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– Todo es cierto. Si no lo comprendes es otra cuestión. Hay quien no tiene nada de lo que renegar y quien carece de escrúpulos si la contrapartida es suficiente. Creo que obré por escrúpulo, pero si te resulta increíble, pon que la contrapartida no era suficiente.

Pólux frunció el ceño.

– Si todo esto no es un embuste, me he dado demasiada prisa en formarme una idea acerca de ti.

Bálder vació su vaso y se sirvió más vino. Invitó al otro, que le tendió el vaso como un autómata. Mientras escanciaba, el extranjero ofreció:

– Tómate el tiempo que quieras. Aún quedan un par de horas de sol.

Pólux bebió tres o cuatro sorbos seguidos. Deshaciéndose del tono condescendiente que había empleado hasta entonces, apostó:

– Si no la has tocado, es que estás enfermo o que no te gustan las mujeres.

– He tocado a otras, demasiadas -objetó Bálder.

– ¿Es posible que seas inmune? -se cuestionó Pólux, como si no le hubiera oído.

– No lo soy. Náusica me atrae. Sueño con ella.

– ¿Sueñas con ella? -regresó el otro.

– Sí.Y he llegado a tallarla.

Pólux pareció regocijarse con la última revelación del extranjero.

– Entonces no eres inmune.

– Quemé la talla, a los pies de la torre, mientras ella estaba arriba.

– Eso no importa. Yo quemé todos los retratos que hice de ella. Y luego los repetí, uno por uno. ¿Quieres verlos?

Antes de que Bálder dijera nada, el estucador se fue hacia un estante y cogió una carpeta grande. Sus dedos se enredaron mientras desanudaban las tapas, las manos le temblaban cuando descubrió la imagen de Náusica. El primer dibujo era un busto. La mirada de la muchacha se perdía en el vacío, la nariz recta bajaba hasta casi tocar los gruesos labios, entreabiertos, dejando ver los dientes. Fue pasando las láminas. Náusica de pie, con la cabeza baja; Náusica de espaldas y de frente, Náusica tendida; Náusica abrazada a sí misma, Náusica de perfil, Náusica inclinada, cubriéndose los pechos con sus manos afiladas como puñales. Había al menos veinte dibujos, todos realizados con la prodigiosa exactitud de la plumilla de Pólux, y en todos Náusica aparecía desprovista de otra vestidura que no fuera su piel, el blanco del papel entre los trazos devotos del artista.

– Eres un magnífico dibujante -apreció Bálder.

– Soy un magnífico desgraciado -rectificó Pólux-. Yo también sueño con ella. Cada noche que no consigo emborracharme lo suficiente. La recuerdo milímetro a milímetro, como si todavía la tuviera entre mis brazos. Por lo que tú desprecias, yo daría el alma, aunque sólo se me brindara una vez. Ahora ya has visto lo que soy. Qué puedo hacer por ti.

– No lo sé. Alguien me aconsejó que viniera a verte. Alguien que no se ríe nunca de ti y que desearía librarse de mí. Hace tiempo que dejo que los días vayan pasando sin más, sintiendo que todo se me va de las manos y que ella está cada vez más cerca de salirse con la suya. Venir aquí no me pareció mejor ni peor que seguir donde estaba. Aunque me temo que quien me dirigió hacia ti no desea mi bien.

Pólux inspiró largamente.

– ¿Aulo? Le malinterpretar.

– No he mencionado ningún nombre.

– Me has dado demasiadas pistas.

– Está bien. ¿Qué es lo que intenta, en tu opinión?

– Aulo es el único constructor auténtico que hay entre estos muros, aunque probablemente no se haya dado cuenta. Quiere que no le eches abajo lo que ha conseguido levantar hasta ahora.Tu mal no le es indispensable para eso, o al menos prefiere no provocarlo. Ha creído que yo podría moderar tus impulsos que le asustan. Pero se equivoca.Yo no puedo cambiar nada de lo que decidas hacer. No podría aunque fueras como yo. Menos puedo si hasdesplantado a Náusica. Eso es algo que ni siquiera puedo concebir.

– A pesar de todo -afirmó Bálder-, con nadie tengo en común tanto como contigo.

– ¿Tú crees?

– Con nadie tengo nada en común. Contigo la tengo a ella.

– ¿A Náusica? Si ése es tu criterio, no soy el único.

– Pensé que eras el único artista que había tenido relaciones con la hija del Arzobispo y vivía para contarlo.

– Soy el único artista. Pero hay al servicio del Arzobispado otro que gozó de los peligrosos favores de Náusica y vive, como yo, para callarlo.

– ¿Un canónigo?

– No, Náusica no es una viciosa. Tiene un extraño sentido de la rectitud.

– ¿Algún funcionario?

– Demasiado vulgar para ella. El otro superviviente es el arquitecto.

– Nunca le he visto.

– Ni tú ni nadie, desde hace años. Desde que ella terminó con él. Yo le conocí cuando todavía venía por la obra. Era un hombre arrogante, totalmente poseído de su genialidad. Náusica era entonces muy joven, poco más que una niña que acababa de despertar.Y lo primero que vio fue al arquitecto. Sírveme más vino, por favor.

Bálder reparó en que el estucador había vuelto a vaciar su vaso. Con el cálculo de soltarle la lengua, accedió a su ruego. Para ello tuvo que abrir otra botella, que encontró en un aparador repleto de ellas que Pólux le señaló previamente.

– Aulo se encarga de que esté siempre lleno. Es un buen tipo, aunque juraría que él sólo cree cumplir la orden que Náusica hizo que le dieran cuando conmutó mi pena.

