– ¿Le viste caer?
– No le vi, ni caer ni de ninguna otra manera. Uno de los cañonazos me dio al lado y me quedé medio atontado hasta que me subieron al barco.
Para qué iba a seguir interrogándole. Molina le dio las gracias, se levantó e hizo el movimiento para salir de allí. Pero a medio camino recordó algo y se volvió a comprobar aún con Enrile:
– Otra cosa. Había un sargento moro, Haddú. ¿Sabes qué fue de él?
– Se quedó en la posición, con el resto de los policías. Eso es todo lo que puedo decirle -se excusó Enrile, encogiéndose de hombros.
Molina caminó abatido por los corredores del barco, y en el mismo estado subió a cubierta para reunirse con sus hombres. Según parecía, todos sus amigos habían muerto. Molina se preguntó si un hombre podía salvarse de veras, cuando perdía a todos los que le importaban. Caía la noche sobre el mar y sobre la tierra arisca y ensangrentada que iban costeando. El barco navegaba a toda máquina hacia Melilla, como los otros dos buques de la escuadra, que avanzaban a su costado, encajando sin inmutarse las olas. Al sargento le parecieron hermosas las siluetas de los barcos, vistas bajo aquella luz que menguaba velozmente, y le pareció también hermoso el mar del anochecer, quieto y lleno de reflejos metálicos. Hasta la tierra, hacia la que no quería volverse, ofrecía su más bella estampa, con los perfiles quebrados de los montes. Sus hombres, fascinados como él por el espectáculo, hablaban en voz queda. Por primera vez desde hacía muchas noches, la oscuridad que se cernía sobre ellos no estaba cargada de amenazas.
Llegaron a Melilla de madrugada. Las luces del puerto y el trasiego del muelle devolvieron a los hombres que habían conseguido escapar de Afrau la sensación de normalidad que habían perdido durante su prolongado encierro en el recinto de sacos terreros. Pero aquel ajetreo tenía poco de ordinario. Cuando el Laya terminó la maniobra de atraque, los que iban a bordo pudieron percibir el ambiente de miedo e incertidumbre que se respiraba en la plaza. Pese a lo avanzado de la hora, había muchos civiles sobre el muelle. Al principio creyeron que el Laya traía tropas de refresco, y empezaron a agitar pañuelos blancos. Habían hecho lo mismo la víspera, cuando habían llegado los fieros guerreros del Tercio, e incluso otras mesnadas de infantes menos aguerridos. Pero en cuanto aquellos soldados empezaron a bajar, cansados y débiles, con su inconfundible olor a derrota, se enfrió el entusiasmo. Pasado el primer desconcierto, una mujer preguntó:
– ¿De dónde vienen estos pobres?
Los soldados, aun cuando no estaban en formación, se mantenían silenciosos. Fue uno de los marineros que había bajado con ellos quien dijo:
– Los traemos de Afrau.
– ¿Y dónde está eso?
– A tomar por culo, señora, en las montañas -explicó un enterado.
– Criaturas -gimió al instante la mujer, compungida-. ¿Qué os han hecho los moros, hijos?
Durante los días que siguieron, Molina y el resto de los supervivientes, en los acuartelamientos donde alojaron a unos o en los hospitales adonde llevaron a otros, tuvieron ocasión de conocer de labios de otros fugitivos la razón por la que la mujer les había hecho aquella pregunta. Las historias circulaban por toda Melilla, y aumentaban cada día con cada uno de los que llegaban desde el frente, medio desnudos, delirantes, corriendo desarmados o en casos de suprema heroicidad aferrados al cerrojo de su fusil para hurtarlo al enemigo. Aquellos fantasmas vivientes hablaban de compañías enteras asesinadas, de soldados y oficiales quemados vivos, ahorcados con alambre de púas, ensartados con estacas, destripados, decapitados, mutilados de todas las formas imaginables. Contaban aterrados que las moras se arrojaban sobre los heridos, les sacaban los pantalones sin pestañear y los sometían con sus gumías oxidadas a las más horribles vejaciones. Algunas, decían, se acuclillaban sobre los moribundos y les cagaban o les meaban encima.
Hablaban también de la estampida que se había desencadenado tras el hundimiento del frente. Referían carreras interminables, moros que los cazaban desde las colinas e insubordinaciones masivas. Acemileros que habían tirado la carga de las mulas, se habían subido sobre ellas y les habían clavado los talones para salir como fuera del infierno. Oficiales abatidos a disparos por alguno de sus hombres para robarles los caballos. Oficiales abatidos a disparos, y hasta a golpes, por los soldados cuya desbandada trataban en vano de contener. Oficiales abatidos por el disparo de sus propias pistolas, cuando ya los moros caían sobre ellos. Oficiales, en fin, que se arrancaban los galones o se ponían la guerrera de un soldado muerto para disimular su grado.
Sobre lo que no había más que rumores era sobre la suerte que hubiera podido correr el Comandante General. Los fugitivos alternaban las dos versiones: unos decían que se había pegado un tiro antes de que le cogieran; y otros, que los moros le habían liquidado a cuchilladas. Alguno aseguraba que había visto o que alguien que lo había visto le había asegurado que el cadáver del general había sido descuartizado por la harka, y otros añadían que se habían llevado un trozo al territorio de cada tribu, para que todas supieran del descalabro de los europeos. Molina pudo hablar con un sargento que había llegado desde el campamento general, después de cien kilómetros de caminata, escondiéndose de día entre los matorrales o en la panza de los mulos destripados y corriendo de noche hasta perder el resuello. Aquel sargento que había logrado esquivar la muerte le contó que había visto al Comandante General, cuando ya había dado la orden de retirada y los cañonazos y los disparos de la harka machacaban el campamento. El Comandante General estaba solo, con la mirada perdida, y mientras asistía a la desordenada huida de las tropas, repetía, como un demente:
– Corred, corred, soldaditos, que viene el coco.
