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Lo que más recuerdo de mi madre es que siempre estaba enfadada.

Yo quería deshacer ese sortilegio, romper ese círculo, de modo que durante mucho tiempo los hombres y la maternidad fueron secundarios para mí. Los hombres eran aceptables siempre y cuando pasaran a máquina mis poemas, y la maternidad, sinceramente, me horrorizaba. Había sido el Waterloo de mi madre, consideraba yo, y no tenía intención de correr ese riesgo.

– No hay semen que pueda atravesar ese engrudo -dijo uno de mis maridos a propósito de las tremendas cantidades de crema anticonceptiva que le ponía a mi diafragma. No pedí disculpas. Aborrecía la idea de perder control y sabía que un aborto sin duda me partiría el corazón. El diafragma era el guardián de mis ambiciones literarias, y sobre ellas no tenía la menor ambivalencia. Estaba absolutamente decidida. ¡O era número uno en la lista de libros más vendidos o explotaba!

Ahora, a los cincuenta años, cuando es demasiado tarde, me gustaría haber tenido más hijos. ¡ Qué nostalgia más tonta! Pero cuando era fértil, por lo general veía la maternidad como el enemigo del arte y como una atractiva pérdida de control. Mi madre siempre estuvo muy desgarrada,

– El impulso de las mujeres por tener hijos es más fuerte que ninguna otra cosa -solía decir mi madre; con cierta rudeza, me parecía.

No me enfrenté a ese impulso hasta los treinta y cinco años, y entonces primero fui escritora y después madre. Tuve, como Colette, «un embarazo masculino»: hice una gira de promoción de un libro en el sexto mes, terminando un capítulo sobre un baile de máscaras del siglo XVIII cuando rompía aguas. Daba de comer a la recién nacida mientras escribía el Libro II de una novela picaresca.

Durante años me mantuve como escritora, en primer lugar, y madre en segundo. Me llevó los diez primeros años enteros de la vida de mi hija aprender a rendirme a la maternidad. Nada más aprender a aceptar esa rendición, ella entró en la pubertad y yo tuve la menopausia.

¿Qué es lo que lamento? Nada. He criado a una hija que tampoco reconoce los límites. Y por fin he aprendido que mi madre tenía razón. Rendirse a la maternidad significa rendirse a la interrupción. Molly vuelve a casa del colegio y se interrumpe el trabajo. Exige toda mi atención. Me convierto en su amiga, su colega, su dueña, su tarjeta de crédito ambulante. Me molesta, pero también me encanta más que nada. Me llena de un sentimiento que nadie puede llenar. También tiene capacidad para volverme loca. Asume su propia primacía como hacen todas las niñas sanas. Si tuviera tres -como le pasaba a mi madre-, este libro nunca existiría. ¿Importaría eso? ¿O sólo me importaría a mí? ¿Quién sabe? Escribo porque lo debo hacer. Espero que mis libros también te resulten útiles. Pero si no los escribiera, estaría sin duda viva a medias, y medio loca.

De modo que he hecho una elección y por lo general estoy contenta con ella. La intensidad de una madre/una hija a veces me hace desear haber tenido una casa llena de chicos ruidosos, pero lo cierto es que sé que incluso yo, con toda mi prodigiosa energía, no lo podría hacer todo. La maternidad en definitiva no se puede relegar. El dar el pecho puede sustituirse por el biberón, los gestos de afecto, los mimos, y las visitas al pediatra también los puede hacer el padre (y sin duda les haríamos más fácil la vida a las madres), pero cuando una niña necesita a una madre con la que hablar, no lo puede hacer nadie más que la madre. Una madre es una madre, como seguramente habría dicho Gertrude Stein de haberlo sido.

Sin duda, el niño necesita docenas de figuras paternas y maternas: madre, padre, abuelos, niñeras, profesores, padrinos; pero con todo, nada sustituye a una madre de las de toda la vida. ¿Soy una chovinista femenina? Puede. El poder de ser madre es impresionante. ¿Quién, a no ser una megalómana, querría tener tal poder sin una mirada al pasado?

Años después de dar a luz, me convertí en madre, contra mi voluntad, porque vi que mi hija necesitaba que me convirtiera en madre. Lo que en realidad hubiera preferido yo era seguir siendo una escritora que ocasionalmente era madre. Eso haría que me sintiera más cómoda, más a salvo. Pero Molly no lo permitió. Ella necesitaba una madre, no una madre en ocasiones. Y como la quiero más que a mí misma, me convertí en lo que ella necesitaba que fuese.

– La Tierra a Mamá: establezca contacto. Se está perdiendo en el espacio -dice.

Molly aborrece que ande por la casa (una tienda, su colegio), escribiendo dentro de la cabeza. De modo que establezco contacto -la más difícil de las cosas que hago- y trato de estar presente. ¿Puedo delegar eso en otra persona? No. ¿Podría si quisiera? A veces, sí. (Por tanto no soy la madre perfecta; ¿y quién lo es?) Pero trato de centrarme en sus necesidades por encima de las mías. Y en el fondo sé (como sé que voy a morir) que Molly es más importante que lo que escribo. Cualquier hijo lo es. Por eso la maternidad les resulta tan difícil a las mujeres que escriben. Sus exigencias son apremiantes, claramente importantes, y también profundamente satisfactorias.

¿Quién puede explicarle esto a la que no tiene hijos? Se renuncia al propio yo, y al final ni siquiera importa. Una se convierte en la guía de su hija en la vida a expensas de ese ego hinchado que se pensaba inmutable. No hubiera querido perderme esto por nada del mundo. Humilló mi ego y dilató mi alma. Me despertó a la eternidad. Me hizo saber de mi propia humanidad, de mi propia mortalidad, de mis propios límites. Me proporcionó los fragmentos de sabiduría, sean los que sean, que hoy poseo.

