LLEGA LA HARKA
Para Amador y para los veinticinco infortunados con los que marchaba, la primera impresión de Talilit fue demoledora. Ya la marcha de veinte kilómetros, escoltados por una sección de cazadores de caballería y otra de la policía indígena, resultó un auténtico viacrucis. Lo único que animó algo a Amador fue la presencia de Haddú, el sargento musulmán amigo de Molina. Recientemente le habían destinado con su destacamento a Sidi Dris, y al ser ésta una de las posiciones más próximas, le habían asignado a la escolta. Antes de la partida, Molina le había encomendado con gran solemnidad a Amador:
– Llévamelo a Talilit sin que me lo arañen. Este y yo tenemos apostado que se vuelve a Madrid igualito que vino.
Y al propio Amador le había exigido, mientras le abrazaba:
– No te olvides. Me crees en tu suerte, y me la peleas en condiciones.
En recorrer la distancia desde Afrau habían empleado casi todo el día, y aunque no habían sido molestados por el enemigo, a la caída de la tarde, cuando hubieron de salvar la ladera por la que se subía hacia Talilit, tenían los pies hechos pulpa y se sentían completamente exhaustos. En ese menesteroso estado entraron en el recinto, y lo que allí encontraron fue un espacio escaso en el que iban a caber con dificultad y un centenar largo de individuos sucios y estragados que los recibían con una mezcla de sorna y de conmiseración. Seis semanas atrás muchos de aquellos hombres eran unos pipiolos tan intimidados como ellos. Después de mes y medio de agotadores servicios, y de unos cuantos intercambios de balas con los exploradores de la harka, se habían endurecido un poco. Eso no quería decir que no se cagaran en los pantalones cada vez que oían un disparo, pero sí que podían sentirse superiores al pelotón de recién llegados que les enviaban desde una tranquila posición de retaguardia. Era un sentimiento ruin pero reconfortante, y los soldados de Talilit andaban cortos de cosas que les reconfortaran.
El sargento que iba al mando se cuadró ante el capitán jefe accidental de la posición y declaró la reventada y temerosa mercancía que traía:
– Se presenta el sargento Requena y el pelotón de refuerzo de la compañía de Afrau. Forman veinticinco hombres, mi capitán.
El capitán devolvió el saludo. También los compadecía, y también parecía hosco y desanimado, como sus hombres.
– Que descansen -respondió-. Ahora les harán sitio por ahí.
Talilit, además de ocupar una superficie bastante más reducida que Afrau, era un lugar en el que nada le distraía a uno de la guerra. En Afrau tenían el mar y los acantilados, y ni siquiera los montes cercanos parecían demasiado hostiles. En Talilit, en cambio, el paisaje se limitaba a un cinturón de alturas amenazantes y a la desoladora estampa de un poblado incendiado. Y como los hombres y los pertrechos de la posición se amontonaban literalmente dentro del perímetro del parapeto, resultaba imposible poner la vista en alguna parte donde no la estorbaran los sacos terreros, las tiendas, los nidos de ametralladoras o la forma oscura y silenciosa de las piezas de artillería.
Los del pelotón de Afrau se acomodaron como pudieron. Les habían despejado una tienda, que no era suficiente para todos. Tampoco hacía falta. En los últimos días el calor se había vuelto tan asfixiante que muchos preferían dormir al raso. Y en Talilit apretaba todavía más que a la orilla del mar.
– Donde mejor se duerme es al lado del parapeto dijo uno de los veteranos de Talilit a dos recién llegados que buscaban donde instalarse-. Si apartas un poco la tierra de encima, hasta sale algo de humedad.
Amador, que andaba cerca, observó al soldado. Llevaba las manos en los bolsillos, el gorro ladeado y la camisa desabrochada hasta el vientre. Tenía un aire envenenado y cínico, como no solía verse entre las unidades de forzosos. Si acaso, era el tipo de gente que uno se encontraba en los batallones de cazadores y en las compañías de voluntarios, gente que iba a África a sabiendas y por el dinero. Le picó la curiosidad y quiso trabar conversación. Entre otras cosas, le interesaba hacerse una idea del ambiente que reinaba allí dentro. Talilit parecía una maldición, así que urgía situarse.
– Mucha mili pareces llevar ya encima -presumió.
– No tanta. Va sólo para cinco meses -respondió el otro.
– Pues cunde aquí, a lo que parece.
– Cunde algo. Aunque dicen que hay sitios donde cunde más. Pero yo no tengo ninguna gana de visitarlos.
– Me suena ese acento. ¿Catalán?
– De Barcelona.
– Yo soy de Madrid. Amador dijo, tendiendo la mano.
– Andreu -respondió el catalán, lacónicamente.
Cumplidas las presentaciones, el cabo y el soldado se quedaron callados. A Andreu no le disgustó la franqueza de aquel sujeto, pero no era hombre que se entregara con entusiasmo a hacer amistades. Las vicisitudes de su vida le habían aficionado a la reserva, cuando no al recelo. Amador percibió su actitud y aceptó que le tocaba a él acercarse.
– ¿Tan mal os ha ido, que necesitáis refuerzos? -preguntó.
Andreu se encogió de hombros.
– Muy mal no. Un día vinieron a quemar el pueblo y hubo un poco de alboroto. Eso fue lo más espectacular. Las demás veces han sido sólo unos pocos pacazos. Andan por ahí, chingando de vez en cuando para que no nos olvidemos de que nos vigilan. Pero no pasa de ahí. Personalmente, me las he visto bastante peor en otro lado.
– ¿Dónde?
