LA PERPLEJIDAD DEL DESASTRE
Cuando subió a bordo, el alférez Veiga se encontró con el comandante, que esperaba en cubierta. Se cuadró ante él y le dio novedades, como segundo jefe de la flotilla de botes que había partido del Laya:
– A sus órdenes, mi comandante. Tres heridos leves entre la marinería. Traemos a unos cuarenta infantes a bordo de nuestros botes.
El comandante respondió a su saludo. Le impresionaba el coraje de aquel oficial novato que se había presentado voluntario para las dos evacuaciones. En ambos casos le había enviado de segundo de un oficial más experimentado, pero en la primera intentona, tras caer el otro alférez, había tenido que traer él solo de regreso a los hombres, algunos muertos y muchos heridos. Sin arredrarse por eso, había vuelto a ofrecerse para la segunda. El comandante había dudado si aceptar su ofrecimiento o elegir a alguno de los que manifestaba más tibiamente hallarse disponible. Al final había decidido que se necesitaba a un hombre de voluntad, aunque fuera inexperto.
El otro oficial, que esta vez había salido indemne, se presentó también al comandante y repitió las novedades. El comandante volvió a escucharlas, tieso e inmóvil como un poste.
– Enhorabuena a los dos -dijo, emocionado-.Y mi admiración. Estoy seguro de que la Armada sabrá recompensar vuestro valor. Habéis hecho que el nombre de este barco entre honrosamente en la historia.
A Veiga la declaración del comandante le trajo inevitables evocaciones. Ahora resultaba que era un héroe, uno de esos nombres que se inscribían en los anales de la Armada. Y como fatalmente correspondía, la razón de su inscripción no era un triunfo, sino una gloriosa derrota. Trató de sentirse orgulloso de su acción, pero sólo acertó a sentir algo mucho más elemental: por encima de todas las cosas, estaba contento de haber vuelto de aquella playa sin ningún balazo en el cuerpo. Miraba al comandante y de pronto le parecía que había una especie de obscenidad en su satisfacción. Los de Afrau se habían salvado, más por sus méritos que por los de ningún otro, pero a los de Sidi Dris los habían dejado a merced de la harka. Habían contemplado impotentes cómo los moros asaltaban la posición y acababan con ellos. Para Veiga, después de eso, nadie tenía derecho a glorias ni recompensas, ni a entrar en la historia con honra. Por respeto a los muertos, sólo podían sentir vergüenza y compasión. Aquella tarde, sobre la cubierta del Laya, al alférez se le rompieron todas sus ilusiones juveniles y algunas convicciones. Tres centenares de infelices morían como perros y todo lo que sucedía era que los vivos los olvidaban al instante y se ponían a calcular sobre los ruines asuntos de su propia vanidad. Pero Veiga era un individuo sensible y decente, y eso le condenaba a una visión de la vida tan minuciosa como inflexible. No podía contagiarse de aquella impertinente celebración.
Recibió como sonámbulo las felicitaciones de los demás oficiales, una vez que el comandante se hubo retirado. El segundo oficial le palmeó la espalda y dijo, con su vozarrón como un trueno:
– Bravo, chaval. Ya creía que al viejo se le escapaba una lágrima.
– Con lo seco que es, el tío -apuntó el maquinista, risueño.
A los infantes que habían rescatado de Afrau se les veía cohibidos y desorientados. Miraban extrañados los aparejos del buque, los palos proel y popel y las escuetas velas de respeto, enrolladas sobre las jarcias.
– ¿Todavía se navega a vela? -preguntó un soldado.
– Será por si se estropea la caldera -supuso otro.
– Es un barco de dos ejes -les informó un contramaestre.
– ¿Cómo?
– Que tiene dos calderas. Si se estropea una queda otra. Se navega mal, pero si no hay más remedio se puede tirar así. Las velas no se usan nunca.
La mayor ansiedad entre los fugitivos era poder beber agua. Los marineros que la repartían tuvieron que hacer esfuerzos sobrehumanos para no sucumbir bajo la avalancha de sedientos. En vano los oficiales y los sargentos advertían que nadie bebiera deprisa o en cantidad excesiva. Todos bebían codiciosamente, aunque el agua dejara mucho que desear. Como consecuencia, en seguida empezaron los dolores de estómago. El médico del barco tuvo que atender a varios, alguno en un estado alarmante.
– Si te tomas un trago más, tenemos que enterrarte, muchacho -advirtió a uno de los imprudentes-. No serías el primero al que le pasa.
Una vez que hubieron satisfecho sus necesidades más apremiantes, los supervivientes de Afrau quisieron saber de la tripulación del Laya las últimas noticias que había sobre la marcha de las operaciones. A Molina le puso al corriente Duarte, con quien había establecido una rápida confianza.
– No se sabe de fijo hasta dónde nos han empujado -comenzó a explicar Duarte-, pero parece que a las mismas puertas de Melilla han llegado a verse moros. Dicen que Monte Arruit, Zeluán y Nador todavía resisten, pero vete a saber cómo y durante cuánto tiempo. El Alto Comisario ha tenido que volver del oeste echando mixtos, y se apaña como puede para organizar el asunto. Dicen que han mandado también tropas desde allí, incluidos los delincuentes de ese cuerpo nuevo, el Tercio, o la Legión, o como coño se llame.
