La poesía es la vida íntima de una cultura, su sistema nervioso, su modo más profundo de imaginar el mundo. Una cultura que ignora a sus poetas asfixia su sistema nervioso y se vuelve mortalmente enferma. Era lo que entonces pasaba en Norteamérica. (Se podría argumentar que ahora la situación es peor.) Todos aquellos poetas varones tan pulcros del New Yorker de los años sesenta que escribían poemas sobre sus perros y sus amantes estaban ignorando casi todo lo que estaba pasando en el mundo. La realidad aullaba fuera. Alien Ginsberg, Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti estaban indudablemente más cerca de lo que estaba pasando en los años sesenta. Pero en ninguna parte se veía un claro en el bosque para las mujeres poetas, no hasta que llegaron Plath y Sexton, atrayendo nuestra fascinación macabra debido a sus llamativas muertes. Seguíamos sus pasos (con zapatos de tenis, como dijo Dorothy Parker de su propio seguimiento de Edna St Vin-cent Millay en los años veinte). Teníamos que hacernos sitio de algún modo. Y nos lo hicimos.
Mis poemas precedieron a mis narraciones y me mostraron el camino hacia mi propio corazón. Mi narrativa todavía seguía los pasos elitistas y masculinos de Vladimir Nabokov, que era mi novelista favorito cuando estaba en la universidad y luego cuando seguí los cursos de posgrado. Como homenaje a él, intenté escribir una novela (abortada) que se titulaba con toda intención El hombre que asesinaba poetas. Pretendía ser un loco nabokoviano que decide matar a su doble igualmente loco. El libro estaba destinado a no funcionar. Luché con él durante años, sólo para abandonarlo cuando surgió Miedo a volar. Nada de hombres ni de locos, estaba totalmente bloqueada. Inconscientemente admitía que sólo un hombre podía narrar una novela. Pero mi primer marido era el loco, no yo. Entretanto, en los poemas la voz de una mujer empezaba a afirmarse. Describía el mundo como una boca voraz, devoradora. Ser una mujer lista estaba lleno de frustraciones. Ser una mujer que tenía demasiadas feromonas estaba lleno de absurdos.
La profesora
La profesora está frente a la clase.
Habla de Chaucer.
Vero a los alumnos no les apetece Chaucer.
Quieren devorarla a ella.
L e comen las rodillas, los dedos de los pies,
los brazos, los ojos
y escupen
sus palabras.
¿Para qué quieren las palabras?
¡Quieren una auténtica clase!
Está desnuda ante ellos.
Hay salmos escritos en sus muslos.
Cuando anda, los sonetos se parten
en octavas y sextetos.
has estrofas encajan
cuando sus dedos juguetean nerviosos
con la tiza.
Pero las palabras no la visten.
La poesía ya no la puede salvar.
No hay volumen lo bastante grande donde esconderse.
Ni el diccionario Webster no resumido, ni el Oxford.
Los alumnos son estúpidos.
Quieren una clase.
Una vez pudieron haber conseguido vida
agarrándola por el cogote
en una estrofa perfecta.
Vero ahora
necesitan sangre.
Han dejado a Chaucer en paz
y han comido a la profesora.
Ahora la profesora se ha ido.
No queda nada
sino una página impresa.
A la profesora no se la puede ayudar.
Puede que sea parte de sus alumnos.
(No se pregunte cómo)
Cómase este poema.
Vivir en el corazón de Alemania y volverme consciente de mi condición de judía también fue un elemento crítico de este proceso. Me pasaba los días explorando los restos medio borrados del Tercer Reich, examinando detenidamente los descoloridos libros desnaziticados de la biblioteca y hasta encontrando un anfiteatro nazi abandonado en el bosque. Me imaginaba el espectro de una niña judía asesinada el día de su nacimiento. Anne Frank me dominaba. Me daba cuenta de que sólo un ardid de la vida era lo que me había permitido vivir.
Los poemas de Plath y mi propio Holocausto mental se unían para crear mi nuevo sentido de la identidad como judía y como mujer. Mi primer manuscrito de poemas, Junto a la Selva Negra, estaba lleno de imágenes de Heidelberg después del Tercer Reich, el «mundo sin judíos y sin hombres» que era el resultado de los desastres paralelos del Holocausto y la guerra.