– En Sidi Dris. Allí venían a cientos. Parecía que los escupían las montañas. Anduvimos todo el día pegando tiros. Cómo sería la cosa que nos mandaron barcos y aviones, un número de pelotas.
Amador estaba ansioso de detalles. Aquel hombre se las había visto ya con la harka, el misterioso monstruo invisible del que en Afrau no tenían más conocimiento que los pocos moros que se encontraban en las descubiertas y el muerto que habían hecho la víspera, a cambio de un muerto propio.
– Entonces, no crees que ahora estén muy fuertes -trató de sonsacarle.
– Eso nunca se sabe, cabo -opinó Andreu-. Sólo mandan a cinco o seis a husmear, pero quién dice lo que hay detrás de esas montañas. Nadie se mete por ahí, o si se mete, poco saca en claro. Ayer y anteayer hubo ruido fuerte de tiros hacia aquella parte. Seguro que enviaron columnas en misión de castigo. Pero yo tengo mis dudas sobre si los castigamos a ellos o a los pobres pringados que mandamos en esas columnas. Los jefes están tranquilos, dicen que no hay más que unos pocos que revuelven, que echaron el resto en Sidi Dris y se llevaron tal paliza que se les han quitado las ganas de intentar nada serio. Pero si hablas con los del convoy del campamento general te dicen que en Igueriben llevan recibiendo sin parar desde hace dos semanas. ¿Y quién tiene razón? Al final es mejor no pensar tanto. Por lo pronto, el capitán está de permiso, descuidado de todo. Así que yo me limito a hacer los servicios y a tratar de dormir. Si la cosa se tuerce, por lo menos que me pille descansado.
Amador devoraba cada palabra del soldado, y como él otros cinco o seis de los recién venidos de Afrau, que habían hecho corro a su alrededor. Andreu se percataba de la ansiedad de los que le escuchaban y afectaba especial indiferencia. Últimamente se había forzado a la disciplina mental de mantener a raya la obsesión del enemigo y la aprensión hacia sus menores movimientos. Amador, sin darle tregua, siguió interrogándole:
– Oye, ¿y cómo andáis de servicios aquí?
Andreu soltó una risa fatigada.
– Pues ya ves, pésimamente. Con la murga de los pacos hay que tener siempre un puñado de centinelas listos para responder. Pueden arrearnos por la tarde, por la mañana temprano y hasta por la noche, aunque eso lo usan menos porque los moros son vagos y porque se ve peor. Está el servicio de cuartel, que también hay que hacerlo, y luego lo peor de todo, la avanzadilla. Cada tanto, tres días de blocao. Tiene sus partidarios, porque no pegas golpe en los tres días, pero a mí me agobian un poco los sitios cerrados. Lo único bueno de Talilit es que no hay que hacer aguada. Nos la traen a domicilio, como si fuéramos marqueses. Claro que todo depende de que el convoy pueda pasar, o sea, de que la cosa no se joda de veras. Como falle, nos veo chupando la parte de abajo de las piedras, que es algo que me contó un veterano que tuvieron que hacer no sé dónde que se quedaron sitiados.
Los hombres de Afrau, recién puesto el pie en su nuevo destino, experimentaron un acerbo desasosiego. Pensó Amador que resultaba casi inevitable sentir algo así al contemplar un lugar donde uno no había dormido nunca y en el que se veía condenado a pasar un tiempo indeterminado; incluso aunque fuera un lugar lleno de comodidades. Cuánto más rotundo no sería aquel desasosiego en Talilit, donde tenían que hacinarse como perros y sólo se les ofrecía la promesa de los espantos que Andreu les sugería.
– Pero tampoco es para que hagáis ya testamento -se burló Andreu-. A lo mejor podéis esperar a mañana. En la tercera sección hay uno que los escribe con letra redondilla. Luego lo despachas a casa en un sobre cerrado y si la diñas lo abren tus deudos. La osamenta se la dejas a tus padres y los piojos a la novia, por ejemplo. Total, a ella te la encontraste en la calle.
Amador se avino a dibujar una sonrisa. Qué otra clase de humor podía hacerse allí, después de todo. Pero vio que los más novatos encajaban con bastante angustia el chiste y les recriminó:
– Vamos, no seáis lilas. ¿No veis que este cabrón os está chuleando?
Andreu asintió, riendo.
– Es verdad. Hacedle caso al cabo. Tampoco se pasa tan mal.
En cualquier caso, aquella primera noche ninguno de los que habían llegado de Afrau pudo conciliar el sueño. En parte era por el calor, que lo volvía todo acuciante y pegajoso, y en parte por los cien mil ruidos de la noche de Talilit, a los que ninguno estaba habituado. Amador se dijo que antes de nada debía aprender a familiarizarse con aquellos ruidos. Para poder escucharlos como los ruidos del que ahora era su hogar y para ser capaz de distinguir cualquier sonido extraño, si alguna noche lo había.
Al día siguiente, que amaneció luminoso y rápido, como siempre sucedía en África, los de Talilit se encontraron con una novedad. En varias de las alturas cercanas había moros apostados. No eran muchos, pero no se esforzaban demasiado en ocultarse. Tampoco mostraban una actitud hostil. Simplemente allí estaban, mirando. Hacía algún tiempo que los moros no se dejaban ver. Cuando aparecían, el primer anuncio de su presencia era el balazo de un paco, al que luego había que esforzarse en encontrar y batir para que abandonara el entretenimiento. Aquella mañana, en cambio, no sonó ningún disparo. Los moros contemplaban el despertar de Talilit como si contemplaran el paisaje. Al capitán le asaltó inmediatamente una duda incómoda, que debatió más bien desganadamente con el teniente artillero: