LOS ENTERRADORES
Durante la noche, el viento había soplado con fuerza sobre el campamento de prisioneros de Yebel Kama, amenazando con arrancar de cuajo las tiendas. Algunas habían llegado a vencerse parcialmente sobre sus ocupantes, en su mayoría enfermos y trémulos de frío y fiebre. La humedad de la lona y la que se infiltraba por las rendijas habían caído inmisericordes sobre aquellos desdichados, calándolos hasta los huesos. A fines de noviembre, en el corazón de las montañas, el tiempo era bastante inclemente. A pesar de ello, los prisioneros habían tenido que aguantar en aquella situación sin protestar, y sobre todo sin salir de sus tiendas medio derrumbadas. La semana anterior se habían fugado dos soldados y los moros que vigilaban el campamento habían impuesto la disciplina acostumbrada después de aquellos incidentes: a partir de la puesta de sol, nadie podía abandonar la tienda bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para hacer sus necesidades. Al que se atreviera a contravenir la prohibición, le aguardaba una ejecución sumarísima. Y todos los hombres de Yebel Kama sabían que sus carceleros no fanfarroneaban. En otros episodios similares, más de un incrédulo había amanecido con los pantalones bajados y un tiro en la nuca allí donde había intentado descargar. Por ello, los treinta hombres que se amontonaban en cada tienda hacían como podían sus deposiciones dentro de ella, y algunos, los que estaban peor, se las hacían directamente encima. No era sorprendente, en esas condiciones, que el tifus prosperase a gran velocidad. Lo verdaderamente increíble era que alguno no lo hubiera contraído aún.
Ahora empezaba a amanecer y el viento se había calmado. Amador, boca arriba en su catre, hacía esfuerzos por aguantar el hedor. No importaba que viniera oliéndolo desde hacía días. Nadie podía acostumbrarse a aquella pestilencia pesada y densa, que se infiltraba por la nariz hasta las mismas entrañas, para contaminarlas. Cada vez que se veía obligado a aliviarse él mismo, Amador examinaba y olía con ansiedad sus propios excrementos, en busca de los ya conocidos indicios de la enfermedad. Por el momento no estaba afectado, pero ya había caído víctima del tifus en una ocasión y al menos un par de veces había sido atacado por la disentería. Como el resto de los que todavía no estaban infectados por el último brote, no tenía más recurso que rezarle al Dios en quien cada día tenía menos razones para creer.
Aquella mañana, sus guardianes tardaron en permitirles salir de las tiendas. Después de que se calmara el viento, una espesa niebla se había extendido sobre las montañas. Cuando al fin pudo respirar al aire libre, aterido bajo los restos de su uniforme y la raída manta de intendencia con que se cubría, Amador quedó sobrecogido por el paisaje espectral del macizo. Para impedir su rescate, si es que alguien pensaba en rescatarlos, los habían llevado a lo alto de aquel monte casi inaccesible. Eran unos trescientos, sólo soldados y clases de tropa, porque a los oficiales los habían reunido en un pueblo de la bahía, para tenerlos más a mano. Entre aquellos oficiales estaba el general segundo jefe, que se había rendido en Monte Arruit después de resistir durante varios días sin esperanza de recibir socorro. Según le contó un cabo que había estado allí, los moros habían matado a casi todos los que habían vivido para ver la rendición, antes de que sus caídes consiguieran contenerlos y obligarlos a respetar la vida de los prisioneros.
Los cautivos que habían sido reunidos en el campamento de Amador eran de las más dispares procedencias. Incluso había algunos civiles, empleados de la compañía que explotaba las minas de hierro, a quienes habían apresado con sus mujeres y sus hijos. Según decían los maliciosos, era por aquellas minas por las que habían ido a hacer aquella guerra. Los empleados oían estos comentarios y se encogían de hombros, lamentando, por la parte que les tocaba, la hora en que habían aceptado aquel empleo en África. Reuniendo los testimonios de unos y de otros, Amador supo que entre el frente y Melilla habían caído todas las posiciones, sin salvarse una sola. Sólo había un lugar del que no había conseguido encontrar todavía a nadie: Afrau, donde Amador había estado antes de que le trasladasen a Talilit.
Los moros aseguraban, entre risas, que no había nadie porque los habían liquidado a todos. Pero el sargento Badía, que había ido a visitar a los oficiales y recibía los suministros de la Cruz Roja y noticias de Melilla, había oído que la Armada había conseguido evacuarlos. Amador prefirió creer esta versión, y suponer que al menos sus antiguos compañeros se habían librado de la degollina. Era bueno que alguno hubiera conseguido salir, porque así habría alguien para pedir que sacaran a los que habían quedado prisioneros. Llevaban ya casi cuatro meses de cautiverio y rumores los había de todas clases, pero ningún indicio cierto de su posible liberación.
A media mañana, cuando empezaba a disiparse la niebla, llegó por el sendero un convoy de mulos. La mañana se había quedado despejada y relativamente apacible, aunque una brisilla fría bajaba por las laderas. El sargento Badía fue a recibir el convoy. Departió desembarazadamente con los moros que venían con los mulos y con algunos de los que custodiaban el campamento.
Al sargento Badía le respetaban los moros por sus habilidades médicas, adquiridas de forma casi autodidacta.
