Cuando yo tenía veinte años y pico, después de ganar la mayoría de los premios literarios de la universidad e incluso de publicar un poema o dos, pasé una fase de torturante bloqueo. Me sentaba a mi mesa tratando de escribir, y tenía un ataque de ansiedad en el que imaginaba que había un hombre detrás de mí con una pistola cargada dispuesto a dispararme si escribía una sola línea. Tuve la suerte de estar haciendo un psicoanálisis con alguien lo bastante listo y paciente para guiarme hasta que hice la asociación entre el hombre con la pistola y mi madre imaginaria, pues ambos querían que escribiese y querían matarme por escribir. La madre de mi fantasía me consideraba una traidora por escribir, por mucho que mi madre histórica no me considerase eso. Tuve que entablar esta batalla entre el yo y el alma con objeto de escribir una sola línea. Y de un modo u otro esta batalla vuelve con cada libro que escribo. Cada vez la solución es la misma: traigo los demonios a la conciencia y me dejan lo bastante en paz para superar el bloqueo y terminar el libro.
La creatividad exige nada más y nada menos que todo lo que se tiene. Eso significa un odio asesino, el que va a dispararte desde detrás de la mesa de trabajo, los demonios interiores que nos confunden a todas.
¿Cómo se puede convertir la creatividad en algo que no sea una fuerza aterradora llena de giros inesperados? Si una entrega su vida a la creatividad, renuncia para siempre a la posibilidad de ser una buena chica. La creatividad llevará inevitablemente a revelar oscuros secretos familiares. Lo que llevará al laberinto y a encarar al minotauro. Una no puede encarar al minotauro y seguir siendo una buena chica. Una no puede mirar al minotauro a los ojos y seguir silenciando a la artista que es una misma.
Imagino a mi madre a los diecinueve o veinte años, preocupada por esta misma cuestión de la creatividad femenina. ¡Me impondré a los demonios interiores! -debe de haber pensado. Eligió a un hombre que compartía sus intereses. Eligió a un hombre al que le gustaba su arte. Pero el sabotaje del mundo contribuyó estupendamente a su propio autosabotaje. El arte es difícil. Una tiene que estar de su propia parte. Y es difícil que las mujeres estén de su propia parte cuando se les dice que se espera que estén de parte de otra persona. El mundo refuerza todas sus dudas. Y luego llegan los hijos y la necesidad de ganarse la vida; y lo que no mata la desigualdad de oportunidades, lo echa a perder el amor.
Un recién nacido es un trabajo a tiempo completo para tres adultos. Nadie te lo dice cuando estás embarazada, pues probablemente te tirarías por un puente. Nadie te dice lo agotador que es ser madre, que ya no hay tiempo para leer ni tampoco para pensar.
Todo esto implica un recién nacido normal y sano. ¿Qué pasa si el bebé está enfermo, o se muere de hambre, o si lo está su madre. Todas las madres que han vivido encaran ese terrible momento en que la boca de un bebé busca la leche de su pecho y ella sabe que es lo único que tiene.
A mi madre le entró el pánico y volvió a casa de Papá y Mamá. Tomó el camino menos difícil y se odió a sí misma por hacerlo. Es más difícil romper con los padres cuando se depende de ellos. Es más difícil romper con los padres cuando una se ha hecho madre. La dependencia de un niño pequeño liga a las mujeres con sus madres. De modo que una generación queda perdida en las guerras de la anterior. Las luchas de mi abuela pasaron a mí a través de mi madre. Mi abuela, con su matrimonio totalmente dependiente de mi tiránico abuelo, con sus brutales abortos en la mesa de la cocina y su dulzura y atenciones maternales inagotables, a quien más admiraba era a una amiga dentista. Siempre hablaba de ella con admiración y orgullo.
– Tener una amiga dentista, en cierto modo, le confería una categoría -dice mi madre-. Mamá también era feminista, y ni siquiera lo sabía.
De ese modo, las generaciones de mujeres están ligadas por su ambivalencia. Y la cosa sigue así. Y sigue. Y sigue.
Yo he esperado a ser escritora antes de sucumbir a los atractivos de la maternidad. Miedo a volar fue mi proclama de emancipación, la cual también me proporcionó el éxito material suficiente para mantener a la hija que tuve.
Mi madre no tuvo esa suerte. Criada por padres inmigrantes que habían abandonado demasiado jóvenes a sus propios padres y, en consecuencia, necesitaban mantener a sus hijos demasiado cerca, empezó su rebeldía contra su madre pronto y renunció demasiado pronto. Al encarar un mundo desagradable que no trataba de modo igual a las mujeres artistas, se retiró a una forma más aceptable de creatividad femenina, como han hecho las mujeres a lo largo de las épocas. Luego llenó a sus hijas de rabia feminista, como han hecho también las mujeres a lo largo de las épocas.
Pero esa dinámica no bastó para impulsar mis ambiciones. Mi padre también necesitaba que yo fuera su hijo. Mi decisión procedió de una potente mezcla que hicieron juntos mis padres. Los ingredientes fueron hacer una chica que creyera que le estaba permitido ser un chico. Pero que también tenía que castigarse a sí misma por admitir eso.
Esta mezcla indudablemente no es una receta para estar satisfecha. Salí y me lancé al mundo como un chico, y entonces sintonicé con los miedos de las mujeres: miedo a volar, miedo al que iba a dispararme desde detrás de la mesa de trabajo, miedo a los cincuenta años. Pagué por mi éxito poniéndome gorda, privándome de buenas relaciones, privándome a mí misma, durante muchos años, de las alegrías de la maternidad. También eché a un lado a mi madre porque su ejemplo era demasiado horrible. Y ella me echó a un lado a mí porque mí éxito le resultaba demasiado doloroso. En esta danza mutua de atracción-repulsión, yo noto que mi madre y yo somos una madre y una hija típicas por completo de la generación flagelada.