Bálder echó también vino en su vaso. Se complacía en acompañar a su interlocutor en su embriaguez, como si esto fuera lo mínimo que le debiera a cambio de su inesperada, quizá involuntaria generosidad.

– Como decía -reanudó su relato el estucador-, Náusica despertó al mundo y divisó, luminosa e imponente, la estampa del arquitecto. Esto es, de quien ostentaba el privilegio de haber urdido a partir de la nada y su inteligencia el proyecto que se había convertido en la piedra y el barro con que bregábamos los demás. No lo dudó un instante. Me figuro que cuando el arquitecto vio acercarse a él a aquella larga niña escuálida, cuando la tuvo entre sus manos y cuando, al fin, quebró su virginidad, experimentó la culminación de su destino. Había ideado la catedral, donde los canónigos pretendían encerrar a Aquel a quien adoraban, y mancillando la carne de la hija del Arzobispo, había, en cierta forma, profanado su más precioso sagrario. Por dos veces, había doblegado a Dios. Pudo vivir en esta ilusión, que hacía coincidir a Dios con los ínfimos avatares de sus servidores, durante bastante tiempo. Náusica necesitó algunos meses para hacerse a sus nuevas experiencias y para pulir su tortuoso carácter de mujer. Al mismo tiempo, se hizo con las riendas, utilizando astutamente a su padre hasta que sus más estrechos colaboradores comprendieron que los designios de aquella déspota adolescente serían, antes o después, las órdenes del Arzobispo. De tal manera les hizo temer por su propia integridad, que pronto la voluntad de Náusica suplantó sin dificultades a la de su padre. Sólo cuando estuvo segura de haber conseguido esa fuerza, dio instrucciones para demoler de un plumazo la vanidad y los ensueños del arquitecto. Entonces, éste se enfrentó con la verdadera faz de Dios, encarnado en la saña de aquella muchacha. Náusica o Dios, que inspiraba su mano para castigar la soberbia del arquitecto, consideró innecesario quitarle la vida. La penitencia fue mucho más atroz. Lo gracioso del asunto es que hasta el día en que los guardianes irrumpieron en su cámara, lo sacaron a rastras y lo llevaron de nuevo a ella, un par de horas después, despojado de aquello con lo que había creído completar su gloria, el arquitecto habría jurado que la muchacha lo amaba por encima de todas las cosas. Desde aquel día, vivió recluido en susaposentos, purgando sus pecados y su antigua fortuna. Desde aquel día, nadie ha emitido pautas precisas sobre cómo debe ejecutarse el proyecto de la catedral. Va creciendo por sí sola, abandonada a la incuria de los artistas y los operarios, que sólo a duras penas y con poderes insuficientes Aulo trata de encauzar. Nunca sabremos si lo quiso así, pero es lo cierto que Náusica inició, indirectamente, el caos de la obra.

El sol bajaba ahora más deprisa. Su aureola ya casi lamía la sombra negra del palacio arzobispal, que en lo alto de la colina sobre la que habían construido la ciudad coronaba la linea del horizonte. Bálder, pese a la liviandad que le proporcionaba la bebida, percibía el horror de cuanto le había sido confiado.

– ¿Dónde oíste esa historia? -preguntó.

– Dónde dirías tú que la oí.

– Conociste al arquitecto.

– No lo he visto desde que vino por última vez a la obra.Y entonces él estaba entero y yo era demasiado diminuto para que se rebajara a dirigirme la palabra. Casi tan diminuto como lo soy ahora.

– ¿Dónde, entonces?

– Fue la propia Náusica quien me la contó, con su habitual desapasionamiento. Fue poco después de comunicarme, de acuerdo con su estilo, que un secretario de su padre, habiendo sido informado de mis sacrílegas andanzas, iba a enviar a los guardias a mi celda. Desde que fui verdaderamente consciente de lo que implicaba compartir su lecho, aguardaba aquel momento. Pero uno siempre hace por apartar ese tipo de pensamientos de la cabeza. Cuando me anunció que el momento había llegado, yo estaba desprevenido, y me derrumbé.

Pólux movió el vaso, que había vuelto a vaciar. Bálder acudió enseguida a llenarlo. Con voz pastosa después del largo trago, siguió narrando el estucador:

– Imploré de rodillas que me dejara vivir. Represéntate la escena.Yo, que hasta una hora antes me creía el amo del mundo, allí postrado ante una muchacha que se mordisqueaba la punta de las uñas. Yo, a quien todos temían sólo una hora antes, sollozando y reducido a la nada más perfecta. Ante mi indigna insistencia, Náusica alegó que le sería difícil disuadir al secretario de que aplicara unas normas que determinaban de modo inequívoco lo que debía hacerse de mí. Sólo había, simuló recordar de pronto, una posibilidad para mi petición, un precedente que habría que aducir ante el secretario, aunque no me podía garantizar nada. En cualquier caso, estaba convencida de que yo no aceptaría aquella solución, así que le parecía inútil perder el tiempo detallándola.

Antes de continuar, Pólux tomó más vino. Apenas podía controlar su lengua cuando arrancó otra vez:

– Le dije que aceptaría lo que fuera con tal de vivir. Sonrió y repuso que no estuviera tan seguro. Entonces me refirió el precedente. Era la historia del arquitecto. Así la supe, Bálder.Y así sobreviví. Si aceptas un consejo de quien está lo bastante borracho como para haberte entregado su secreto a cambio de nada, cuando te llegue la hora, no elijas vivir.

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