– Parece que los barcos van a sacarnos, al fin -le informó Amador, tratando de meterle en la cabeza alguna idea alentadora.
– Sí, eso me han dicho. ¿Y cómo lo van a hacer? ¿Van a venir hasta aquí? Será estupendo verlos subir por el acantilado.
– Habrá que bajar a la playa, claro está -explicó Amador, con mansedumbre-. Así que procura guardar las fuerzas para entonces.
Andreu asintió, escépticamente.
– Tengo la boca como esparto -se quejó-. ¿Os queda jugo de tomate?
– No. Aquí ya sólo tenemos meados con azúcar.
– Pues venga un trago de eso. ¿Da mucho asco?
– Las primeras dos o tres veces, nada más -respondió Amador, tendiéndole su cantimplora-. Luego te haces a beberlo.
Andreu se llevó la cantimplora a los labios y largó un par de tragos, bastante comedidos. Después reprimió una arcada.
– No es porque sean tuyos -se excusó, riéndose-. No están mal, para ser meados. Es que tengo la tripa hecha una lástima.
– No son todos míos -se burló a su vez Amador-. En parte son de ése que ves ahí, el Enrile. Abastece a todo el pelotón.
Enrile saludó, satisfecho de su valiosa abundancia mingitoria.
Joder -exclamó Andreu-. Cómo nos han machacado, cabo. Y todo por cuatro hijos de puta que ahora están tan anchos en Madrid.
– No pienses eso ahora. Piensa en salir y poder hacerles pagar algún día.
– Qué inocente eres, cabo. Nadie va a hacerles pagar nunca. Sólo pagamos nosotros. Pagamos como bestias si peleamos por lo suyo, y si peleamos algún día por lo que es nuestro pagaremos todavía más.
Amador meneó la cabeza.
– Nunca pensé que tú ibas a resignarte.
– No me resigno. No me importaría pagar por arrearles, si pudiera. Pero a mí ya me han jodido bien. No me queda más que coger un fusil y tratar de darle a alguno de esos moros que nos han echado encima. Lo más gracioso es que con eso sólo estaré ayudando a quienes me joden. Dame un fusil y un puñado de cartuchos, cabo. Creíste que recogías una piltrafa, pero vas a tener un hombre más. Aunque me esté cagando de miedo, hostia.
Amador dudó, pero al final terminó entregándole a Andreu el máuser de uno de los muertos y tres peines de munición. El catalán cargó el arma y el cabo volvió a quedarse maravillado al ver cómo se entendían con el cerrojo aquellas dos manazas. Ni siquiera ahora, febriles y temblorosas, dejaban de dar la impresión de que habían nacido para manejarlo. Después de completar la operación, Andreu apoyó el fusil ante sí, echó la cabeza hacia atrás y tomó aire. Estuvo un buen rato así, con la mirada perdida.
– Es bonita la noche de África -musitó-. La muy zorra.
En eso se aproximó a ellos Haddú. Observó durante un rato a Andreu, y aprovechando que éste parecía quedarse traspuesto, se llevó aparte a Amador. El sargento señaló la pierna herida de Andreu y se tocó luego la nariz. Amador entendió con eso, pero Haddú añadió, en un susurro:
– Pierna estar muy mala. El médico debería cortarla.
– Déjalo -le pidió Amador-. Espera a que amanezca, por si evacuamos. Así tiene al menos una oportunidad.
De repente, el tiroteo se hizo más nutrido. Amador y Haddú se pegaron al parapeto, sin dudar un segundo. Andreu, en cambio, se irguió sobre su única pierna útil y se echó el fusil a la cara. Aguardó a fijar el blanco, inmóvil, hasta que recibió sin descomponerse el golpe del retroceso. Después volvió a dejarse caer y proclamó, con una sonrisa enajenada y triunfal:
– Otro que llegará antes al infierno.
– Es verdad, le ha dado a uno -confirmó uno de los soldados.
Fue en ese preciso momento, no antes ni después, cuando Amador supo que aquel hombre nunca iba a salir de Sidi Dris.