EL ASEDIO
Andreu, tendido y amargado en su catre, dejaba vagar la mirada por la lona mugrienta de la tienda, cuyas manchas y rugosidades conocía ya de memoria. En la enfermería de Sidi Dris, con el cerebro y los oídos exasperados por los gritos de los heridos que allí se hacinaban, Andreu había tenido tiempo sobrado para hacerse cargo de la situación y para aprender a tenerle el respeto que merecía. Se había acabado su suerte, y con ella había caducado estrepitosamente su fe en poder esquivar el plomo mortal. Aquella bala había buscado y encontrado su carne, la había rasgado y bajo el vendaje del muslo, por más que el médico dijera que aquél no era un mal tiro, guardaba ahora la señal profunda y dolorosa de su condena.
Desde hacía horas, el herido en la cabeza del catre contiguo sólo dejaba escapar balbuceos incomprensibles. Mientras le oía, Andreu recordó el momento en que había tenido el primer presentimiento de que aquello podía sucederle, a él que tantas veces se había plantado tieso e impávido ante las armas de los enemigos del pueblo, en las remotas calles de Barcelona. Había sido allí mismo, en Sidi Dris, la noche siguiente al ataque de junio. Bajo una tienda como aquélla había pensado en el cadáver degollado de Pulido, en la harka que acababa de enseñarles los dientes, y por primera vez había tenido miedo. No el miedo abstracto, inconcreto, obligado casi, sino aquella cuchillada precisa que anulaba la voluntad y arriesgaba a quien lo sentía. Había tratado de sofocarlo, pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles. El miedo, como había hecho con Pulido, le había reclamado a su reino, y el balazo que le había barrenado la pierna era el estigma que delataba su sumisión. A partir de ahí, y lo sabía bien, todo podía ocurrir.
Hacía tanto calor que Andreu apenas distinguía de él la fiebre que le traspasaba los huesos con sus agujas candentes. Los heridos de la enfermería de Sidi Dris se disolvían lentamente en un destilado de sudor y sangre, con el que en muchos casos venía a mezclarse el chorreón ominoso de la diarrea, provocada por el agua podrida, e incontenible para hombres que ni siquiera podían levantarse. El olor resultaba insufrible, y por si fuera poco, de algunos se desprendía además el implacable hedor de la gangrena. En aquel ambiente, los difuntos se agusanaban a una velocidad increíble, y los vivos se pudrían sólo un poco más despacio. El olor de los muertos, apilados de cualquier manera en el frente que daba al mar, también llegaba a la enfermería. Difícilmente podían enterrarlos, porque eran bastantes y porque distraer a tal fin hombres de la defensa era correr un serio peligro de incrementar antes que disminuir el número de cadáveres insepultos.
Afuera se oía el ruido de los máuseres de los europeos, cansino y deslavazado, y el pak-ko de los Lebel de la harka, rítmico y tenaz. A rachas intermitentes irrumpía el tableteo de las ametralladoras, para las que la munición, supuso Andreu, ya debía escasear severamente. Todavía más de cuando en cuando sonaban las piezas de la posición, con un latido rotundo que hacía estremecerse el suelo y al que seguía poco después el estampido de la metralla, ansiosa de morder los cuerpos de los moros. Y había todavía otro latido diferente, más distante pero más regular. A éste sucedía invariablemente un silbido que se acercaba, pasaba por encima de la tienda y terminaba rompiéndose en una explosión hacia el lado de los montes. Gracias a aquella característica secuencia sonora podían deducir los heridos, o aquellos de entre ellos que aún estaban en condiciones de deducir algo, que los barcos de la Armada habían venido a ayudarlos y se estaban empleando bien. Era lo único que contaba a su favor, en aquellos instantes. La aviación, con la que algunos soñaban con fervor infantil, apenas había hecho acto de presencia. Sólo se había dejado ver por allí un avión solitario, el primer día de la ofensiva de la harka. Había soltado una bombita insignificante, demasiado lejos de cualquier lugar donde pudiera hacer daño, y había huido oprobiosamente ante el intenso fuego de fusilería con que lo agasajaban los moros. Desde entonces, pese a la insistencia con que se los había reclamado, los aviones no habían vuelto a aparecer. Su base estaba en Zeluán, muy cerca de Melilla. ¿Acaso habría llegado ya hasta allí el enemigo?
Habían pasado dos días desde que Andreu, fugitivo de Talilit, se había acogido a la protección de Sidi Dris, de donde había partido tan sólo unas semanas atrás. Las consideraciones tácticas que en su día habían determinado el establecimiento de Talilit no podían haberse revelado más desatinadas. Aquella posición intermedia, en la hora decisiva, no sólo no había servido para proteger y enlazar Sidi Dris con el campamento general, sino que tras derrumbarse le había hecho cargar con la masa aterrada y maltrecha de sus supervivientes, que poco podían contribuir a su defensa y mucho la comprometían. El comandante de Sidi Dris, con aquellos teóricos tres centenares de combatientes, que en la práctica eran bastantes menos, se las veía y se las deseaba para aguantar las furiosas embestidas de la harka. Durante los dos días los habían atacado a todas horas, siempre con el mismo ímpetu, mientras que a la tropa europea cada vez le costaba más seguir en pie. Los moros, amos y señores de los contornos, se relevaban y podían dormir y comer en condiciones, aunque apenas tenían necesidad de ello. Los europeos, recluidos en la posición y sometidos a un tiroteo constante, no podían hacer otra cosa que mantenerse agarrados al fusil. Desprovistos de la resistencia de los harqueños, se les borraba la vista y ya ni sabían adónde tiraban. Después de tantas horas de tensión, muchos caían rendidos. Otros enloquecían de terror y los sargentos tenían que aplacarlos a bofetada limpia y hasta a puñetazos.
