– ¿Está consciente?
– Más o menos -concedió el otro, tras la tela parda.
– ¿Puede dejarnos solos?
– Con mucho gusto.
El hombre de la máscara se retiró, pero antes de que cerrara la puerta el médico apareció en el umbral y recomendó:
– No se acerque mucho. Con uno tenemos suficiente.
Bálder no contestó. Estuvo allí quieto durante un minuto, viendo aquel cuerpo estremecerse con el sufrimiento y sabiéndose culpable. Después se inclinó sobre el enfermo y le tomó la mano. Estaba ardiendo.
– ¿Me oyes, Núbila?
– Claro -murmuró el andrógino, con un hilo de voz.
– ¿Por qué no has dicho nada hasta ahora?
– Para darte la oportunidad de marcharte. No tienes que estar aquí. ¿Has hablado con el médico? Es un miasma.Y no soy el primero.Todos los años caen varios. Querrás sentirte responsable. Pero no debes.
– No trates de engañarme. Eres tú quien no me debe esa piedad.
Núbila tosió. Lo hizo sin fuerza, apenas para despejar durante un momento lo que le impedía respirar.
– ¿Cómo crees que lo hicieron? -murmuró, risueño-. ¿Envenenando el desayuno? ¿O quizá la fruta que ponen con la cena?
– No tengo idea. Pero lo hicieron.
– Eso parece. Me avisaste.Y yo lo sabía, no por ti; antes de ti. Puede que haga un año, o más. Uno puede oler estas cosas. Tú también lo olerás, y es porque no lo has olido todavía por lo que te auguro una vida larga, tal vez más de lo que deseas.
– Tienes fiebre. Estás delirando -opinó Bálder, colocando su mano sobre la frente de Núbila.
– Sí, tengo fiebre. Y deliro. Por la cabeza me pasan cosas absurdas que no sé detener, que se aceleran y se revuelven contra mi voluntad. Pero ahora domino lo que pienso y lo que digo. Hace meses que lo intuía, antes de conocerte. Por lo menos -celebró, con un amago de ahogo- he llegado a la primavera. Desde que comprendí que iba a morir descubrí en mi interior una atracción, algo que me impulsaba a acercarme deprisa, en lugar de resistir. Procuraba apartar la vista, pero el otro, el que lo quiso, va a conseguirlo.Te lo cuento para que no te equivoques, para que no creas haber sido tú. He sido yo. Ahora no distingo si te tendí la mano por ayudarte, porque llegué a quererte, o porque él, el otro, vio que convenías a sus propósitos. No sientas la culpa, y entonces yo podré ganarle, creer que ésta ha sido una buena amistad que me redime.
Bálder había escuchado el alud de palabras de Núbila sin interrumpirle, porque se daba cuenta de que hablar le llevaba todas las fuerzas que le quedaban. Pero ahora que había cesado, no quiso rebajarlo callándose lo que le pasaba por la mente:
– Te estás contradiciendo.
– Tonterías.
– Si yo no asumo la culpa, tendrás que admitir que ha ganado ese otro.
– Me queda poco tiempo de usar el cerebro -le rehuyó Núbila, con una sonrisa-, y quien habla es mi corazón. No discutas con un músculo que se acaba.
El extranjero comprendió que no debía rebatirle. Sacó un pañuelo y le secó la frente.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó.
– No tan mal como parece. Sólo odio este sitio. Es demasiado tenebroso.
Bálder recorrió nuevamente el cuarto en que se hallaba. Las paredes eran de un gris negruzco y sólo tenía un ventanuco, sucio de vaho por dentro y de antiguas lluvias por fuera.
– ¿Quieres que te saque de aquí?
– No creo que te lo permitan. Han decidido que soy un enfermo contagioso.
– ¿Qué pasará por la noche, cuando todos se hayan ido?
– El de la máscara se queda. Ha visto morir a todos. Es inmune al miasma.
– ¿Por qué lleva la máscara, entonces?
– Para que no le vean reír, imagino.
– ¿Reír?
– Lo he estado pensando. Necesariamente debe saber cuándo se acerca el final, después de haber visto morir a tantos.Y necesariamente debe alegrarle. Para él es el final del trabajo.
– Voy a sacarte de aquí.
– No te dejarán.
– Olvidas que a mí me permiten lo que no permiten a otros.
– No eres responsable de esto.
– No voy a abandonarte aquí.Voy a librarle a ése de su trabajo contigo.
Núbila suspiró.
– Ya que no voy a disuadirte, dejaré que lo sepas todo: es verdad, no quisiera que fuera aquí, con el de la máscara acechando mis crisis. Desde mi celda se ve un bosquecillo de álamos. Puede colocarse la cama de forma que pueda mirarlo con sólo girarme un poco. Si fuera de día, y si hiciera sol, podría irme tranquilo.
– Te llevaré allí -prometió Bálder.
El extranjero salió a donde estaban los otros. El médico, persuadido ya su ayudante, se extendía en instrucciones innecesarias para el de la máscara, que le observaba sin retirarse de la cara la tela que habríase dicho cosida a sus mejillas. Bálder se acercó.
– ¿Cómo está?
– ¿A qué se refiere? -dijo el médico, como si acabaran de interrumpirle en medio de una operación para preguntarle el nombre de una víscera.
– ¿Hay alguna esperanza?
– Depende.
– ¿De qué?
– De la esperanza de que se trate. Pasará la noche, seguramente, pero me extrañaría que llegara al final de la semana.
– ¿Le dan algo para aliviarle?
