LOS BORREGOS RESISTEN
El segundo día de asedio en Afrau se presentaba como el primero, caluroso y despejado. Por el momento el fuego enemigo no era muy agobiante. Los moros que rodeaban la posición mantenían una actitud indecisa, mientras procuraban mejorar poco a poco su despliegue en torno al parapeto. Su superioridad numérica no era tan grande como para plantearse un asalto en regla, sobre todo si tenían presente cómo habían sido rechazados el día anterior. Preferían seguir hostigando a los defensores con su irritante paqueo, forzándoles a gastar munición y esperando a que empezara a faltar el agua dentro del recinto. Aquellos días de calor sofocante eran el principal aliado de la harka. Mientras ellos aguantaban sin inmutarse el castigo, agarrados a los montes como lagartos, los europeos se consumían. Los harqueños no tenían más que dejar que pasara el tiempo y que el fruto fuera madurando, para cogerlo sin esfuerzo cuando estuviera en sazón.
Desde hacía algunas horas, por otra parte, los de Afrau tenían compañía. De madrugada había fondeado frente a la posición uno de los cañoneros de la Armada. En cuanto hubo un poco de luz, uno de los ingenieros de la estación óptica lo identificó como el Laya, por el zuncho solitario que ostentaba en su chimenea ligeramente caída. De momento el buque se había limitado a echar las anclas y a quedarse a la expectativa, ya que la situación en la posición era relativamente apacible. Pero los ingenieros, que podían verlo de cerca con el telescopio binocular, aseguraron que dos de sus piezas estaban con la dotación preparada y listas para intervenir. La noticia corrió como la pólvora entre los soldados que permanecían vigilantes junto al parapeto, después de una noche plagada de oscuras cavilaciones.
– ¿Y cuándo van a sacarnos de aquí? -preguntaban los más ansiosos.
– A lo mejor mandan refuerzos por tierra -sugería alguno.
– Qué dices tú a lo mejor -replicaba uno de los primeros-. Lo mejor es que nos vayamos en ese barco y que a esto le den por el culo.
El teniente artillero, jefe accidental de Afrau, se acercó hasta la estación óptica para tratar de comunicar con el barco. Junto a él subió Rivas, el teniente de la sección de ametralladoras. Pero antes de que comenzaran a hacer señales, los moros se arrancaron a tirarles con furia. Los dos oficiales rodaron por tierra, revueltos con los soldados de ingenieros.
– Fuego, fuego -gritó desde el suelo el teniente jefe.
Los soldados dispararon atolondradamente. Al oír la orden del teniente y ver la reacción de sus hombres, Molina meneó la cabeza. Corrió a lo largo del parapeto, tratando de contener el nerviosismo de la tropa.
– Sin amontonarse -les advertía.
Las ametralladoras empezaron a escupir fuego, aunque Rivas tardó en llegar junto a sus hombres. También al teniente jefe le llevó su tiempo poder ganar el amparo del través, levantado a base de sacos de intendencia, con el que los cañones se mantenían desenfilados. En cuanto estuvo al pie de sus dos queridas piezas, comenzó a dar órdenes. Pero antes de que pudiera ponerlas en posición, sonaron dos explosiones a espaldas de Afrau y silbaron sobre sus cabezas los proyectiles del Laya, que se unía así al combate.
– Bueno, bueno, esto está muy bien -observó el cabo González, al ver el destrozo que producían los cañones del Laya.
– No te fies mucho -le desengañó Molina-.Tiran casi a ciegas, y los moros no tienen posiciones fijas. Así, poco es lo que pueden conseguir.
En cualquier caso, la intervención del Laya, secundada por el destacamento de artillería de Afrau, logró acallar momentáneamente el fuego enemigo. Cesaron también en su respuesta los fusileros de Afrau, y el teniente jefe regresó a la estación óptica. Desde el barco les hacían ya señales, que el cabo de ingenieros que manejaba el telescopio le iba dictando a un soldado.
– No puede ser -discutía el soldado.
– Sigue apuntando -decía el cabo.
– Es que esto no tiene ningún sentido -insistía el soldado.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el teniente, con avidez.
El cabo se inclinó sobre lo que había apuntado el soldado y lo leyó varias veces, del derecho y del revés. Al fin, reconoció:
– No entendemos lo que quieren decirnos.
– ¿Cómo que no entendéis? -chilló el teniente.
– Algo pasa con los códigos -declaró el cabo, con prudencia.
– ¿Los códigos?
– No debemos estar usando el mismo.
– Esto es increíble -protestó el teniente-. Haced señales vosotros. Decidles que tenemos problemas para entenderles.
– No servirá de nada. Tampoco ellos nos entenderán a nosotros.
– ¿Pero cómo puede ser? -el teniente se tiraba de los pelos.
– Ahora intentan otra vez -avisó el soldado.
Al cabo de un rato de intercambiar señales con el barco, se persuadieron de que el absurdo problema no tenía solución. Su única esperanza era el radiotelégrafo, si acertaban a captar algo con el rudimentario receptor de que disponían. El teniente dio órdenes de que un hombre se mantuviera permanentemente a la escucha y volvió a bajar hacia el parapeto con la intención de convocar una junta de oficiales. Llamó a los mismos de la víspera: Rivas, el médico, Andrade y el otro alférez, además del suboficial y Molina.
– No podemos comunicar con el barco -informó el teniente jefe-. No sé qué coño pasa con los códigos de señales. Pero supongo que mientras sigan ahí nos apoyarán, y también que encontrarán la manera de hacernos saber cuándo intentan sacarnos, si es que van a intentarlo.
– ¿A qué otra cosa pueden haber venido? -preguntó Andrade.
– No lo sabemos, alférez. Ni siquiera sabemos qué está pasando más allá de esos montes. Puede que haya una columna en camino, y que el barco sólo tenga la misión de sostenernos hasta que lleguen.
– Con todo el respeto, mi teniente, no creo que haya ninguna columna -dijo Andrade-. Si la hubiera, no seguiríamos sitiados. Los moros sí que saben todo lo que pasa en la región, y ya ve lo tranquilos que están.
– Está bien, Andrade, no vamos a hacer adivinanzas -concluyó el teniente. Pon que van a venir a ayudarnos o que estamos más tirados que un perro, como prefieras. El caso es que tendremos que prepararnos para resistir mientras no se aclare el panorama. Así que haremos lo que decidimos ayer. Vamos a replegar la avanzadilla. ¿Alguna objeción?
– Yo diría que podremos hacerlo sin problemas -opinó Rivas-. El ataque de esta mañana no han podido prolongarlo mucho rato.
– Está bien -dijo el teniente jefe-. Iremos tú y yo, Andrade, y tú, Molina, con una sección. Sacamos a los que están allí y nos los traemos con todo el equipo que podamos arrastrar y toda la munición que les quede. Tú, Rivas, te ocupas de organizar la cobertura desde la posición. ¿Entendido?
A Molina, como al resto de los infantes, le extrañó que al oficial artillero se le antojara encabezar personalmente la operación. Supuso que trataba de dar ejemplo, y aunque no le parecía una iniciativa demasiado juiciosa, teniendo en cuenta la poca experiencia del teniente en aquellas lides, le reconoció el valor de reclamar para sí el puesto de mayor exposición y fatiga. Era lo que como oficial le exigían las ordenanzas, pero Molina había visto a muchos soslayar con el menor pretexto esa exigencia.
Para formar la sección, Molina reunió a algunos veteranos, a todos los policías con su cabo al frente y a unos cuantos novatos o borregos, como les denominaba la cruel jerga cuartelera. El trecho que había que recorrer hasta la avanzadilla no era mucho, pero estaba todo él descubierto y algunos de los hombres deberían desandar el camino cargados. De acuerdo con el teniente, Molina desplegó primero a los policías, que quedaron apostados a un flanco para proteger la salida de la fuerza. Inmediatamente se desató el fuego enemigo, al que los policías respondieron, apoyados por las ametralladoras. No podían demorarse mucho. Molina vio entonces que algunos de los soldados que debían salir a continuación apenas se tenían en pie.
– Podéis estar asustados, pero que nadie se aturulle -les dijo, enérgico-. Aquí estamos para cuidarnos los unos a los otros, y todos hacemos falta. Los que se aturullan dejan de cuidar a sus compañeros.
El teniente, pistola en mano, salió el primero. Andrade empujó a una mitad de la sección, y Molina a la otra. Los soldados reprodujeron con cierta torpeza, pero con una abnegación innegable, las maniobras de orden abierto que les habían enseñado durante la apresurada instrucción. Corrían y se tiraban a tierra por riguroso turno, mientras las balas silbaban a su alrededor. Empezaron a producirse las primeras bajas, y Molina y el alférez tuvieron que emplearse a fondo para que no cundiera el pánico. En ese preciso instante, con gran oportunidad, volvieron a tronar los cañones del barco, dándoles con su apoyo un respiro. Finalmente, casi todos los hombres consiguieron llegar a la avanzadilla. Sus ocupantes, al mando de un sargento llamado Páez, los recibieron con entusiasmo.
– Ya creíamos que nos dejaban aquí, mi teniente dijo Páez.
– No sé cómo pudo creer eso -contestó el teniente, ofendido.
Desmontaron la ametralladora y acopiaron la munición y el resto del equipo aprovechable. La harka no dejaba de disparar, pero la policía mantenía su protección y una parte de los que habían salido con la sección devolvía solventemente el fuego desde el parapeto de la avanzadilla. Antes de emprender el regreso hacia la posición, el teniente ordenó:
– Los que no vayan cargados, que se ocupen de recoger a los heridos que han caído al venir. No hay que dejar a ninguno.
El teniente volvió a salir el primero. Puso rodilla a tierra y disparó hacia las laderas con su pistola, mientras salían todos los soldados. Molina, que esperó hasta que el último hubo abandonado la avanzadilla, le gritó:
– Vamos, mi teniente, ahora hay que correr como conejos.
Eso era lo que hacían todos, salvo los que tenían que ocuparse de cubrir el repliegue. Iban tan deprisa como podían, arrastrando las cajas de municiones, el agua, la ametralladora. Cuando llegaban a la altura de un herido y éste les alzaba las manos implorantes, uno se lo echaba a la espalda y otro recogía su fusil. La operación de vuelta, pese al riesgo que comportaba, se desarrolló con menos bajas que la de ida. Los hombres se fueron acogiendo al parapeto con bastante orden, y los policías, a medida que la fuerza en retirada los iba rebasando, se iban uniendo a ella para cubrir su retaguardia. Molina, que los iba llamando al pasar, organizó con ellos el pelotón que cerraba la pequeña columna. El teniente se mantenía algo rezagado, extrañamente absorto y descuidando de forma ostensible su propia protección. Aquélla era una ligereza que la harka no podía perdonar.