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Bálder asistió en silencio al llanto de aquel hombre, que se mezcló con el vino del vaso que por enésima vez apuraba.

– Luego -explicó-, he empleado buena parte de mis interminables jornadas en recapacitar acerca de aquel dilema. He pensado mucho en los otros, a quienes también debió de planteárselo. Puede que no tuvieran valor para elegir lo que yo elegí. Puede que tuvieran valor para elegir lo otro. En todo este tiempo, no he llegado a dilucidar si fui o no un cobarde. Lo que no dudo es que elegí desatinadamente.

– Sería una ligereza acusarte de cobardía -murmuró Bálder.

El sol ya caía por detrás del palacio. Pólux enjugó su llanto y apartó el vaso lejos de su mano.

– Hoy no beberé más -resolvió-. Así esta noche soñaré con Náusica, para colmar mi vergüenza.

– ¿Y el Arzobispo? -se interrogó Bálder, en voz alta.

– El Arzobispo -le hizo eco Pólux.

– ¿Qué hace? ¿Dónde se mete?

– En alguna parte del último piso del palacio. Ni yo ni nadie que yo conozca, a excepción de su hija y alguno de sus secretarios, le ha visto jamás. En alguna ocasión he llegado a sospechar que no existe. Pero esto son especulaciones. Confórmate con la certeza de que no se puede llegar hasta él.

Durante un largo espacio, ninguno pronunció palabra. Pólux estaba ausente y Bálder tenía reparo en perturbarle. Finalmente, habló el extranjero:

– Hay otra cosa que me intriga. ¿Cómo se las arregla ella para no quedar preñada? Eso daría al traste con todo. ¿Por qué?

– Porque no quedaría limpia, como hasta ahora.Y no podría ocultarlo a su padre.

– Haría que le limpiaran las entrañas. Pero no le des vueltas. Con el arquitecto debió de favorecerle la suerte. Con los demás tomó ciertas precauciones. Sólo el diablo sabe de dónde lo sacó y en qué consiste, pero el método es infalible.

En ese instante sonó la campana que marcaba el final del día de trabajo. Pólux se puso en pie y recogió sus útiles.

– Todavía no entiendo por qué te he atendido esta tarde, maestro.

– Te agradezco que lo hicieras.

– Debería haberte engañado, haberte inducido a hacer algo que lamentaras. No me he vengado de tu ofensa. Pero creo que estás fuera de mi alcance. Tus razones y tu conducta escapan a mi comprensión. Habría sido un esfuerzo ingenuo.

– Lamento haberte golpeado, de verdad. Fue un abuso que cargaré siempre sobre mi conciencia. Si alguna vez hay algo que pueda hacer por ti.

– Nadie puede hacer ya nada por mí. Hazlo por ti. Si has resistido hasta ahora, sigue resistiendo. No te dejes coger. Cuando lo haces, perteneces para siempre al Dios para el que proyectaron esta catedral, el mismo que permite que Náusica imponga su ley. Niégalo, quédate fuera, si es que todavía puedes hacerlo. Cuando te dejas coger, acatas su recompensa y su castigo. La recompensa se esfuma pronto y el castigo es infinito.

– Ya estoy bajo la ley de Náusica, Pólux. Si me rindo como si resisto, hará lo que le plazca, salvo que haya algo más de lo que ahora está a la vista.

– Yo no te he escondido nada.

– Acaso merezca la pena rendirse, después de todo. Si he de caer bajo la espada, que sea llevándome el recuerdo de Náusica gimiendo debajo de mí.

– No te llevarás ese recuerdo. No hace ningún ruido, nunca.

– Pero será placentero.

A Pólux le brillaron los ojos.

– Es algo más que placer. Es, en el fondo, lo que, en la historia que te conté antes, sintió el arquitecto. No fue Náusica quien lo describió como lo hice. Intercalé mi propio sentimiento. Fue justamente así: como si violara el sagrario. Mucho más intenso que el placer.

A través de las ventanas, Bálder contempló el ocaso.Ya casi no quedaba nada, entre él y Náusica. Un último resto de su vieja indocilidad, de la sustancia interior que se escurría entre sus dedos, le obligó a porfiar aún:

– Tengo que agotarlo todo. ¿Dónde puedo encontrar al arquitecto?

– Si no ha muerto, en algún lugar del palacio.

– Le buscaré.

– Bálder -le retuvo Pólux. Notó cómo temblaban los dedos que aferraban su antebrazo.

Qué.

– Quisiera pedirte algo.Vaya por delante que no creo demasiado probable que tu suerte sea distinta -aclaró-. Te lo pido sólo por si mi presagio no se cumple.

– Estoy en deuda contigo.

El estucador le susurró al oído, rápido y brutal:

– Si te salvas, mátala.

Bálder no respondió enseguida. En los ojos vidriosos de aquel hombre, abrumados por el dolor y el oprobio, vislumbraba de repente un destino portentoso, irreal.Arrebatado por aquella visión, musitó:

– Así sea.

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