Trato de ver a mi madre como una persona aparte, y todavía no lo consigo. Forma parte de mí, una parte que critica y pincha y desaprueba. Nunca estará satisfecha porque lo que ella quiere es fundamentalmente imposible: que yo sea como ella y sin embargo tenga éxito en lo que ella no lo tuvo.
Yo era de hecho quien me amenazaba con la pistola desde detrás de la mesa de trabajo. No se trataba de mi madre, ni siquiera de mi madre imaginaria. Quería matar al yo traidor que quería separarme de mi madre. Sabía que la escritura era mi medio de escape y quería insistir en ella y, sin embargo, y al mismo tiempo, irme. De ahí la perfecta metáfora que se me ocurrió de miedo a volar.
Volaría, pero nunca sin miedo. Volaría, pero siempre atormentada, con un regusto metálico detrás de los dientes que dice: no te puedes atrever, pero atrévete. Volé pero sufrí mi hybris como Icaro. Incluso mi síntoma elegido fue medio-padre, medio-madre. Incluso mi síntoma elegido expresaba la división de mi alma.
Con Isadora Wing, inventé una heroína típica de la generación flagelada. Volaba y follaba y no fracasaba, pero se castigaba con los hombres. Con su corazón en el pasado y su intelecto en el futuro, estaba condenada a sufrir hiciera lo que hiciese. La burla de sí misma y el humor se convirtieron en sus herramientas para sobrevivir, porque sólo por medio de la ironía una puede decir «X» y sin embargo querer decir «Y».
Creo que Isadora conmovió a las mujeres de mi generación porque muchas de nosotras estamos igual de divididas. Somos nuestras madres, pero también somos las mujeres del futuro. Nos ganamos nuestra vida, mantenemos a nuestros hijos, luchamos en nuestras profesiones en un mundo que todavía no nos iguala económicamente con los hombres, pero esa oscura corriente subterránea nos lleva de vuelta hacia nuestras madres, haciendo que nos sintamos culpables incluso de las migajas de autonomía que conseguimos.
A menudo expresamos nuestra más oscura ambivalencia con nuestros hombres y nuestros hijos. Terribles competidoras en el mundo laboral, destrozamos las relaciones o nos volvemos esclavas de nuestros hijos. Algunas de nosotras al final renunciamos a los hombres porque resulta excesivo continuar sufriendo. Tendemos a dar demasiado cariño, de modo que algunas de nosotras decidimos no dar nada en absoluto. Algunas de nosotras nos dedicamos a las mujeres esperando que de ese modo romperemos la cadena sadomasoquista que nos ata.
Con nuestros hijos es más difícil. Muchas veces los echamos a perder porque no contamos con un modelo de maternidad que incluya la independencia. No podemos quedarnos en casa como hacían nuestras madres, pero las madres que tenemos en nuestra mente todavía tienen fuerza para hacer que nos sintamos culpables. De modo que les limitamos demasiado poco y les compramos demasiadas cosas que de hecho no podemos pagar y, en consecuencia, criamos hijos que mandan en nosotras, y todo mientras nos sentimos profundamente inseguras.
Al pensar en la vida de mi madre, me superan los sentimientos. El talento solo nunca es suficiente. Mi madre tenía talento de sobra. Pintaba y dibujaba, modelaba con arcilla, cortaba patrones, realizaba collages con trozos de seda y papel, creaba vestidos de ballet a partir de papel de seda normal y corriente, bordaba un bosque verde a base de aguja sin más modelo que el que tenía en la cabeza. Una vez me convirtió en un hada del bosque por Hallowe'en, poniendo hojas verdes en mis leotardos, hojas doradas y naranjas hasta que me puse a ondular con el viento como una temblorosa hoja de otoño. Me hizo recortables, cosió para mis muñecas gorros y miriñaques Victorianos, pintó cuadritos muy pequeños para colgar en las paredes de mi casa de muñecas. No había nada que sus ágiles dedos no pudieran hacer, nada que su mente visual no pudiera concebir. Pero todo ese talento no fue suficiente. Carecía del valor para llevar su talento a los oscuros bosques del destino de cualquier artista. No podía soportar las críticas del mundo, como yo pude. Sus malas críticas íntimas eran tan penetrantes y duras que no fue capaz de arriesgarse a recibir ni una del exterior.
O a lo mejor su impulso maternal era demasiado fuerte. No pudo conformarse con un solo hijo como hice yo. Me hizo nacer y renunció a luchar por ser libre. ¿Cómo voy a protestar porque me hiciera nacer?
El modo en que escribo nunca me dejó libre de las críticas, pero es que también tengo la loca tenacidad de mi padre. El rechazo y las críticas duelen, pero puedo soportarlas mientras siga escribiendo. Sé que el mundo no viene a llamar a la puerta de nadie. De modo que arrastro al mundo hasta mi puerta sin darme nunca por vencida.
No fue a eso a lo que renunció mi madre. Lo que pasó fue que eligió un camino femenino más aceptable: capitulación exterior, resentimiento interior: la vieja, la viejísima historia. El mundo controla a las mujeres explotando nuestra necesidad de aprobación, de cariño, de relaciones. Si somos buenas y eliminamos nuestros fogosos impulsos creadores, se nos premia con «amor». Si no lo hacemos, el «amor» nos es negado. La mujer que crea paga un precio terrible mientras esté controlada por el amor. La creatividad es oscura, es rebelde, está Lena de «malos» pensamientos. Suprimirla en nombre de la «feminidad» es sucumbir a una rabia que lleva a la locura.