, y cruzamos la cocina hacia la habitación del servicio donde nos pasamos la noche entera haciendo el amor. Al amanecer, despertamos (como debido a una explosión) y dimos un paseo junto al lago Michigan. En cualquier caso no considerábamos que los ricos estuvieran contentos de que estuviéramos en su casa. Y de repente nos sentíamos llenos de culpabilidad con respecto a nuestros cónyuges.
De vuelta a casa, le escribí poemas -o a quienquiera que representara-, y él me escribió poemas -o a quienquiera que representara yo-. Mantuvimos correspondencia durante un tiempo. Todavía nos mandamos libros cariñosamente dedicados.
Esos encuentros en cierto modo impulsaron mis dos primeros volúmenes de poemas. También llevaron inevitablemente a Miedo a volar. «La musa folla» -solía bromear yo. Descolocante pero cierto. En La diosa blanca, Robert Graves dice que la auténtica poesía surge de la relación entre la musa (la diosa blanca) y el poeta. Eso se apoya en el conocimiento erótico de ella, encarnada en una mujer terrenal, por parte del poeta. Graves siguió su teoría con creciente desesperación según envejecía. Por fin, se convirtió en una parodia de su identidad de joven. Henry Miller hizo algo parecido, aunque sólo en el área del «amor». Cuando no estaba siendo un sabio, estaba siendo un viejo macho cabrío: la sabiduría codo a codo con el espectáculo de variedades más chabacano. Muchos poetas viejos encuentran que tienen que poner en marcha la poesía con el «amor». Lo que se produce de modo natural en la juventud es la decepción definitiva de la edad.
La musa, para una mujer poeta, históricamente ha sido un aventurero masculino. Adonis, Orfeo, Ulises. Como una mujer poeta también encuentra la inspiración por medio del plexo solar, la prohibición contra la sexualidad de las mujeres nos ha hecho tanto daño en la creación como en nuestros placeres.
Había muchísimas musas masculinas en aquellos días. Habitualmente yo dejaba que siguieran siendo sagradas al no «conocerlas» carnalmente. Y de las que me follaba, huía enseguida, convirtiéndolas en colegas de pluma.
Buscaba inspiración, no una relación, fueran quienes fueran. Lo único que podía mantener con ellos eran relaciones muy pasajeras. Tenía que volver a casa enseguida y escribirlo todo. Aquélla era, después de todo, la cuestión. Además, no quería que me decepcionara un hombre mortal. Quería una musa masculina que, por definición, sólo aparece en momentos de éxtasis y nunca tiene oportunidad de decepcionar. Es el príncipe que se puede convertir en sapo si le besas, el Ulises que puede volverse cerdo. Si no te quedas mucho, nunca lo sabrás. Y tendrás el poema.
Cada vez que me he decidido a conseguir algo en la vida, me ha supuesto una inmersión total. En aquel tiempo mi elemento era la poesía. Era mi pan y el aire que respiraba: marido, amante, niño. Allan sólo era un compañero a la sombra, un cuervo subido a un árbol.
La poesía todavía sigue siendo mi solaz. De hecho leo los poemas de otros. La poesía me rellena el manantial cuando estoy seca. La poesía me encuentra cuando me pierdo. El trauma temporal de una relación dolorosa, las decepciones profesionales, los dolores de la maternidad, se curan con poesía. Si me rindo a ella, al final me llevará a la próxima novela, anunciando sus temas.
Los recién llegados a las artes creen que se tiene que empezar con inspiración para escribir o pintar o componer. De hecho, sólo se tiene que empezar. La inspiración acude si se continúa. Comprométete a estar sentado solo varias horas al día y te visitará inevitablemente la musa. «Yo escribo cincuenta páginas hasta que oigo el latido fetal», solía decir Henry Miller.