Una mujer poeta es un judío acosado, eternamente marginado. Primero se le pide que disimule su sexo, se cambie de nombre, se una a la poesía oficial de la supremacía del hombre. Las personas que padecen discriminación se ponen nombres nuevos, se destiñen la piel, se arreglan la nariz, niegan lo que son con objeto de sobrevivir. Eso era, me di cuenta, lo que yo había hecho en la universidad y en los cursos de posgrado. De repente comprendí que no podía seguir así. Lo que demostró que era el comienzo de mi aprendizaje de la escritura.
La casera de Heidelberg
Porque perdió a su padre
en la Primera Guerra Mundial,
a su marido en la Segunda,
no discutimos
«No hay Gemütlichkeit en Norteamérica».
Estamos ganándonos su corazón
con cigarrillos con filtro.
Soltando el humo, dice:
«No se puede juzgar a un país por sólo doce años.»
Días grises,
el viento se agita en los callejones,
me muevo por una foto de los años treinta,
la prehistoria
antes de mi nacimiento.
Nunca bombardearon esta ciudad.
Las viejas damas todavía llevan zapatos curiosos,
pieles largas, raídas.
Huelen a alcanfor y manzanilla,
antiguas fotografías.
Aquí nunca pasó casi nada.
Unas cuantas joyerías cambiaron de manos.
Una cervecería. Bancos.
Pusieron una esvástica en la universidad,
la quitaron.
Los estudiantes ahora cantan HO CHIMIN y
odian a los norteamericanos por principio.
Papá lleva una gorra de aviador
y nunca envejeció.
Está a la mesa con las pastas del té.
Madre y la abuela eran viudas.
Cuidan de las cosas.
Llueve casi todos los días;
todos los días limpian los cristales.
Cultivan junglas en los recibidores,
trópicos lujuriantes
enmarcados por visillos blancos de encaje.
Miman la tierra con abono, rastrillan las hojas.
Todas las plantas brillan como niños gordos.
Esperan el sol,
viviendo en un mundo sin judíos y sin hombres.
Los alemanes se salieron con la suya, me di cuenta: eliminaron a sus judíos y a sus hombres al mismo tiempo. Y las mujeres continuaron. Solas, amargadas, pero con un perfecto control, barrieron y fregaron los suelos. Amazonas con viejos sombreros y pieles picadas por la polilla, criaron los hijos, cuidaron los jardines, y dieron a luz a la Alemania del futuro, la Alemania que hoy conocemos. Ahora hay otra generación de alemanes. Ahora se incuban problemas otra vez.
Virginia Woolf, que tal vez entendía los problemas de la creatividad de las mujeres mejor que ninguna otra escritora habla de:
la acumulación de vida no registrada… las mujeres en las esquinas de las calles con los brazos en jarras, y los anillos incrustados en sus dedos gruesos e hinchados, hablando con gestos semejantes al movimiento de las palabras de Shakespeare; o de las violeteras y cerilleras y viejas brujas paradas debajo de los umbrales; o de chicas fugadas de casa cuyos rostros, como olas al sol y nubes, señalan la llegada de hombres y mujeres y las luces parpadeantes de los escaparates de las tiendas. Todo lo que habrá que explorar…
Está conjurando esa gran parte de la vida de las mujeres a la que no afectó la relación con los hombres. Esta parte -y es una parte enorme - se admite que no tiene importancia, no es un tema adecuado para la literatura.
Mientras los hombres fijen el destino de la literatura, la cosa continuará igual. Sólo el amor -sea romance o adulterio- se pensará que es adecuado para la literatura.
¿Por qué? Porque los hombres están en su mismo centro y a los hombres no les gusta que les recuerden que hay una parte de la vida de las mujeres de la que ellos no son el centro. En consecuencia, muchas mujeres todavía hacen literatura según el modo en que los hombres consideran importante. De ahí la fijación literaria en «el amor».
¿Qué pasaría si escribiéramos de nuestras propias vidas, sin referencia al sexo de los hombres? ¿Se puede imaginar tamaña herejía? Piénsese en las burlas con que se recibió a Violette le Duc, Monique Wittig, Anaís Nin, May Sarton. Después de que el «amor» se ha terminado para ti, queda mucha vida, dice Colette, estableciendo la herejía principal. También le castigaron por establecerlo -negándole el funeral que merecía (el funeral que cualquier hombre de su estatura habría tenido) y las escarapelas, cintas y medallas-. Dudo que a ella le importara.