Lo único que todavía les sobraba era comida, pero nadie tenía mucha hambre y hasta había quien evitaba comer, para que no le entrara más sed. Desde el primer día había sido imposible hacer la aguada, y las reservas de que disponía el campamento se limitaban a la poca cantidad que quedaba de lo traído el día anterior. En seguida se había impuesto un férreo racionamiento, pero para colmo habían llegado los de Talilit, un buen puñado de bocas sedientas. Cuando empezó a acabarse el agua, los soldados se aplicaron a buscar cualquier sucedáneo. Primero alguien descubrió el jugo de las latas de pimientos y de tomates. Pronto se corrió la voz y todas las latas disponibles fueron velozmente ordeñadas, con lo que quedó agotado aquel recurso. Después les tocó el turno a las conservas de pescado, aunque su líquido casi daba más sed de la que quitaba. De ahí pasaron a machacar patatas, incluida la piel, y no faltó algún oficial que probara su agua de colonia ni tampoco algún furriel que le echara un tiento al frasco de la tinta. Consumido eso ya no quedaba nada que pudiera beberse, salvo el aceite de engrasar las máquinas, que era un veneno bastante dañino. En tales circunstancias, fue natural que alguno, cuando le vinieron las ganas, decidiera orinar en la cantimplora. A otro se le ocurrió dejarla enfriar, y a otro echarle azúcar. Con este último refinamiento, hasta los más escrupulosos aceptaron sin dificultad beber orines, los suyos o incluso los ajenos, si alguien convidaba. Terminaba el tercer día del asedio de Sidi Dris y ya sólo los heridos más graves, para quienes habían sido reservadas en el último momento algunas latas de tomates, estaban libres de tener que echarse al coleto sus propios desechos.
Amador se decía, como otros muchos, que incluso si no hubiera estado enfrente la harka ya habría sido suplicio bastante. Pero es que además estaba la harka, centenares de ojos y de fusiles pendientes de ellos y listos para volarle la cabeza a cualquiera que osara asomarla por encima del parapeto. Tenían que construir su rutina contra el silbido de las balas, bajo el estruendo de los cañonazos y frente a las laderas erizadas de enemigos. Cuando el tiroteo no era muy intenso, los soldados ni siquiera respondían, para ahorrar munición. Se agazapaban contra el parapeto y aprovechaban para fumar un cigarro o echar una cabezada. En el pelotón de Amador había uno que no dejaba de comer. Era también de los que más rápidamente se habían hecho a beber orines, que azucaraba con delectación. Además echaba unas meadas inacabables, que eran la envidia de todos.
– Joder, Enrile, pareces un burro -comentaba alguno, cuando le veía rellenar la cantimplora.
– ¿Cómo lo haces, es que no sucias? -preguntaba otro.
– Cuando se enfríe os doy un trago, si queréis -ofrecía Enrile, generoso.
– Será por esas latas del maldito picadillo Siberia que se hinca entre asalto y asalto, el muy maricón -sugería un tercero, un murciano consumido por la fiebre-. A los demás nos seca las entrañas, pero él lo mea todo.
Los soldados, en su desesperación, aprovechaban cualquier respiro y cualquier pretexto para gastarse aquellas bromas amargas. Necesitaban hacerlo para sacarse de la mente el temor a los feroces harqueños que aspiraban a mutilarlos con sus gumías, o el recuerdo de los camaradas que habían caído a tierra echando un surtidor de sangre por la sien. A todos les hacía falta eludir de alguna forma la odiosa incertidumbre: si volverían a ver amanecer el día siguiente y si tenía siquiera algún sentido seguirlo deseando. Pero Amador, pese a los orines azucarados, el insomnio embrutecedor y la furia carnicera de los combates, seguía acatando ciegamente el objetivo irrenunciable de vivir para salir de allí. Sospechaba, supersticioso, que en el momento mismo en que admitiera la duda su suerte estaría echada.
Caía de nuevo la noche sobre Sidi Dris y el comandante había vuelto a transmitir a los barcos de la Armada que no confiaba en que sus hombres pudieran resistir durante mucho más tiempo. La tarde anterior, después de dos jornadas de infructuoso combate, se había recibido del Alto Comisario la autorización para evacuar la posición tan pronto como lo estimaran oportuno. El comandante, que durante tantas horas había tratado de sostener la ilusión de que podrían resistir, en parte por orgullo y en parte porque hasta entonces la evacuación sólo se les ofrecía en último extremo, había acogido con alivio la noticia. Pero para su desencanto, el comandante del Princesa, que era el jefe de la flotilla, había mostrado una lamentable indecisión respecto de la manera y el momento en que se debía ir a recogerlos. Alegaba que la operación era muy peligrosa, y que de no hacerse con la preparación suficiente podía costarles muchas bajas y saldarse en fracaso. En resumen: que desde que se recibiera la autorización, hacía ya más de veinte horas, venían dándoles largas, sin que los repetidos mensajes que había enviado el comandante de Sidi Dris, cada vez más agónicos y apremiantes, bastaran para provocar que los marinos se resolvieran a acometer de una vez la evacuación.