El acto muy mecánico de sentarse a solas, desconectar el teléfono, concederse tiempo para jugar y cometer errores, para no ser inquisitivo con uno mismo, para quitarse a los censores de los hombros, es suficiente para seguir adelante. No está grabado en piedra -me digo-, siempre lo puedes retocar y reescribir más tarde. Ni siquiera lo tienes que publicar si no quieres. Es algo sólo para ti.
Escribo como para un samizdat, no para que se haga público de modo general. Todos mis amigos escritores del Bloque Oriental me dicen que el samizdat les dio un tono más íntimo a sus libros. Consideraban que estaban escribiendo para amigos, no para enemigos. Sentían como si estuvieran escribiendo cartas, cartas a sí mismos
El permiso para fallar, aparte de ciertos objetivos artificiales -escribiré diez páginas a mano, luego pararé -, muchas veces funciona. También se impone a la habitual autoflagelación que acompaña al trabajo del escritor. Si te atreves a jugar, puedes arriesgarlo todo en la página.
Presentar poemas para que otros opinen de ellos era otra cuestión. Mi ansiedad era tan grande que oía risas de burla incluso cuando pensaba en meter unos poemas en un sobre. Lo resolví de modo práctico. En Heidelberg conseguí una caja de plástico y le puse la etiqueta: «POEMAS ENVIADOS». En cada ficha había una fecha, una lista de poemas, la revista a la que los había mandado, y la fecha de aceptación o rechazo. Era simplemente un modo de engañar a mi miedo. Si no conseguía perder el miedo, al menos lo podía meter en una caja de plástico.
– Sabré que soy una poeta espantosa cuando la caja esté llena -me decía. Tenía un libro de poemas publicado antes de que la caja estuviera llena a medias.
¿Carecía de sentido ese desafío a mí misma? Los poetas no están hechos para gustar a los editores, sino para gustarse a sí mismos, como los destinos de Emily Dickinson y Walt Whitman nos recuerdan.
Cuando la caja de plástico esté llena de rechazos, el poeta de verdad dirá simplemente:
– Si lleno una segunda caja, o la tercera, o la cuarta… -pero seguirá enviando poemas, aunque sólo sea para endurecerse la piel.
¿Yo era una escritora de verdad o sólo un perro que buscaba aprobación? Me hice famosa tan joven que casi ni lo pude saber. Sólo me enteré de la verdad más tarde, cuando se interrumpió la aprobación y de todos modos seguí escribiendo.
Antes o después, todos los artistas encuentran el rechazo, incluso los más famosos. Si una insiste la vida entera en su obra, ésta pasa por periodos en los que está en sincronía con las teorías políticas o literarias de su tiempo. Y debe ir más allá, aunque eso signifique el rechazo. La política cambia. Pero el tiempo para trabajar nunca vuelve. A Nabokov le habría asombrado ver su obra impresa en Rusia. Proclamaba que nunca pasaría eso.
El rechazo exterior siempre es mejor que el rechazo interno del yo del escritor. Del propio yo del escritor es de lo que hay que ocuparse. Si una se priva a sí misma de eso, nunca llegará a saber la poca importancia que tiene el rechazo exterior. Pero si una se alía con las fuerzas del rechazo, comete un suicidio creativo. Los hijoputas no sólo te han echado abajo, te habrán matado con tu propia complicidad entusiasta.
Mi manía con la poesía me llevaba a reunir todos los años colecciones de poemas y mandarlas a los concursos que prometían la publicación de un primer libro. Todos los años, de 1967 a 1970, reunía los que consideraba que eran mis poemas mejores, los disponía por temas, les ponía títulos y subtítulos, y los mandaba a la editorial de la Universidad X, a la editorial de la Universidad Y, a la editorial de la Universidad Z, cada una de las cuales tenía una lotería literaria. No sabía cómo entrar en contacto con un editor comercial, y en cualquier caso las editoriales universitarias me parecían más elegantes; influía mi esnobismo de graduada universitaria (miedo al rechazo disfrazado). Ya entonces, los editores de Nueva York estaban dejando de publicar poesía, pero la cosa todavía no había llegado a la fase de solución final.