– No tengo nada que le alivie. Le vemos morirse, nada más. Es lo que hacemos siempre. -En este punto, el médico cambió el tono de indiferencia de su discurso-. No piense que soy una bestia. Es todo lo que puedo hacer.
– Bien. En ese caso me lo llevo.
– ¿Adónde?
– A su celda.
– No sea loco. A ese hombre ya no le queda nada. Ahora hay que ocuparse del resto. De usted mismo, si quiere empezar por alguna parte. No es difícil que contraiga el mal, si está demasiado con él.
Bálder dio la espalda al médico y regresó al cuarto donde estaba Núbila. Lo arropó, envolviéndole en las mantas que le cubrían.
– Ya está. Nos vamos.
– ¿No te lo han impedido? -susurró Núbila. -Más vale que no lo intenten.
Cogió al andrógino en sus brazos. Era ligero como una mujer y se había empequeñecido como un niño. Había sido siempre así o lo había hecho la enfermedad. Bálder no podía saberlo. Era la primera vez que le tocaba.
En cuanto hubo traspasado el umbral, el médico le cortó el paso.
– Está bien, no sea estúpido. No puede hacer eso.
El ayudante y el de la máscara presenciaban el episodio a distancia. Bálder previó que no iban a intervenir y escupió sobre los anteojos del médico:
– Si no te apartas por tu voluntad, te aparto a patadas. El médico retrocedió un par de pasos.
– Esto es una irregularidad -protestó.
– No te estoy pidiendo opinión. Voy a llevarlo a donde no tenga que morir como una rata. Quítate de mi camino.
Y echó a andar. El médico se retiró, como si no quisiera que le rozara el cuerpo infectado que Bálder sostenía en brazos. El extranjero avanzó hacia la salida del barracón dejando atrás a los tres hombres.
– Denunciaré esto al capataz -amenazó el médico a su espalda.
– Denúncialo al Arzobispo, si te apetece -le alentó Bálder, mientras abría de un puntapié la puerta del barracón.
A los treinta o cuarenta pasos se convenció de que no tendría fuerzas para llevar a Núbila en volandas hasta el palacio. Entró en la obra.Tras una búsqueda que siguieron con atención un buen número de operarios y artistas, dio con un carro pequeño que podía servir a sus propósitos. Dejó a Núbila sentado contra una pared mientras lo vaciaba y una vez limpio lo acomodó en él. Con un par de sacos improvisó una almohada.
– ¿Irás bien?
– Sí -agradeció Núbila.
En ese instante se presentó Aulo.
– ¿Qué haces? -le interrogó, circunspecto.
– Lo llevo a su cama, para que descanse en condiciones.
– No puedes hacerlo.
– Eso cree el médico. Pero a menos que decidas emplear la fuerza te demostraré que sí puedo hacerlo. ¿Vas a tornar alguna medida?
El capataz le estudió durante unos segundos. Luego, adustamente, repuso:
– No voy a ordenar que te reduzcan y vuelvan a llevarlo a la enfermería, si es eso lo que preguntas.
– No esperaba otra cosa. Aunque no apruebo todos tus actos, nunca te has comportado como un imbécil. No te preocupes si falto algunos días. Estaré meditando sobre cómo continuar la sillería. Mis hombres tienen con qué entretenerse, de momento. Di a Níccolo que queda al mando, hazme el favor.
Y empujó el carro ante la incredulidad de los presentes y el silencio de Aulo, que le vio alejarse hasta que juzgó que el intermedio duraba demasiado y gritó a los que seguían parados, que eran casi todos:
– ¿Alguno no quiere cobrar esta semana?
Bálder impulsó el carro por el camino, por las primeras callejas, por la calle principal, por la plaza iluminada por el sol. Mientras atravesaban el vasto espacio bajo la calidez del mediodía, Núbila dibujó una sonrisa con sus labios exangües.
– No he tenido mala suerte.Voy a morir en primavera -repitió.
A la habitación tuvo que subirle en brazos. La pieza de Núbila, en la que nunca antes había estado Bálder, era semejante a la suya, aunque tenía mejor orientación, al sol de la mañana. También estaba más limpia y ordenada. En las paredes, clavados por doquier, había dibujos de la niña oferente, en posturas que apenas diferían de la que había esculpido en la piedra y representada desde todos los ángulos posibles. Sobre un aparador estaban los bocetos del túmulo, los del que había destruido y, también, según pudo comprobar luego, los que parecían ser el proyecto de la nueva versión, la que el andrógino ya nunca podría comenzar.
Acostó a Núbila, después de desvestirle y ponerle ropa limpia. Echó un par de mantas sobre la cama.
– ¿Tienes frío?
– Todo el que puedas imaginar.
La frente del enfermo abrasaba.
– No temas, no me separaré de ti -prometió Bálder.
– Voy a temer lo mismo, pero te doy las gracias. No es igual estar contigo que estar solo, o con el de la máscara. Contigo puedo hablar, y si hablo mido el tiempo y sé que estoy vivo. Así no tengo que dar esto por perdido, como si fuera una prolongación inútil.
– Habla cuanto te apetezca.
– Debo dosificarme. Cada vez me queda menos resuello. Sería divertido probar a levantarme. No creo que pudiera incorporarme siquiera.
– No te hace falta. Te traeré lo que quieras. Buscaré comida ahora, si tienes hambre.
– No tengo. Pero tú deberías tomar algo. ¿Dónde vas a encontrar comida por aquí, a esta hora?
– No te apures por mí. ¿De veras no quieres nada?