Al anochecer era costumbre que la harka, sabedora de que los soldados tendían a relajarse con la falta de luz, aumentara la presión sobre el parapeto. Si los defensores no respondían con mucho empeño, los moros enviaban a alguien con bombas de mano para tratar de abrir una brecha amparándose en la oscuridad. Eso fue lo que ocurrió aquella noche, y como resultado, tres cuerpos más hubieron de ser transportados hasta la pila de cadáveres y siete heridos a la enfermería. Los harqueños no llegaron a entrar, porque una de las ametralladoras y un pelotón de la policía cubrieron en seguida el hueco, pero todos empezaron la noche con una sensación de desesperanza superior a la habitual. Los combates nocturnos eran los más agotadores y también los más desquiciantes. Los hombres trataban de atravesar con sus ojos la tiniebla, buscando en ella la figura, el fogonazo o el reflejo que anunciaba al enemigo. Y ya no podían disparar contra cualquier señal, ni siquiera contra cualquier tirador al que hubiera denunciado la llamarada del fusil. Debían guardar las pocas balas que les quedaban para lo seguro, para los blancos que fuera casi imposible fallar. Cada tanto, los barcos arrojaban su carga de metralla, que estallaba a poca distancia del parapeto. Era la única forma eficaz que tenían de evitar que la harka se acercara, y ni siquiera eso lo impedía completamente. Después de alguna de aquellas explosiones se oían los lamentos desgarradores de los moros destrozados.
La noche permitía, también, el combate con arma blanca. Los harqueños se acercaban a las zonas que creían más desprotegidas, sin más arma que sus gumías, con la intención de sorprender a los soldados entontecidos por el cansancio. Alguno caía de esa forma, sembrando el desaliento entre los demás, pero la faena tenía sus riesgos para los atacantes. Aprovechando la oscuridad, Haddú desplegaba a algunos de sus policías fuera del parapeto, y más de un pretendido cazador acababa cazado a bayonetazos. Ninguno de esos policías, que lo habrían tenido más fácil que ninguno, dejaba de volver al alba al recinto de la posición. Saltaban el parapeto y enseñaban, como trofeos, las gumías de sus víctimas. Al ver a aquellos hombres, Amador comprendía el error que habían cometido los suyos organizando aquella guerra. Para los policías, lo mismo que para los harqueños que tenían enfrente, medirse con la muerte era un juego, gozosamente aceptado en todas sus reglas y consecuencias. Y al jugar no se sentían condenados, como los europeos, sino elegidos, incluso si al final tenían que morir. Después de la derrota, los europeos, furiosos por la humillación y el rencor, podrían enviar veinte divisiones y cien barcos y acabar conquistando aquella tierra. Pero nunca podrían vencerlos, a los indígenas, como ellos los estaban venciendo.
Después de las nuevas incorporaciones de aquella noche, la saturación insostenible que empezaba a registrar la enfermería obligó a desalojar de ella a los heridos menos graves. El médico hizo un recorrido entre los despojos humanos, eligiendo inmisericorde a los que serían expulsados al parapeto. Entre ellos, pese a sus esfuerzos por parecer lo más maltrecho posible, se contó inevitablemente Andreu. Su herida le impedía andar bien y la fiebre le devoraba, pero con eso no bastaba para permanecer allí. Le obligaron a ponerse en pie, venciendo su resistencia. De pronto, el gigante impasible, el combatiente de sangre gélida que a todos asombraba, no era más que un hombrón temeroso de que sus músculos no le sujetasen, un cuerpo trémulo ante la perspectiva de salir a recibir otro plomazo. Andreu sintió tanta vergüenza que las lágrimas asomaron a sus ojos.
– Joder, me han dejado hecho una mierda -sollozaba.
Percatándose de su desamparo, uno de los que le estaba sacando, un cabo barbudo y macilento, trató de consolarle:
– No te apures, hermano. Nadie tiene tantas pelotas como para gallear cuando está hecho cisco. Ahora te dejamos a cubierto y tratas de descansar allí. Los barcos van a sacarnos pronto, ya lo verás.
Cuando Amador vio que desalojaban a algunos heridos de la enfermería, se acordó al momento de Andreu. Se acercó hasta allí y llegó a tiempo de encontrarse con los que se lo llevaban a cuestas.
– Deja, yo le aguanto -le dijo al cabo.
– Tienes pagada la deuda, cabo -murmuró Andreu, al ver a Amador-. Me trajiste a Sidi Dris y ya está, no tienes que hacer milagros.
– Cada uno sabe hasta dónde llegan sus deudas, catalán -contestó Amador-.Y ni siquiera el acreedor puede cambiar eso.
– No me llames acreedor, burgués del demonio.
– Tú hablaste primero de deudas.
– Porque sé que me estás devolviendo el favor -le acusó Andreu-. Para tener la conciencia tranquila. Eres incapaz de entender un regalo.
Amador se lo cargó a la espalda.
– Cállate de una vez, anda.
Acercaron a Andreu hasta el sector del parapeto que cubría el pelotón de Amador. Buscaron un lugar resguardado y lo sentaron allí, recostado contra la tierra. Andreu se quedó quieto, jadeando. Después cogió un puñado de aquella tierra y lo dejó caer en una lenta lluvia de terrones.
– Se me hace extraño mirarla -dijo, con un hilo de voz-, y pensar que aquí me voy a quedar, debajo de ella.
– No enredes con esas cosas -le recriminó Amador.
– Qué más da. En el blocao de Talilit, mientras distraíamos el aburrimiento, Rosales me enseñó una vez un proverbio árabe: «Vivo donde quiero, y muero donde debo». No sé de quién coño lo oiría. El caso es que a él tuvo que pasarle allí, delante del parapeto de Talilit, y a mí me toca aquí. En fin -suspiró, esforzándose por no llorar-, a lo mejor eso quiere decir algo.