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– Lo vomitaría. Me duele demasiado la cabeza.

– Voy a traer paños húmedos.

– Bálder.

– Qué.

Una lágrima resbalaba por la mejilla de Núbila. Aunque seguía sonriendo, como si los labios se le hubieran muerto ya en aquella sonrisa un poco amarga.

– Qué miserable es -dijo-. Hacemos bien rehuyéndolo mientras vivimos. Si pudiéramos ser como los animales, no darnos cuenta. Porque lo que duele no es entender. Lo que es entender, entendemos tan poco como los animales. Pero al contrario que ellos, nos damos cuenta y sabemos lo que está ocurriendo. Ésa es la maldición que alguien quiso para nosotros. Quizá el Dios en que creen los canónigos.

– Los canónigos no creen en ningún Dios. Creen en lo que pueden guardar en un cofre, como los tontos.

– Eso es lo más difícil de aceptar.Tú te vas y el cofre se queda, con lo que guardaste dentro, a merced del primero que lo coge. Y ese advenedizo puede ponerse tus ropas, usurpar tu trabajo, contarle a otros lo que no fuiste ni hiciste jamás.Y los otros repudian o alaban a alguien que nunca existió y lleva tu nombre hasta que también el nombre se olvida.

– Tú existirás mientras yo viva. Guardaré tu nombre para ti.

– No es un consuelo.Tú también morirás, y serás olvidado.

– Es todo lo que puedo darte.

– No. Lo que puedes darme son las horas que me quedan, a mí, a Núbila, que nací para ser breve y desdichado. Que hice mil veces lo que no debía y unas pocas lo que mi alma creyó necesario y noble. Me alegro de haberte conocido, pero para aprovecharlo ahora, no para que lleves flores a mi tumba. Me has traído a mi celda y has consentido en quedarte. Si no lo hubieras hecho, no habría pedido que te llamaran. Como estás aquí, te pido. Dame la mano.

Bálder le dio la mano. La de Núbila estaba completamente exánime.

– Aprieta -le requirió Núbila-. Ya no me queda más fuerza que la que tú me regales. Aprieta para que sienta que todavía tengo dedos.

El extranjero pasó el día cambiando paños sobre la frente hirviente de Núbila.A la media hora de acostarlo, el enfermo se sumió en un estado de semiconsciencia en el que se mantuvo hasta bien entrada la noche. Deliraba y articulaba palabras ininteligibles, en ocasiones frases enteras en un idioma que Bálder desconocía. De cuando en cuando le daban temblores y sacudidas. Otras veces estaba quieto, como si se hubiera rendido.Trajeron la cena y Bálder trató de despertarlo para que comiese algo, pero comprendió que debía dejar que la naturaleza siguiera su aciago curso. Durante los intervalos de calma, el extranjero reflexionó sobre lo que estaba haciendo. Estaba allí para honrar a quienes se habían arriesgado por él sin tomar de él nada, a quienes, al revés, le habían proporcionado el ensueño de sentirse dueño de sus pasos.Velaba la fiebre de Núbila y se acordaba también de Camila, que se había desvanecido sin que nadie la confortara. Permanecía sentado junto al lecho del enfermo porque sobre aquel jergón se estaba extinguiendo él mismo, lo último que allí podía considerar próximo y distinto de la maquinación que trataba de despojarle. Bajo la piel de Núbila expiraba el único trozo que sobre aquella tierra subsistía de lo que Bálder, antes de acudir a la obra, antes de aprender su arte incluso, había elegido buscar. Le dolía como a Núbila le dolía estarse muriendo, porque sólo ahora que se le iba advertía que el andrógino era su hermano, entre la muchedumbre de desconocidos o intrusos. Reparó en que cuando todo hubiera concluido estaría solo, no como la tarde de enero en que había llegado a los dominios del Arzobispado, sino de un modo infinitamente peor. Solocomo un perro desangrándose por el cuello. Solo como un árbol mutilado de sus más robustas ramas. Solo como un sentenciado en la última hora, incapaz de hurtarse a la conciencia del patíbulo. Aquella hora podía ser apenas un chispazo o tan larga como vaticinaba Núbila. Comoquiera que fuese, sólo podía resultarle un tiempo ominoso y estéril.

De madrugada, a Núbila le bajó la fiebre o le subieron las fuerzas. Abrió los ojos y vio a Bálder a la luz de la lámpara.

– Está oscuro -dijo.

– Es ya de noche -murmuró Bálder.

– He dormido mucho.

– Has tenido mucha fiebre.

Núbila movió la cabeza a un lado y a otro, refrescando sus mejillas en el sudor que empapaba la almohada.

– Me duelen los sesos, de las cosas que he estado soñando.

– Te oía delirar -ratificó Bálder-. Pero no entendía tus palabras. Parecía otra lengua.

– Era otra lengua. Me la enseñó mi madre. Nunca te he hablado de ella, ¿verdad? No hemos hablado de muchas cosas, después de todo. ¿Cómo era tu madre?

– Apenas la recuerdo. Alta y taciturna, si no lo he inventado.

– La mía no era taciturna. Quiso darme esa lengua, su lengua, para que hablara con Dios, su Dios. Pero ni su Dios ni ningún otro me hablaron a mí nunca, y ahora yo la uso para gritar en las pesadillas. Daría lo que me queda de vida por volver a oír a mi madre. ¿Qué poco ofrezco, no?

