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Estuve con una serie de cerdos machistas que preparaban el doctorado y creían que las mujeres debían ser sus ayudantes. Luego me enamoré de un músico muy bien plantado, pero por otra parte lejano y gélido, con el que fui a Europa acompañándole a los festivales de música. Cuando quedó claro que se quería largar a Londres a ver a una vieja novia, yo me fui a Italia, país de mis sueños, donde me follé vengativa a un italiano casado (el primero de una larga lista de ese tipo).

– ¡Tómalo como si fuera gelato, nena! -se entusiasmaba en la cama Paolo o Gino o Franco o Sandro. Yo me reía con ganas, creía que me tragaba su piselio.

Ser soltera siempre me ha resultado lioso porque era la chica que no podía decir que no. Me gustaban mucho los hombres y me gustaban hombres muy distintos. Cuando no estaba cerca del tipo del que estaba enamorada, me enamoraba del tipo que tenía cerca, parafraseando a Yip Harburg. El matrimonio era, por lo tanto, un refugio, un modo de concentrarse en el trabajo.

En el otoño de 1965, conocí y quedé tremendamente impresionada por el psicoanalista freudiano chino-norteamericano cuyo apellido todavía llevo. Era guapo, sexy, no verbal («Se comunica como un telegrama -decía mi abuelo-, como si las palabras costaran dinero»), pero tenía un ingrediente básico: el psicoanálisis. Al ser un sacerdote del inconsciente, era el antídoto para la locura de Michael, o eso esperaba yo.

– Siempre has vivido saltando de un extremo al otro -dice mi marido actual.

– ¿Sí?-suelto yo.

Pero sé que tiene razón. Lo único que no sé es qué extremo representa él.

Allan y yo nos conocimos y nos casamos en dos meses. Matrimonio rápido, arrepentimiento inmediato, dice el refrán. Mi impulsividad para casarme con el doctor Jong demuestra lo traumatizada que había quedado por el ataque de locura de Michael. Dudaba de si estaba enamorada, pero el amor no parece que sea lo fundamental del matrimonio. Lo que sabía era que quería alejarme de mi familia. Sabía que aborrecía los cursos de doctorado. Sabía que necesitaba que me psicoanalizasen. Sabía que necesitaba escribir. Y sabía que tenía miedo de hacer esas cosas sola.

La verdad es que me asustaba estar sin un hombre. Me asustaba porque, por motivos que me eran desconocidos, atraía a los hombres como la miel a las moscas y no tenía una red de seguridad nata. Con un melancólico psiquiatra como marido que se suponía que conocía los secretos del inconsciente, supuse que estaría a salvo. Acerté y me equivoqué con respecto a eso. Además, estar casada con Allan en aquel tiempo era como estar en un confinamiento solitario. Y un confinamiento solitario es estupendo para escribir.

Fuimos en barco a Alemania en febrero de 1966. A Allan lo habían alistado a los treinta y dos años y había elegido Alemania para evitar cualquier posibilidad de que lo mandaran a Vietnam. Estaba seguro de que en Vietnam lo matarían por su cara de chino y su uniforme norteamericano. En Alemania pasó tres años colgado de la guerra de Vietnam (a la que se oponía), impidiéndosele la práctica privada (lo que no pudo evitar), y añorando a su psicoanalista (lo que tampoco podía evitar). Pronto nos dimos cuenta de que en esencia no nos íbamos el uno al otro. A mí me encantaba reír y hablar. El prefería no hacerlo. Yo había encontrado un torturador chino. Si el infierno son los otros, como dijo Sartre, entonces yo estaba en el infierno. Y era demasiado orgullosa para admitir que había cometido otro error.

De modo que me encerré en una habitación y escribí. Puede que eso fuera el sentido de todo aquello. Puede que él fuera mi versión del Willy de Colette. Desarrollé una teoría sobre que toda mujer escritora necesitaba un hombre que la encerrase en una habitación lejos de su madre para que pudiera escribir.

Vivíamos a un corto trayecto en tranvía de Heidelberg, en un sitio que se llamaba Holbeinring, donde nuestros vecinos eran oficiales de carrera. Di clases en los cursos para militares destinados en el extranjero de la Universidad de Maryland (donde los soldados me llamaban «señor»), y escribía una columna sobre los festivales de vino y restaurantes en una revista de distribución gratuita que se llamaba Heidelherg diese Woche. Por lo general estaba encerrada en el otro dormitorio que había en nuestro odioso apartamento del ejército y escribía poemas y relatos.

Vivía en un mundo creado por mí misma, que es, por supuesto, lo que debe hacer todo escritor al comienzo. Leía las revistas de poesía -Sewanee Review, Poetry, la Southern Review -, que llegaban con meses de retraso por correo marítimo. Y adoraba el santuario que representaba el New Yorker. Comparaba mis propios poemas primerizos con los que se publicaban. Mi voz era demasiado florida, femenina, decidí, conque intenté emular la voz fría, neutral, que consideraba masculina, y en consecuencia gustar a los encargados de las publicaciones.

Pero fue inútil. No podía impostar la voz y convertirme en una poeta del New Yorker de los años sesenta. Ni siquiera me podía acercar a los poemas que encontraba en la Sewanee Review. Sólo en la universidad había intentado escribir poemas inescrutables y me desesperaba cuando mis poemas resultaban claros, de modo que traté de que Heidelberg me amoldara a lo que creía yo que era el gusto de los tiempos. Sabiendo que ser mujer era infinitamente indeseable, quería encontrar un modo de convertirme en otra cosa, la que fuera. Pero lo que era esa otra cosa, no lo sabía.

