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4
El ascensor se abre y me revela
agarrando violetas africanas.
Horas después me desvanezco
en un abismo cuyas dimensiones
son 23 horas.
Tranquilizado, frágil,
te pavoneas por los pasillos
entre los jóvenes psiquiatras atildados,
las chicas que tejen tapices todo el día,
los deshacen toda la noche,
y la obesidad hace presa en ellas.
Tarareas. Dices que me odias.
Me gustaría darte un meneo.
¿Recuerdas cómo fue?
Estabas junto a la ventana
hablando de volar.
Tus manos volaron a mi cuello.
Cuando aterrizaron encontraron
nuestros brazos sembrados por el suelo
como juguetes rotos.
Los dos estábamos llorando.
5
Sigues fijo. En algún sitio del subsuelo de mi mente
sigues fijo. La fruta hablaba contigo
antes de hablarme a mí. Las manzanas lloraban
cuando las pelabas.
Las mandarinas chapurreaban en japonés.
Clavaste la vista en una ostra
y tragaste a Dios.
Eras el hombre hueco,
con Milton metido en tu pie izquierdo.
6
¡Mi primer marido! ¡Dios santo!
Te has convertido en una abstracción,
algo así como una idea. Ya ni puedo
oír tu voz. Sólo el rizado pelo
negro de tu tripa te hace real.
Les pongo rizos negros a todos los hombres
de los que escribo. Ni siquiera miro atrás.
7
Pensé en ti en Estambul.
Tu rostro bizantino,
labios finos y mejillas hundidas,
los ojos pardos de fanático que se funden.
En Santa Sofía estaban quitándole
el enyesado a la mezquita
para encontrar los mosaicos de debajo.
Las piezas seguían en su sitio.
Habrías sido un santo.
8
Me van mejor los interiores.
Cotilleos, bordes afilados, poemas domésticos;
no tengo nada de suerte con los planos.
Eso se debe a ser mujer
y tenerlo todo dentro.
Adorné la caverna,
colgué pieles de animales y lana,
eran suelos muy blandos,
en los que cuando caías
pensabas que caías sobre mí.
Has tenido un sentido perfecto de las formas
hasta el final,
siempre señalaban el norte.
9
Vuelo a tu casa,
por el amor de Dios, en el vuelo de vuelta a casa
estabas aterrado.
Te agarrabas a mi mano, yo me agarraba
a la mano de mi padre y éste
le robaba pastillas al psiquiatra
que nos acompañaba por ti.
El psiquiatra tenía 26 años y estaba asustado.
Esperaba que yo te mantuviera en calma.
Y así fue el vuelo.
Una mano en otra mano en otra mano volábamos.

Casi nada más llegar a California, el loquero, mi padre y yo ingresamos a Michael en una clínica del sur de California que tenía un cierto aspecto de balneario. En eso consistieron los estudios de posgrado de Michael: Torazina 101. («Hace mutis el marido número uno», como dice mi hija.)

Michael, claro está, me acusó de que era una Judas y le había vendido por veinte monedas de plata. Yo lloré. Mi padre me precedió como a Eurídice saliendo del infierno. A diferencia de Orfeo, mi padre no volvió la vista. Escapé. Un hábil abogado amigo de la familia anuló nuestro matrimonio como si nunca hubiera existido. Nunca volví a ver a Michael. Él me llamó una o dos veces soltando indirectas sobre dinero después de que se publicara Miedo a volar. Recuerdo que me decepcionó. Durante un breve verano, a fin de cuentas, los dos habíamos creído que él era Cristo.

Deberíamos haber vivido juntos durante algún tiempo y no habernos casado. Pero era 1963, y en 1963 una se casaba con el primer chico con el que se acostaba. (Mi hija encuentra divertido esto.) El sexo sólo estaba permitido cuando se estaba enamorado. El amor llevaba, inexorablemente, al matrimonio.

De vuelta en Nueva York, el otoño siguiente fui profesora de inglés en el City College y «me dejaba caer» por los cursos de doctorado de la Universidad de Columbia. Mi mejor amigo de aquel año era el hijo de un verdulero de Blackburn, en Lancashire, que se llamaba Russell Harty. Acababa de dejar la Giggleswick School de Yorkshire, antes había estudiado en Oxford, y estaba haciendo tiempo hasta estar listo para la tele. Más tarde se convirtió en uno de los más famosos presentadores de programas de debate de Inglaterra.