Los que mejor se desempeñaban, pese a la desconfianza que todos habían experimentado hacia ellos cuando habían empezado los tiros, eran los miembros de la policía indígena. Sin protestar habían ido a cubrir el repliegue de Talilit, durante el que habían caído en gran número, y los que habían vuelto llevaban dos días al pie del cañón, casi sin dormir y sin aflojar en ningún momento. En cada nuevo asalto de la harka, eran ellos los que respondían con mayor firmeza, y los soldados europeos, contagiados de su espíritu de sacrificio y también picados, sacaban fuerzas de flaqueza para no ser menos que aquellos moros que estaban peleando por su causa. A los oficiales les impresionaba la lealtad de los soldados indígenas, pero más aún llamaba la atención su gesto a los elementos menos entusiastas de la tropa. En realidad, se decían los soldados europeos, los policías no tenían más que esperar a la noche para deslizarse fuera del parapeto y unirse a la harka, donde los harían sargentos, como mínimo, y donde les esperaba una victoria segura. En cambio, preferían aguantar en el parapeto de Sidi Dris, abocados a la derrota y muy posiblemente a la muerte que aguardaba a sus defensores. Los soldados, que en su mayor parte pensaban que ya habrían huido si hubieran tenido a donde ir, se hacían cruces sobre aquella actitud.
Uno de los que más fervientemente deseaba estar lejos de allí era Amador, para quien haber ido a parar a la ratonera de Sidi Dris era la culminación del infortunio que había comenzado a rondarle el día que le habían obligado a colgarse el uniforme caqui del ejército de África. Sin embargo, y aunque le había costado al principio, había llegado a comprender hasta cierto punto el comportamiento de los policías indígenas. Se lo había explicado así Haddú, el sargento moro amigo de Molina:
– Si yo elegir allí, en montaña y contra vosotros, mejor que tú esconder para que yo no hacerte agujero en cabeza con fusila. Pero yo elegir aquí, con vosotros, y yo ser hombre para cumplir palabra y aguantar cuando la cosa ponerse fea. Si yo morir aquí por elegir con vosotros, no pasar nada, morir contento y en paz. Pero si yo marchar ahora, equivocarme seguro. Hombre poder estar aquí o allí, pero no aquí y allí según venir el aire.
Era probable que los demás tuvieran otras razones menos escrupulosas, como por ejemplo que temieran que los harqueños les represaliaran por haber servido con tanto ahínco a los europeos, aunque eso no fuera frecuente. Hasta debía haber quienes no estuvieran del todo seguros de la inconveniencia de la deserción. Pero el ascendiente que Haddú tenía sobre todos ellos los mantenía en sus puestos. Amador, movido por la recomendación de Molina, procuró quedarse cerca del sargento moro. Su ánimo le daba fuerzas para resistir, pese a que la situación era cada vez más angustiosa.
Amador había asumido el mando de un pelotón constituido con restos de las más diversas procedencias. Cada día sufría tres o cuatro bajas y tenía otras tantas incorporaciones provenientes de algún otro pelotón disuelto por falta de efectivos. Pero en realidad, reflexionaba Amador, mantener aquella nomenclatura era un formalismo ridículo. Lo que había era un hatajo de fantasmas pegados al parapeto, y cada tanto un cabo o un sargento que se ocupaba más o menos de varios de ellos. Los de Amador estaban agotados, contaban sólo con treinta cartuchos por barba y habían acabado sus raciones de agua. Tenían el hombro en carne viva, de tanto encajar el retroceso del fusil, y a algunos casi no les quedaban fuerzas para sujetarlo, lo que no resultaba muy extraño si se tenía en cuenta que la mitad estaban enfermos de insolación o descomposición intestinal y la otra mitad heridos en diversos grados. Los policías de Haddú, que cubrían el sector contiguo del parapeto, los observaban con cierta conmiseración. A ellos no les afectaba el sol, ni la falta de agua, ni se les soltaba la tripa. Hasta los heridos parecían no sentir nada. De vez en cuando se dirigían a los europeos, con sorna:
– Soldadito estar amarillo. De miedo, ¿eh?
Y alguno, aunque estuviera en las últimas, no se callaba: -No de miedo, sino de cagarme a chorros en tus muertos.
Haddú y Amador tenían que intervenir para evitar que esos incidentes acabaran de mala manera, porque los nervios andaban a flor de piel y no faltaba quien tenía ganas de mandarlo todo a paseo sin importarle gran cosa que alguien fuera por delante. A aquellos hombres ya ni siquiera les imponían los muertos. Llevaban tres días apartándoselos de encima, y el aroma macabro de su corrupción era el aire mismo que respiraban. De pronto caía un hombre, y cuando sus compañeros comprobaban que había dejado de alentar, miraban primero si había agua en su cantimplora y después le quitaban el fusil y los cartuchos que le quedaban. Alguien lo arrastraba bajo el fuego hasta el depósito improvisado al otro extremo del parapeto y allí se quedaba olvidado. Con inconfesable crueldad, todos preferían eso, que el que cayera lo hiciera muerto y no herido grave. Un herido grave, como un muerto, significaba un fusil silenciado y un defensor menos, pero tenía sobre el muerto el inconveniente de exigir cuidados y estorbar a los combatientes, que debían contenerle la hemorragia y llevarle a la enfermería. Allí le tumbaban donde cupiera y le hacían lo que podían, en pésimas condiciones. Ya no quedaban vendas, ni desinfectantes, ni anestésicos.