Me pregunto cómo habría sido mi poesía si hubiera estudiado a Muriel Rukeyser en Barnard, además de a Wallace Stevens. «Aspira experiencia, expira poesía» -escribe Rukeyser en Teoría del vuelo. Yo estaba luchando contra el mismo miedo de cualquier mujer a dejarse crecer alas, pero no tenía modo de saber que no estaba sola en ello. ¿Hasta qué punto habría sido diferente mi obra si hubiera sabido que formaba parte de una tradición? Pero Rukeyser estaba tan olvidada como Ruth Stone, Edna St Vincent Millay, Anna Wickham, HD, Laura Riding, Marina Tsvetayeva. Todas podrían haber escrito con tinta invisible.

Había un dilema bastante típico para una mujer poeta a mediados de los años sesenta. Al no haber cursos de estudios sobre la mujer en la universidad, ni la Antología de literatura escrita por mujeres de Norton, ni profesores como Showalter, Stimson, Gilbert y Gubar, éramos la generación que tenía que dar nombre al problema y crear los cursos que todavía no existían.

Mientras estaba allí sentada, en el otro dormitorio de cerca de la Selva Negra, tenía que encontrar un modo de ser mujer poeta en una época en que «mujer poeta» era una expresión de burla. Toda la historia de la poesía inglesa -que, por desgracia, yo conocía tan bien- insistía en el hombre como creador y en la mujer como naturaleza. Desde Shakespeare a Wordsworth, Yeats y Graves, los poetas varones araban la Naturaleza femenina con una fruición andrógina. La mujer era la musa, y se supone que las musas son mudas.

«¿Quién medirá el calor y la violencia del corazón de un poeta cuando estén atrapados dentro de un cuerpo de mujer?» -preguntaba Virginia Woolf, tejiendo su relato de la hermana imaginaria de Shakespeare (ahora el nombre de una banda de rock inglesa). ¿Y quién puede medir el daño hecho a generaciones de mujeres que querían ser poetas por semejantes mitologías y paradigmas tan desalentadores?

Un día de 1966 un amigo de mi hermana me mandó desde Nueva York un libro de poemas que se titulaba Ariel. La autora, una mujer que se llamaba Sylvia Plath, ya había muerto, pero los poemas seguían tremendamente vivos. ¡Y qué poemas tan asombrosos eran! Se atrevían a reclamar la vida cotidiana de una mujer como argumento. Se atrevían a abrirse a una rabia que había estado prohibida a mi generación de mujeres. Se atrevían a escribir sobre los sonidos de la cocina, el mal olor de los excrementos de un bebé, la excitación de darse un corte en el pulgar, el sagrado cordero en su jugo de los domingos.

La creadora de estos poemas tan tremendos había muerto cuando yo estudiaba el penúltimo curso en Barnard. El invierno de su muerte, había aparecido una página con poemas suyos en el New Yorker. Yo los leí pero no estaba preparada para apreciarlos. Todavía imitaba a Keats, Pope y Fielding, todavía imitaba a los poetas varones de mi educación de Barnard y Columbia, así que no me di cuenta de lo mucho que necesitaba aquellos poemas.

Cuando el poeta está preparado, aparece la musa.

En Alemania, yo estaba preparada. Los poemas de Plath me desgarraron. Goteaba sangre en sus páginas.

De repente me di cuenta de que podía abandonar mis neutros poemas sobre las fuentes italianas y las tumbas de los poetas ingleses y escribir sobre la vida que se me llevaba los días -la vida de una «esposa al cargo», como señalaba el ejército)-, la vida del mercado, la (cocina, la cama de matrimonio. Podía escribir poemas sobre manzanas y cebollas, poemas en los que los objetos cotidianos de mi vida se convirtieran en puertas hacia mi vida interior de mujer.

Sylvia Plath me llevó a Anne Sexton. To Bedland and Part Way Back se había publicado en 1960, All My Pretty Ones en 1962, y Live or Die precisamente en 1966. Poemas como «Menstruación a los cuarenta años» y «De su clase» de pronto conferían validez a mi lucha por encontrar a la bruja de mi interior, la cantante que sangraba, la cronista de la «roja enfermedad» del amor.

¿Qué originó la agitación que de pronto permitió que se oyera a poetas como Sexton o Plath? ¿Fue el movimiento de los Derechos Civiles, que marcó nuestros años de universidad y nos enseñó lo injusta que era nuestra sociedad? ¿Fue el asesinato de Kennedy, que nos marcó cuando teníamos veintipocos años y nos enseñó a no creer nunca en lo que leíamos en los periódicos? ¿Fue la Guerra de Vietnam, que nos marcó cuando teníamos veinticinco años y nos enseñó a no creer nunca a nuestros líderes? La autoridad era masculina y era profundamente falible.

Betty Friedan publicó La mística de la feminidad el año de mi licenciatura en Barnard. Oí a mi hermana mayor discutir de él con mi madre. Mi hermana estaba excitada; mi madre menos, pues había visto el movimiento feminista de su juventud erradicado como si nunca hubiera existido. Aunque yo todavía estaba atascada en el siglo XVIII pretendiendo que Alexander Pope era una mujer poeta, el feminismo volvía a estar en el aire e inevitablemente lo respiré. Era algo que daba permiso para escribir a partir de la conciencia de una mujer.

Toda mi formación en Columbia había sido una renuncia a semejantes inquietudes y quizá por eso encontré la Universidad de Columbia cada vez más intolerable. Quería escribir mis propios libros, no los libros sobre libros sobre libros sobre libros que estudiaba en mi doctorado. De modo que me casé con Allan como si lo hiciera con un pasaje a Europa y para huir de mis profesores sexistas de Columbia y del Manhattan de mis padres. Necesitaba estar lejos, lo sabía, para intentar escribir la verdad.

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