Emocionado por estar en Nueva York y haber dejado Giggleswick, Russell se enamoró de mí y de mi vida de judía bohemia del West Side, que era todo lo que no era mi familia.

– ¿Dónde estudiaste? -pregunté yo.

– En Giggleswick.

– Debes de estar harto de aquello -dije.

– Ya me gustaría -me contestó.

Me atraía Russell, pero él nunca me besó. Me adoraba, claro, y decíamos ingeniosidades en común, pero al final me di cuenta de que le gustaban los chicos.

Estábamos destinados a ser amigos de toda la vida, e incluso a veces anduvimos detrás de los mismos hombres. («Si traes a chicos tan apetitosos como ése a Londres -me dijo una vez, cenando en Langan's-, no respondo de mi conducta.») Russell más tarde se hizo no sólo famoso, sino especialmente conocido. Su acento se hizo más fuerte. Se convirtió en uno de los famosos de Londres a los que la prensa sensacionalista adoraba odiar. Inevitablemente, me entrevistó en la tele.

Pero por entonces su época de calificar exámenes en el City College quedaba muy atrás, como la mía. También estábamos destinados a tener el mismo tipo de fama: famosos por ser famosos, famosos por el sexo, las drogas y el rock and roll, famosos por las malísimas críticas que recibíamos. La mayor ironía de esto era que los dos habíamos empezado muy académicamente. Russell había estudiado en Oxford con Nevill Coghill cuando yo estudiaba en Columbia con James Clifford. Los dos vestimos togas de catedrático.

Murió de sida, claro; uno del grupo de muertos de los comienzos, a primeros de los años ochenta. En aquellos días la gente se limitaba a desaparecer y meses después te enterabas de que había muerto. Me quedé sin muchos amigos de ese modo silencioso: Russell Harty; Tom Victor, el fotógrafo; David Kalstone, el escritor y erudito literario; Paul Woerner, el abogado especialista en cuestiones teatrales. Un día estábamos riéndonos en Nueva York o Londres o Venecia, y al día siguiente parecía que se los había tragado la tierra. Después de un intervalo sin noticias, aparecía una necrológica en el periódico: «Después de una larga enfermedad», decía, sin mención al sida en los primeros tiempos, o al compañero que quedaba para llorarle. Estos amigos parecían enterrarse en un agujero para morir, mucho antes de que el sida y el IHV fueran un diagnóstico aceptable.

Hace poco le hablaba a mi hija Molly de estas muertes al comienzo de la plaga de la que nadie sabía.

– Se limitaban a desaparecer -dije-, avergonzados de estar enfermos, con miedo a que nadie lo entendiera. Algunos volvían a casa de sus padres y nunca volvías a oír de ellos. Otros tenían compañeros que los cuidaban, pero como no formaran parte de tu círculo, no te mantenían informado. Había mucha vergüenza…

– Escribe sobre eso -dijo Molly-, así se enterarán mis amigos. Entonces éramos muy pequeños.

Si cierro los ojos, todavía veo los dientes de conejo de Russell, sus cabellos tirando a pelirrojo, y sus grandes ojos pardos. Todavía le oigo decir:

– Mi madre se pregunta por qué no me casé nunca contigo… y lo terrible es…, bueno, que ya es un poco tarde para decírselo.

Imagino a Russell cotilleando con todos los de la enorme sauna del cielo que constituye el paraíso de los gay. Espero que se lo esté pasando bien con Osear Wilde, Marcel Proust, William Shakespeare, Miguel Ángel Buonarroti y el resto de los boys del coro. Debe de ser un sitio muy animado.

Conque di clase en el City College, donde mis alumnos me amenazaban con que les iba a mandar a Vietnam si les suspendía, y redactaba mi ilegible tesis: «La mujer en la poesía de Alexander Pope», un escrito protofeminista, si es que ha existido alguna vez una cosa así. (En aquellos días las mujeres que hacían tesis doctorales solían ocuparse de los poetas varones del «canon», pero normalmente tratábamos de demostrar que bajo sus pelucas empolvadas ¡eran mujeres de verdad!)

Tuve muchos acompañantes. Era 1965 y yo tenía el pelo rubio, largo y muchas feromonas. Siempre había hombres. Muchos de ellos no me gustaban tanto como Russell, pero aceptaba sin pensar -una buena chica de los años cincuenta, eso era yo- que se necesitaba un hombre, tanto si te gustaba como si no.

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