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¡Y todavía me mandaría a la facultad de Medicina! ¿Debo considerarlo un insulto o un cumplido? ¿Y debería aceptárselo? Podría encantarme ser médico durante la segunda mitad de mi vida. Escribir no es un modo fácil de ganarse la vida,

Y ya es tarde, casi las tres y media, y tenemos que despedirnos. Mi padre paga la cuenta y volvemos andando a la sala de exposiciones. Me subo a un taxi y me dirijo a la parte alta de la ciudad, con mis papeles llenos de notas indescifrables y un magnetófono que, me doy cuenta, no ha grabado ni palabra.

Muy bien. Reconstruiré la conversación como, por otro lado, siempre hago; escribiré literatura. En cualquier caso, todo es inventado. Especialmente las partes que suenan a auténticas.

Al pensar en este diálogo, temo que pueda haber hecho que mi padre suene demasiado a La loca historia de la galaxia, de Mel Brooks. Pero emerge otra cosa, algo que parece que se me había escapado cuando era más joven. Mis padres, los dos, renunciaron a sus ambiciones artísticas -él a la música, ella a la pintura- para crear una familia y un negocio juntos. Y el negocio agotó el talento de los dos: el sentido para el diseño, el dibujo, el modelado de ella; y el instinto para adivinar las nuevas tendencias y las cualidades de vendedor de él. Las muñecas se convirtieron en su producto compartido, lo mismo que sus hijas. Fue una operación de madre y padre. Al final de todo todavía se tienen el uno al otro; y nueve nietos y mucho dinero. Para niños que se iniciaron a la vida durante la Gran Depresión, con padres que hablaban yídish y ruso, eso fue casi un milagro. Más que eso, era su ideal del matrimonio: una camaradería, un compromiso y, claro, una empresa comunista: a cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades. Al final ninguno de ellos se consideró estafado. (Lo del medio es otra historia.) Cada uno adquirió valor a partir del éxito del otro. No hay muchos de mi generación que tengan matrimonios así. Yo nunca creí que lo tendría. Y conseguirlo fue la batalla más dura de toda mi vida. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Antes tengo que hablar de mi madre.

Qué difícil es escribir sobre ella, y qué necesario. ¿Y por dónde empezar? ¿Por entonces o por ahora? ¿Y cuento la historia desde mi punto de vista o desde el suyo? Estamos tan relacionadas que es difícil saber la diferencia. Me digo a mí misma que mi madre nunca estaría de acuerdo en que la entrevistase, que se burlaría amargamente de la idea. (Resultó que estaba equivocada.) Por encima de todo, fue su frustración la que impulsó mi éxito. Luego estuvo celosa de mí y al tiempo tremendamente orgullosa. Me hizo todo lo que soy, con verrugas y todo.

¿Cuándo me hice consciente por primera vez de las limitaciones femeninas? Gracias a mi madre. ¿Y cuándo me hice consciente por primera vez de que en cierto sentido estaba destinada a convertirme en mi madre? En la pubertad. Hasta entonces no ponía cadenas a mis ambiciones y entusiasmo. Esperaba ser Edna St Vincent Millay (la heroína de mi madre), madame Curie y Beatrice Webb, todas a la vez. Esperaba tirarle al mundo de las orejas hasta que dijera: Sí, Erica, sí, sí, sí, sí. Y ahora comprendo que mi madre ha tenido la misma experiencia, pero, debido a la época en que vivió, estaba sujeta a esa experiencia como yo no lo estuve; y su dificultad fue una de las cosas que me prendió fuego.

Voy hacia atrás, hacia atrás en el tiempo. Trato de superar los mitos familiares y los recuerdos pantalla comunes y trasladarme a una época que conozco principalmente a través de la vida de Henry Miller -no de la vida de mis padres-, la Edad del jazz, el Hundimiento de la Bolsa, los locales clandestinos, las medias enrolladas por arriba y la ginebra de contrabando: 1929.

Mi madre estudiaba arte en la National Academy of Design. Una morena con el pelo a lo garçon y grandes ojos castaños y boca firme. Era la mejor dibujante y pintora de su curso y tenía todos los méritos para ganar los premios mejores, incluido el más importante, una beca que permitía viajar: el Prix de Roma.

– Cuidado con esa chica, la Mirsky -decía su profesor de arte a los chicos-. Os ganará a todos.

Y mi madre se sentía atormentada y torturada por eso; porque se daba cuenta (aunque todavía no lo supiera) de que su sexo le impedía que la mandaran alguna vez a Roma. Cuando ganó la medalla de bronce y le dijeron, con toda franqueza (entonces nadie se avergonzaba de ser sexista), que no había ganado el Prix de Roma porque, como era mujer, se esperaba que se casase, tuviera hijos y malgastase sus dones, montó en cólera. Esa cólera le ha dado fuerza a mi vida; y también, en muchos sentidos, la ha refrenado.

– Yo esperaba que el mundo llamara a mi puerta -siempre dice-. Pero el mundo nunca llama. Tienes que hacerles venir.

El feminismo también estaba de moda en la época de mi madre. Los años veinte fueron una época de esperanza para los derechos de las mujeres. Pero esos derechos nunca fueron recogidos en una ley. Y sin ley, el feminismo nunca dura. Mi madre se culpaba de sus «debilidades». Nunca pensó en culpar a la historia. Y yo nunca quise estar tan consumida por la rabia como estaba ella. Quería la fuerza del sol, no la de la noche. Quería abundancia, no escasez; amor, no miedo. A veces creo que mi madre hizo que mi padre dejara el mundo del espectáculo para que tuviera la misma sensación de renuncia que tenía ella. Si las hijas suponían un impedimento para ella, también lo debían suponer para él. No iba a aceptar el papel «femenino» de servir de apoyo. No le dejaría que fuera artista si ella no lo podía ser. De modo que la dinámica madre-hija es un asunto que no puedo evitar si voy a contar todo ese rollo tipo David Copperfield. Las frustraciones de mi madre impulsaron mi feminismo y mis escritos. Pero mucha de esa energía surgió de mi odio y de mi competitividad: de mi deseo de superarla, de mi odio a su capitulación ante la feminidad, de mi deseo de ser diferente porque temí que me parecía demasiado a ella.