– No creo que sea poco.

– ¿Por qué crees que me habré despertado?

– Tal vez te ha bajado la temperatura.

El andrógino tosió ligeramente, más como si hubiera querido reírse y le hubiera salido la tos que por aclararse el pecho o la garganta.

No hay ninguna razón para que mejore. No estoy tomando ninguna medicina. No hay medicina para esto. ¿Qué hora es?

– Las tres y media, más o menos.

– Creo que me he despertado para morirme, Bálder. No quisiera que fuera entre tinieblas. Enciende todas las lámparas, por favor.

El extranjero hizo lo que le había pedido Núbila.

– No es suficiente -se quejó el andrógino-. Quiero llegar a ver el sol. Hay algo que me tortura: que el próximo sol ya no salga para mí. Si pudiera verlo, podría hacerme la ilusión de que he ganado un nuevo día. Si es ahora, me iré con el viejo día perdido. ¿Cuánto faltará para que amanezca?

– Cuatro horas.

– Son demasiadas.

– El médico confiaba en que pasarías la noche -dijo Bálder, contagiado de la misma falta de miramiento con que Núbila se refería a sí mismo. Tampoco tenía sentido darle más ánimos, porque aquel hombre no ignoraba a qué estaba jugando.

– Ese médico nunca ha curado a nadie. Qué más da lo que él diga. Tendrás que ser tú quien me lleve, Bálder. No sé cómo vas a hacerlo, pero me llevarás. Dame la mano otra vez. Aprieta fuerte. Pon la otra mano sobre mi corazón. Si ves que hace por pararse, impídelo. Tengo que llegar a la luz. Lo entiendes, ¿eh? ¿De qué habría servido si no que me sacaras de aquella barraca?

Núbila aguantó las cuatro horas. Esta vez su inconsciencia fue sosegada, acaso porque le apaciguaba la mano con que Bálder sentía y contaba las pulsaciones de su corazón. Cuando los rayos del sol dieron en sus párpados, la sonrisa que flotaba en sus labios se hizo un punto más pronunciada. Sin abrir los ojos, como retrasando el encuentro, murmuró:

– He llegado. Lo conseguiste, Bálder.

Aguardó todavía unos segundos, y mientras descubría sus ojos empañados, añadió:

– Gracias.

Durante un buen rato, el enfermo contempló la lenta ascensión del sol sobre la alameda. Bálder también lo hizo, con el sopor de la vigilia, desviando a veces la mirada al perfil de Núbila que se recortaba en la luz que estaba naciendo.

– Tengo miedo, Bálder -dijo el andrógino, al tiempo que las lágrimas desbordaban y resbalaban por su cara. -Yo también -confesó Bálder.

En ese momento Núbila tembló violentamente. El extranjero creyó que había llegado el fin. Mantuvo asida su mano mientras el otro se debatía entre toses y espasmos. Al cabo de unos minutos, sin embargo, fueron remitiendo. Núbila recobró el aliento y jadeó:

– Quisiera pedirte algo. Lo último.

– Lo que quieras.

– Bésame, maestro. No volveremos a vernos.

Bálder se inclinó sobre el rostro de Núbila y posó sus labios sobre los secos labios del andrógino. Al llegar al contacto, sintió a la vez la liberación de una carga y la tardía aceptación de un instinto. Núbila era más bello que nunca, y al dejar que su boca diera contra la suya, se sobrepuso a la oscura repugnancia con que siempre había previsto aquel contacto. No había nada impuro en poner sus labios sobre los del moribundo. Recordó a Octavia, a Leda., a otras mujeres a las que había besado y con las que había transigido incluso realizar íntimos intercambios. Besarlas a ellas era incomparablemente más sucio. Aquella carne que apenas palpitaba, por el contrario, era su misma carne, y se avergonzó de haber sentido asco por ella, por su admiración de ella, por su difusa necesidad de ella.

Núbila cerró los ojos. Sus últimas palabras, regocijadas, decayendo paulatinamente hasta el silencio, fueron:

– La oigo, Bálder, la oigo -y concluyó con una frase, O media frase, en aquella lengua que el extranjero no podía descifrar.

Bálder consiguió que Aulo le asignara un par de operarios para enterrar al andrógino bajo los álamos. No pidió permiso, nadie hizo por evitarlo. Sobre la tumba colocó un bloque de granito en el que grabaron sólo el nombre, Núbila, y aquel día que había visto finalmente amanecer, porque ignoraba el de su nacimiento.

Pasó todo el día tumbado en su celda, enfrentando la mirada insondable de la cabeza de piedra que el andrógino había salvado para él del martillo. Bajo el ceño abrupto, tras el gesto de dureza y crueldad, adivinó sucesivamente la mano que había abatido a Núbila y la tristeza de los propios ojos del autor, imponiéndose a su asesino como el desquite póstumo del artista sobre el mundo y el tiempo.

Aquella noche, durante lo que le parecieron horas, Bálder soñó con la misma imagen inmutable. Náusica estaba sentada junto a la ventana, abstraída en las nubes que se agitaban tras el cristal. En el jarrón había siete rosas blancas. Alguien había clavado, justo en el centro de las otras, una rosa encarnada. En todo el tiempo que Bálder la estuvo soñando, Náusica no volvió la vista. Siguió quieta, esperando.

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