¿Qué le deseo a Molly? Lo mismo. Un trabajo que le guste y un hijo al que encaminar en la vida. ¿Por qué nos vamos a conformar con menos? Sabemos por qué: porque el mundo ha hecho las cosas deliberadamente difíciles para las mujeres, de modo que no puedan tener maternidad y también una vida mental. La mía puede que sea la primera generación en la que ser escritora y madre no es completamente imposible. Margaret Mead dice en alguna parte que cuando al fin tuvo a su única hija en 1939, cuando tenía treinta y ocho años, les echó un ojo a las biografías resumidas de mujeres famosas y descubrió que la mayoría de ellas no tenían hijos, o sólo uno. Esto sólo ha empezado a cambiar recientemente.

Pero sigue siendo duro. Y las batallas están lejos de haber terminado. La batalla del aborto, la batalla de los «valores familiares», la batalla de «¿deberían trabajar fuera de casa las mujeres?», todas ellas son síntomas de una revolución incompleta. Y las revoluciones incompletas originan sentimientos apasionados y fieros.

Las mujeres que han renunciado al trabajo, el arte, la literatura, la vida de la mente, para criar a sus hijos, tienen un resentimiento natural hacia las que no han renunciado. El privilegio de crear es muy nuevo para las mujeres. Y el privilegio de crear y atender además a sus hijos es todavía más nuevo. Las mujeres que han renunciado a cuidar a sus hijos también sienten resentimiento. A lo mejor podrían haber hecho las cosas de modo diferente, consideran, cuando ya es demasiado tarde. ¿No es posible que se opongan a la legalización del aborto por la novedad de hacer una elección que a sus madres no se les ofrecía?

Elegir es aterrador. ¿Y si se hace una elección equivocada? La coacción y el resentimiento han formado parte tanto tiempo del mundo de las mujeres que, cuando menos, nos hemos acostumbrado a ellos. La libertad es demasiado dura. La libertad sitúa a la responsabilidad directamente encima de los propios hombros. Puede que algunas mujeres todavía consideren que sería mejor esquivarla y no tener que cargar con ella. Puede que prefieran llegar al estado de maternidad por accidente.

Y es cierto que el control por parte de las mujeres de su propia fertilidad ha llevado a los hombres a renunciar a sus antiguas responsabilidades. La elección también proporciona responsabilidad a los hombres. La elección desmitifica la maternidad y suprime algo del antiguo poder de las mujeres. Para una mujer que tiene otro poder, eso puede ser maravilloso, pero a una mujer que sólo tiene el impresionante poder de ser madre, seguramente le produce una sensación de pérdida. Después de todo, hace menos de cien años que las vidas de las mujeres se han transformado gracias a un parto aséptico y a un control fiable de la fertilidad. Esas dos cosas han cambiado el mundo tanto que casi no se puede reconocer. Esas dos cosas, y no meramente la ideología feminista, han producido una revolución en las vidas de las mujeres. Y algunas mujeres aparentemente todavía añoran el pasado.

¿Es tan extraño esto? El pasado puede que haya sido una esclavitud, pero era una esclavitud conocida. El igualar a las mujeres con su maternidad por lo menos proporcionaba una identidad ambivalente a las mujeres. En cuanto feministas deberíamos comprender esos sentimientos de pérdida, en lugar de burlarnos de ellos. Deberíamos reconocer la inmensa fuerza del nudo maternal y la gran importancia que una vez confería a las mujeres. Habiendo reconocido ese sentimiento de pérdida, podríamos insistir en el derecho de todas las mujeres a asumir la fuerza de la maternidad o a dejarla sin usar. La renuncia, después de todo, también es una forma de poder.

Cuando veo a hordas enfurecidas atacando clínicas donde hacen abortos, o a las hordas silenciosas que hacen círculos sin levantar la voz en torno a las manifestaciones en favor de la elección, creo que estamos viendo a la última generación que siente nostalgia por los antiguos imperativos clónicos de la vida humana. ¿Por qué quieren liquidar a tiros a los médicos en nombre de la «vida»? Quieren matar la misma idea de elección. Quieren matarla primero dentro de sí mismas, luego dentro de nosotras. El que abracemos la libertad de elección en cierto modo niega su vida.

Con todo, la maternidad no está libre de ambivalencias; es una fuerza oscura, irresistible, que se impone a muchas preferencias humanas. Deberíamos entender que algunas mujeres (y muchos hombres) temen que disminuya la maternidad. Puede que si abrimos nuestras mentes lo entendiéramos, pudiéramos combatir las ideas de los del derecho a la vida más efectivamente. Sospecho que yo entiendo esto debido a mi madre, mi madre que siempre estuvo desgarrada entre la maternidad y el arte, mi madre que nunca resolvió esa ambivalencia sino que me la pasó a mí.

Lo que más me gustaría darle a mi hija es libertad. Y eso es algo que se debe dar con el ejemplo, no con consejos. Libertad es andar sin correa, licencia para ser diferente a la madre de una y, sin embargo, ser querida. Libertad no es mantener atada corta a tu hija, no es realizar una cli-toridectomía simbólica, no es insistir en que la propia hija comparta las propias limitaciones. Libertad también significa dejar que la propia hija la rechace a una cuando lo necesite y acuda a una cuando lo necesite. Libertad es un cariño sin condiciones.

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