La condición femenina era una trampa. Si yo me parecía demasiado a ella, quedaría atrapada como estaba ella. Pero si rechazaba su ejemplo, traicionaría su cariño. Me consideraría un fraude me pasaba lo que me pasase. Tenía que encontrar un modo de ser como ella y distinta a ella al mismo tiempo. Tenía que encontrar un modo de ser tanto un chico como una chica.

En esto debo de ser de lo más típico de mi generación flagelada. Los modelos de maternidad que hemos tenido no nos sirven en las vidas que llevamos. Nuestras madres se quedaban en casa, pero nosotras andamos por ahí. Fuimos muchas veces los primeros miembros femeninos de nuestras familias en quedarnos solas en habitaciones de hotel, en criar a hijos solas, en enfrentarnos a los problemas de los impuestos solas, en mirar al techo de cristal solas y en preguntarnos cómo romperlo. Y éramos culpables, y sin embargo ambivalentes, sobre nuestras vidas, porque muchas de nuestras madres nunca llegaron tan lejos.

Cuando hablo con mis compañeras de curso de la facultad, el tema que surge una y otra vez es el de la culpabilidad hacia nuestras madres.

– Somos la generación sandwich -dijo una de mi curso de Barnard en una cena que organizamos para celebrar nuestro quincuagésimo cumpleaños.

– Nuestra generación sufrió porque nuestras madres nunca habían pensado en los cincuenta años -dijo otra.

– Tenemos que contenernos para no quedarnos sin el cariño de nuestras madres -dijo otra.

– Mensajes buenos y malos -estuvimos de acuerdo todas. Mensajes buenos y malos sobre competir y no competir, sobre ganar dinero y no ganar dinero, sobre aceptación y subordinación. Tales son las marcas distintivas de la generación flagelada.

Nos hemos defendido a nosotras mismas con una lealtad mal dirigida hacia nuestras madres, creo. Dado que no eran completamente libres para imponerse, nosotras nos mantuvimos encadenadas a sus limitaciones como si esta esclavitud fuera una demostración de cariño. (Muchas veces, de hecho, hacemos equivalente la esclavitud y el amor.) En la edad madura, con el tiempo aleteando a nuestras espaldas, por fin reunimos el valor para ser libres. Finalmente nos alejamos de esa ambivalencia que era el destino colectivo de nuestras madres, y rompimos el techo de cristal de nuestro interior para ser libres de verdad.

El feminismo contemporáneo norteamericano paga un terrible precio, creo, por su rechazo de Freud. Al etiquetar a Freud como sexista y nada más. y despreciar su idea revolucionaria del inconsciente junto a su sexismo, perdemos muchas de las herramientas que necesitamos para entender lo que pasa entre nosotras y nuestras madres. Y sin esa comprensión resulta difícil hacer que sea efectivo el feminismo. Una fuerte contracorriente de ambivalencia nos amenaza en todos nuestros logros. Culpables por irnos bien en lo que fracasaron nuestras madres, a veces inconscientemente saboteamos nuestro éxito, precisamente cuando estamos a punto de saborear sus frutos. Temo que si no consideramos psicológicamente las generaciones, estamos condenadas a repetir incesantemente el mismo antiguo ciclo de feminismo y reacción en generaciones alternas.

En 1929, cuando mi madre se graduó en la escuela de Bellas Artes y no consiguió obtener los premios que merecía, el mundo se encontraba en un punto similar entre la novedad del feminismo y las viejas maneras de ser del chovinismo masculino. Pero las ideas son sólo abstracciones. No penetran en el corpus político hasta que entran en los corazones de los seres humanos individuales. Y esos seres humanos fueron educados por padres de una generación diferente, con un diferente conjunto de principios. Todas las personas libran una guerra interna entre las generaciones. Y es el resultado de esa guerra lo que determina cómo y si cambia el mundo.

En las mujeres esta guerra es especialmente aguda. Las mujeres se identifican con sus madres automática e intensamente, pero también deben derribar a sus madres para convertirse en sí mismas. Si cada generación hace lo contrario a la generación de sus madres, continuaremos teniendo esa alternancia de generaciones feministas y reaccionarias que conocemos tan deprimentemente bien. Continuaremos en el mismo cochecito de una pista de carreras de juguete sin llegar nunca a ninguna parte, sino dando vueltas y más vueltas.

Las madres tienden a alimentar a sus hijas con su propia rebeldía sobrentendida. Como resultado, generaciones rebeldes siguen a generaciones conformistas, las conformistas siguen a las rebeldes, y el mundo sigue como siempre ha ido. En cuanto las mujeres encuentran su fuerzas intelectuales o artísticas, reaccionan las hormonas, haciendo abrumador el deseo de tener hijos. Si hemos aprendido de nuestras madres que el cuidado de los hijos derrota la creatividad, nos rebelaremos por no tener hijos o por convertir la educación de los niños en nuestra única creatividad. ¿Por qué no romper ese círculo vicioso y convertirnos en las madres que quisieron ser nuestras madres? Porque sentimos que no lo podemos hacer sin matar a nuestras madres, y de ese modo, como pago por el deseo de muerte, matamos, en lugar de eso, a la madre de dentro de nosotras mismas.

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