Molina conocía algo a los legionarios. Había coincidido con ellos en la zona occidental, poco antes de su traslado. Un amigo suyo, otro sargento, se había ido voluntario con ellos, y no era precisamente un delincuente. Pero por lo que él le contaba, y por lo que el propio Molina había visto, el juicio de Duarte no iba del todo descaminado. En cualquier caso, que enviaran a los legionarios tenía un significado bien preciso. Eran las nuevas tropas de choque, los remendadores de situaciones desesperadas.
– ¿Y en nuestro sector? -preguntó Molina.
– En vuestro sector vosotros sois los únicos que podéis contarlo. El campamento general y todas las posiciones que lo rodeaban han caído como fichas de dominó. Dicen que al Comandante General lo cazaron los moros y lo desollaron vivo. O que se pegó un tiro antes de que lo cogieran.
– Eso quiere decir que Talilit cayó también -dedujo Molina, acordándose de Amador y ratificando sus temores.
– De las primeras -confirmó Duarte-. La gente que pudo se replegó a Sidi Dris, lo que no diría yo que fue una suerte.
– ¿Qué pasó en Sidi Dris?
– Una tragedia, compañero. Había tantos moros alrededor que no los habríamos podido sacar ni con veinte acorazados bombardeando. El caso es que lo intentamos, y que los pobres lo intentaron también por su parte. Pero pocos pudieron llegar a la playa, y a nosotros mismos nos frieron vivos en cuanto pusimos pie allí. No lo creerás, pero los muy cabronazos nos disparaban hasta con cañones. Al principio apuntaban mal, pero luego fueron acercándose que era una sensación. Nos dejamos quince marineros y dos botes, y a uno de los pocos oficiales que merecían la pena de este barco, si me guardas el secreto. Un tío valiente, para su mal. Este Veiga, el que venía en el bote, también tiene su mérito, hay que reconocérselo, pero está un poco verde en comparación. El caso es que sólo conseguimos salvar a una docena de hombres, si es que aquello eran hombres. La mayoría venían heridos, descompuestos, medio desquiciados. Cuentan que pasaron los últimos días sin agua, bebiéndose los meados y pegados como lapas al parapeto. Les tiraban a modo día y noche, de eso doy fe yo que lo veía desde el barco.
– ¿Y qué pasó después?
– Qué había de pasar. Seguimos bombardeando, sin gran esperanza, pero los moros los bombardeaban a ellos y terminaron por saltar el parapeto. Entonces el comandante ordenó parar el fuego. Hubo quien sugirió que debíamos bombardear la posición, para matarlos piadosamente y no como los iban a despenar los de la harka. El caso es que al final no lo hicimos. Levamos anclas y vinimos a toda leche para tratar de sacaros a vosotros.
Molina se quedó callado y meditabundo. En Sidi Dris habían corrido la suerte que habrían podido correr ellos mismos, de haber tardado un día más el barco, o de haberles atacado más moros, o de haber fallado la evacuación por cualquier motivo. En realidad, pensó, era la desgracia de Sidi Dris la que había hecho posible la fortuna de Afrau. Si la harka no hubiera tenido que concentrar tantos efectivos en Sidi Dris, habría podido ir por ellos y los habría aniquilado fácilmente. El sacrificio de aquellos muertos, y entre ellos quizá el de su amigo Amador, le había salvado la vida. Molina sintió que era injusto, porque él había elegido estar allí y Amador no.
– ¿Y ahora? -murmuró, medio ausente.
– Ahora vamos a Melilla -repuso Duarte Ya no nos queda ninguna posición que proteger en este litoral. En realidad, y hasta que no se reconquiste algo, si se reconquista, yo diría que este barco no sirve para nada.
De pronto, Molina tuvo una idea que le asombró no haber tenido antes. Había dado por sentado que Amador estaba muerto, pero habían conseguido sacar a doce hombres de Sidi Dris, y su amigo podía estar entre ellos.
– ¿Lleváis a bordo a alguno de los de Sidi Dris? -consultó a Duarte.
– A cinco. Tres hechos cisco, un capitán herido y un soldado ileso. Es un tío simpático, por lo que he podido charlar con él.
– ¿Puedo verlos?
– Supongo que sí. Vente conmigo.
Molina bajó con Duarte al sollado, donde habían alojado a los pocos hombres rescatados de Sidi Dris. El capitán no estaba allí. Vio a los otros tres heridos, a quienes no conocía. Después le presentaron a Enrile.
– A sus órdenes, mi sargento -le saludó el soldado, con una ancha sonrisa.
– Descansa, hombre -le pidió Molina.
– Me han contado que les han sacado a casi todos. Me alegro -dijo Enrile.
– Quería preguntarte por alguien -fue al grano Molina-. Un cabo de la sexta compañía. Estaba en Talilit al principio, pero a lo mejor llegó a Sidi Dris.
– ¿Y cómo se llama ese cabo?
– Amador.
Enrile bajó los ojos.
– ¿Le conoces?
– Que si le conozco. Bajé con él a la playa, mi sargento -contó Enrile, cautelosamente-. Llegamos juntos hasta abajo, él delante y yo detrás. Íbamos haciendo el flanqueo como Dios manda, aunque aquello era un desbarajuste. Si no es por él, no lo cuento.
– ¿Y?
– Se fue atrás a ayudar a un herido. Una locura, si me permite opinar, mi sargento. Cuando quiso darse cuenta ya habíamos subido a los botes y no pudo cogernos. Luego nos pegaron dos cañonazos y ya no le vi más.