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6 Talilit

LA ESPERA

El canto de uno de los gallos sarnosos del aduar saludó el amanecer sobre la posición de Talilit. Los hombres llevaban allí dos semanas y ya se habían hecho a despertarse con aquel quiquiriquí quebrado que rebotaba en las laderas cercanas. Para cuando tocaban diana, todos estaban en un duermevela poco profundo, esperando el ruido de la corneta. Al poco, los centinelas veían salir a los otros de las tiendas, con la secreta alegría del relevo inminente, mientras los oficiales asomaban somnolientos, dejando que los cabos y los sargentos pusieran el campamento en marcha.

Lo malo era que no había, en realidad, nada que hacer. Siempre podía limpiarse algo, las armas o las letrinas, pero ya nadie confiaba en desprenderse el polvo que marcaba con su presencia el cansancio y el olvido. En la aplastante rutina de Talilit sólo había dos accidentes dignos de mención: el momento en que se relevaba a los de la avanzadilla y la llegada, cada dos días, del convoy del campamento general.

En la avanzadilla, considerando la relativa dureza del blocao, se había establecido un turno cada tres días. Para algunos era demasiado y para otros demasiado poco. En el espacio estrecho e insalubre del fortín, casi una cárcel, no faltaba quien encontraba lugar a propósito para la diversión. Mientras los agonías, que siempre había alguno, vigilaban por las aspilleras, los más vivos sacaban la baraja y se jugaban la paga que les quedaba por cobrar hasta el final de su tiempo de servicio. Nadie les reprendía, porque bastante denigrante era tener que estar allí, aspirando el olor a humanidad y el de los cuescos que por la noche se soltaba siempre alguno. Había quien lo llevaba muy mal y se pasaba los tres días mirando el reloj que había en la pared del blocao, contando una a una las horas que faltaban para el relevo. Pero según Rosales, tampoco era para quejarse. Había gente que se tiraba hasta dos meses en un blocao como aquél, aislada y acosada todo el tiempo por el enemigo. Se lo había contado a Andreu durante su primer servicio en el blocao, y señalándole la lata del agua, había agregado:

– Aquí podemos salir a cagar y a mear, pero en esos blocaos donde están tan jodidos se caga y se mea en una lata como ésa. Y el que la encuentra llena tiene que salir a vaciarla. Vaya trabajo, dirás. No es mucho, sólo que los moros esperan a que alguien salga con la lata para zumbarle.

– Pues será cosa de aguantarse -había sugerido Andreu.

– No, si ya te aguantas, pero también se aguantan los otros veinte. Al final, hay un momento en que ya no se puede más. Lo peor de todo es si le han dado a alguien que salió a vaciar la lata. Porque el siguiente que se cague, y ya ves tú si es fácil cagarse en esa tesitura, tiene que salir a recogerla, con todos los moros con la mirilla del fusil fija en la lata de los cojones.

– Nunca mejor dicho.

Aquella mañana Andreu no estaba en el blocao, ni tampoco de servicio. Era de los pocos, porque con el último convoy del campamento general habían llegado órdenes de doblar constantemente la guardia. Hacía días que se oían tiros y algún cañonazo hacia la parte de Igueriben. Uno de los que venían con el convoy les había dicho que la harka andaba molestando a los de

Igueriben casi desde que se había establecido la posición. En los últimos tiempos, cada vez se oían más aquellas palabras: «la harka». Los oficiales las pronunciaban con disgusto, como quien mentara la bicha. Pero su existencia era una evidencia cada vez menos rebatible. Cabía siempre dudar sobre su tamaño y fuerza real, y los mandos no veían razón para preocuparse, o eso les decían. Por lo pronto, y quizá como demostración, el capitán jefe de la posición de Talilit había aprovechado el convoy de la víspera para irse con permiso de verano, dejando al mando al capitán que mandaba la sección de ametralladoras. Esa aparente normalidad apaciguaba a muchos.

Incluso Andreu quería creer que en una situación verdaderamente apurada no habrían dejado a los oficiales irse de permiso. Su problema era que no se fiaba nada de los oficiales, a quienes ni siquiera les reconocía la mínima competencia necesaria para llevar adelante aquella guerra contra un enemigo pobre y harapiento. Su experiencia de agitador en Barcelona había aficionado a Andreu al pensamiento táctico, y tras lo que llevaba visto, su opinión era que los oficiales allí sólo vivían de dos recursos: la superior potencia de fuego que les proporcionaba la artillería y la combatividad natural de las tropas de choque indígenas, sobre las que recaía el grueso del trabajo. Lo que estaba por ver era si de eso podrían seguir viviendo siempre.

En dos semanas, los soldados de Talilit se habían aprendido de memoria cada una de las lomas y podían ver con los ojos cerrados todas y cada una de las casuchas del aduar. Era éste el objeto continuo de su curiosidad abotargada. Veían entrar y salir a las mujeres, corretear a los chiquillos, deambular más precavidos a los hombres. En cierta ocasión habían avistado una partida de individuos armados que caminaban entre las casas y señalaban hacia la posición. No era cosa de abrir fuego por tan poco, pero hasta los menos avispados habían entendido que tenían a la vista a una patrulla de la harka. El teniente artillero, a quien le costaba contenerse, había propuesto al capitán:

– Sólo un pepinazo, mi capitán, y ya verá cómo dejan de chulearnos.

– Guardaremos los cañonazos para mejor causa, teniente -había dicho el capitán, mientras vigilaba a los moros con los prismáticos.

Aquella mañana no había actividad visible en el aduar. De hecho, parecía extrañamente tranquilo. A las diez de la mañana seguía sin aparecer nadie. Sólo unas gallinas y alguna cabra, merodeando en busca de algún resto de comida, de lo poco que no aprovechaba aquella gente sumida en la más rigurosa miseria. La calma era tanta que terminó por hacerse sospechosa. Un sargento alertó a los oficiales, que cambiaron impresiones sobre cómo debían proceder. Como siempre, el artillero era el más dispuesto, contando con que en cualquier caso sería otro el que llevara la peor parte.

– Podríamos enviar una sección a ver qué pasa empuntó.

– Eso es lo último que pienso hacer -respondió el capitán jefe accidental-. Los hombres no están nada duchos en salir de descubierta.

Una de las ventajas de Talilit era que les traían el agua con el convoy. Eso les ahorraba a sus habitantes el penoso ritual de la descubierta de protección de la aguada, servidumbre cotidiana de casi todas las posiciones de África. En contrapartida, pasaban todo el tiempo allí confinados, sin practicar más movimiento militar que el necesario para el relevo de la avanzadilla. El capitán no sólo era consciente de la falta de preparación de sus hombres para una salida como la que el teniente planteaba, sino también de lo vulnerable que era una unidad reducida aventurándose entre aquellos montes.

– Veremos qué pasa -resolvió-. Que todos los hombres disponibles estén atentos. Y mande aviso a la avanzadilla -ordenó al sargento de guardia.

La mañana fue transcurriendo con toda su ardiente lentitud. En Talilit reinaba una expectación contenida, porque todos sabían que algo sucedía pero nadie quería admitir que pudiera suceder nada.

Andreu, desde su puesto en el parapeto, esperaba como los demás a que ocurriera algo que rompiera aquella calma tensa. La luz cegadora del sol, que reverberaba en el valle, le hacía a veces ver cosas que no eran, bultos que se movían pero resultaban ser sólo un reflejo engañoso en su retina. De pronto, uno de aquellos bultos le pareció más nítido que los anteriores. Tardó en convencerse, hasta que no le cupo duda de que era un hombre. Llevaba el fusil a la espalda y una antorcha humeante en la mano.

– Veo a uno -gritó.

No era sólo uno. En seguida vinieron más, todos armados y envueltos en aquellas chilabas pardas. Se desplegaron deprisa por el aduar y comenzaron a prender fuego a las casuchas. Nadie salió de ellas. Todos debían haber huido durante la noche, seguramente gracias al aviso previo de la harka. Los soldados asistieron al espectáculo estupefactos.

– ¿Qué hacen? -preguntaban unos.

– Lo están quemando -respondían otros, incrédulos.

– ¿Para qué?

Nadie quiso responder esa pregunta. Los hombres armados eran cada vez más. Arrimaban las antorchas por los cuatro costados, asegurándose de que todo ardía completamente. Algunos parecían apuntar sus fusiles hacia Talilit, como si protegieran a los incendiarios. El capitán tardaba en reaccionar.

– ¿Vamos a dejar que hagan esto en nuestras narices? -protestó el artillero.

El capitán parecía atontado. Al fin salió de su ensimismamiento y dio la orden que unos esperaban y otros temían.

– Haz fuego, teniente, pero aprovecha los disparos. Telegrafista, comunica la situación al campamento general.

Los artilleros maniobraron con rapidez. Aunque nadie los tragaba, ellos eran quizá los únicos militares expertos que había en Talilit. Las piezas vomitaron sus proyectiles, que al instante sembraron de un fuego aún más virulento el aduar ya en llamas. Se oyeron gritos de gente herida, y un par de segundos después las balas empezaron a estrellarse en el parapeto.

– A cubierto todos -aulló el capitán-. Respondan al fuego.

Los soldados empezaron a disparar, sin saber muy bien adónde. Antes de gastar ninguna bala, Andreu se paró a examinar la situación. Los estaban batiendo desde la loma que había a la derecha. Aguardó hasta que vio a uno ofrecer blanco y acarició el gatillo de su máuser. La detonación le sorprendió con un fuerte empujón en el hombro, pero tenía bien asido el fusil y la bala fue directa hacia el objetivo. El moro dejó caer el arma y se llevó la mano a una pierna. Antes de que pudiera apuntarle otra vez, ya se había arrastrado a un escondite entre los matorrales. Con toda probabilidad, aquélla fue la única bala disparada por un fusilero de Talilit que le dio a alguien. Los demás dispararon alocadamente, hasta vaciar el primer peine. Mientras muchos metían el segundo, con dedos temblorosos, el capitán gritó:

– Así no, apuntando, coño.

Sus ametralladoras, servidas por gente algo más curtida, habían limpiado con un par de ráfagas oportunas una de las lomas desde las que los hostigaban. Los cañones dejaron de disparar, y el tiroteo nutrido del principio se convirtió en un intercambio de tiros sueltos. Por fortuna, la gente estaba bien agachada y no había habido ninguna baja. A los cinco minutos cesó el fuego enemigo y los bultos pardos se retiraron. El capitán anduvo atento esta vez:

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