Sólo contaba, aparte de algunos libros y de su propia intuición, con los pocos consejos de un oficial médico prisionero con el que los moros le permitían conferenciar de vez en cuando. Pero gracias a Badía, y a varios ayudantes a los que él mismo había instruido, los prisioneros disponían de una mínima atención sanitaria. Aunque eso no impedía que surgieran las enfermedades, por las míseras condiciones en que los tenían, era posible al menos que muchos de los que enfermaban terminaran sanando. El sargento recibía a través de la Cruz Roja quinina y desinfectantes, y lo administraba todo como mejor podía. También se atrevía con la cirugía, y lo mismo limpiaba tumores y abscesos que amputaba miembros infectados. Era esta última faceta la que le había dado al sargento Badía su ascendiente sobre los moros. Con su modesto instrumental había salvado a más de un hijo de notable, herido en los combates que la harka mantenía ahora con los europeos al este de la región. En los moros, que solían morir como chinches por efecto de las heridas gangrenadas, merced a la siniestra ineficacia de su rudimentaria medicina, las proezas curativas del sargento despertaban una admiración que le permitía obtener algunas ventajas para los prisioneros. Entre otras cosas, podían recibir correspondencia de sus familias y el dinero de su soldada, con el que compraban alimentos a los moros. Salvando esas pocas relajaciones, el trato era constantemente humillante, con fases de endurecimiento como la que a la sazón padecían.
Después de charlar un rato con los moros, el sargento vino hacia donde estaba Amador. Junto a él había otros cuatro cabos y dos sargentos, que aguardaban a saber lo que Badía tenía para contarles.
– Las han traído. Las palas y las azadas que pedimos a Melilla. Nos ha costado sesenta pesetas el porte.
– No está mal -opinó un sargento, quejoso.
– El jefe saca su tajada, como de costumbre -añadió Badía, con disgusto.
El jefe del campamento, un moro avieso, era un tipo de cuidado. Un día decía estar allí para protegerlos y al siguiente ordenaba sin vacilar que se fusilara a cualquiera que hubiera incurrido en alguna mínima falta. Aquel sujeto había asumido de buen grado la tarea de vigilar a los prisioneros, y pronto entendieron por qué. En primer lugar, con eso se libraba de ir al frente, donde le aguardaban los temibles regulares y legionarios. En segundo lugar, y más importante, los prisioneros eran fuente segura y permanente de ingresos. Quizá era ésa la razón por la que no los mataba o no los dejaba morir a todos. Los cautivos tenían que gastar hasta la última peseta que recibían en comprar las provisiones que el jefe del campamento se encargaba de traerles, a precios siempre exorbitantes. Incluso había llegado a idear un sistema de vales, por los que los prisioneros tenían que canjear su dinero europeo. Amador se preguntaba por qué el jefe no los desvalijaba directamente, según les llegaban los giros, pero a lo que se veía el moro disfrutaba más con toda aquella parafernalia. Prefería creer que los estafaba con su astucia antes que robarles con la fuerza que siempre podía ejercer sobre ellos.
Una de las jugarretas que más habían debido divertir al jefe se le había ocurrido un par de meses atrás. Había hecho creer que alguien había pagado un rescate desde Melilla por una tal Carmen, la mujer más vistosa de todas las prisioneras. Junto con otros diez prisioneros se la había llevado a Dar Dríus, pero a la semana había vuelto, solo, diciendo que todavía no habían mandado el dinero prometido desde Melilla y que había que sufragar la manutención de aquellos once prisioneros. El sargento Badía, pese a olerse la trampa, no había tenido más remedio que pagar. Dos semanas después, regresaron Carmen y los demás. A los hombres los habían empleado en la conducción de cañones, una tarea a la que los moros preferían destinar a los europeos para ahorrar esfuerzos a los mulos y humillar de paso a los vencidos. En cuanto a Carmen, el jefe la había violado repetidamente, hasta satisfacer su capricho. Y en lo tocante a esa manutención que tan cara había pagado Badía, apenas los habían alimentado con sobras. Alguno de los sargentos, encolerizado, había hablado de organizar un motín. Pero Badía, con lágrimas en los ojos, había conseguido persuadirlos a todos de lo único razonable: aguantar y aguantar y seguir aguantando. A la mañana siguiente, volvía a negociar con el jefe una partida de comestibles.
Lo de las palas y las azadas era algo que el sargento venía persiguiendo desde hacía semanas. Gracias a ellas, podrían enterrar los cientos de cadáveres de europeos que seguían esparcidos por las inmediaciones. Para ello había en primer lugar una razón de índole estrictamente sanitaria: los restos descompuestos habían servido como foco difusor de numerosas infecciones, que aquejaban no sólo a los prisioneros, sino también a los propios moros, ya que los gérmenes habían pasado a las aguas que todos bebían. En segundo lugar, a los soldados les obsesionaba la imagen de aquellos cuerpos momificados que se tropezaban por doquier cuando los trasladaban de campamento o los obligaban a transportar pertrechos y cañones. Era atroz constatar que llevaban allí meses pudriéndose, y también lo era pensar que aquellas momias habían sido sus compañeros. Además, los moros más crueles aprovechaban la menor oportunidad para afrentar a los cautivos a cuenta de los cadáveres. Había harqueños que practicaban el tiro con ellos, niños que pegaban patadas a las cabezas medio peladas, mujeres que les escupían o les orinaban encima. A veces hasta intentaban venderles, para comida, cerdos de los que sospechaba fundadamente que se habían cebado con los muertos.