Al oír aquella historia, de labios de un hombre que no le pareció proclive a la fantasía, Molina creyó en su veracidad. Y le pareció que aquella imagen del Comandante General en la perplejidad del desastre representaba a la perfección lo que les había sucedido. Habían creído que doblegaban aquella tierra de gente atrasada y miserable, y que de ella nunca saldría la fuerza que pudiera deshacer su fuerza. Pero había salido, y les había pasado por encima con toda la violencia que nadie había podido prever. El coco, que había venido a buscarlos desde lo más profundo de sus pesadillas.
En todo caso, la historia no había de parar ahí. La historia, se dijo Molina, nunca para, siempre sigue adonde pueda provocar nuevas tribulaciones. Por la noche, cuando salía a tomar algo por las tabernas de la ciudad, Molina encontraba en ellas a los que habían venido a vengar la afrenta, a los legionarios que relataban con chulería sus hazañas en las operaciones de reconquista que ya se habían iniciado frente a Melilla. Una noche coincidió con un cabo alto como una torre, que contaba, bastante borracho, uno de los episodios en que había participado, quizá la víspera, quizá aquel mismo día.
– Teníamos emplazadas las ametralladoras -explicaba-, así que cuando los vimos con toda aquella fanfarria, los dejamos venir. Cuando los muy lilas estuvieron encima, los asamos vivos. Sin dejarles tiempo para resollar, cargamos sobre ellos a la bayoneta. Y bueno -aquí se detuvo un poco, para asegurarse de que tenía la atención del auditorio-, hicimos con ellos lo mismo que ellos hicieron con nuestros hermanos. Sólo os digo que formé a mi escuadra para que nos echaran una foto. Una foto cojonuda. Cada uno de mis legionarios tenía un trozo de moro clavado en su bayoneta.
Molina comprendía, claro, por qué desde que había llegado el Tercio ninguno de los musulmanes que vivían en la ciudad se atrevía a asomar la nariz. Terminó su vaso de vino y salió a la calle. Fue dando un paseo hasta el puerto, y desde allí contempló la vieja ciudadela, donde los europeos habían resistido sobre el lomo de África desde hacía más de cuatro siglos. Ofreciéndoles la civilización a los moros, como pregonaba rimbombante la propaganda oficial. La civilización que ahora traían las bayonetas de los legionarios. Molina sintió que en su cabeza se acumulaban demasiadas cosas que no encajaban, pero también se dio cuenta de que de nada servía revolverlas. En cuestión de días le iban a destinar a un regimiento nuevo y tendría que volver al fregado. Eso era, a fin de cuentas, lo único que debía preocuparle.
La tripulación del Laya también permaneció durante aquellos días en Melilla, empapándose de todos los chismes y todas las historias que corrían por la plaza. Los marineros, sobre todo los que le habían visto las orejas al lobo, se entregaban con denuedo a las correrías nocturnas por tabernas y burdeles. Duarte unas veces les acompañaba y otras prefería quedarse durmiendo en su camarote, porque afirmaba que ya tenía el cuerpo demasiado trabajado para según qué trotes. Veiga se alargaba algunas noches hasta el casino militar, donde coincidía con los oficiales francos de servicio. Unos pocos estaban convalecientes, pero casi todos los demás se encontraban en expectativa de destino, después de que sus unidades se hubieran disuelto en el torbellino del desastre. Ninguno de éstos contaba nada, porque nada habían tenido ocasión de vivir. Eran los oficiales a los que el ataque había sorprendido de permiso en la Península, y todos proclamaban haciendo grandes esfuerzos de persuasión que había sido imposible predecir lo que se avecinaba. Veiga sólo acertó a simpatizar con alguien mucho menos locuaz, un teniente aviador que se echaba al cuerpo enormes vasos de ginebra. Durante los primeros combates la harka había cortado el camino al aeródromo y el teniente se había quedado aislado en Melilla, sin poder llegar hasta los aviones.
– Lo peor no es no haber podido volar y no haber servido para nada -decía, atormentado-. Lo peor es que toda mi gente habrá muerto defendiendo los aviones, mientras yo estaba aquí, sin un rasguño.
Un par de días después, el Laya recibió la orden de zarpar hacia aguas de Sidi Dris con una misteriosa misión. Al principio no se les dijo nada, ni siquiera a los oficiales. Todos se preguntaban qué iban a hacer a aquella costa ahora dominada por los moros, y muchos sumaban a esa extrañeza la contrariedad por volver a estar tan pronto de servicio. Cuando ya navegaban en alta mar, a la altura del cabo, el comandante reunió a los oficiales y les confió, con cierto embarazo, lo que iban a hacer. Al parecer, se había recibido en la plaza una carta del Jatabi, el caudillo de la harka. En ella informaba al Alto Comisario que el cuerpo de su amigo el coronel Morán, caído durante la retirada, estaba a disposición de los europeos. El Jatabi recordaba la amistad y la consideración con que siempre le había tratado aquel coronel, que había sido, como quizá el Alto Comisario conocía, su alumno de árabe y dialecto y su superior en la Oficina de Asuntos Indígenas. Como el Alto Comisario comprendería, añadía la carta, no podía dejar que el cuerpo de su amigo el coronel quedara allí, lejos de los suyos. Por eso se ofrecía a entregarlo a los europeos, para que su familia lo enterrase con los debidos honores y de conformidad con su religión. Rogaba el Jatabi que se aceptara su oferta, y que en ese caso se enviara un buque a recoger los restos a la playa de Sidi Dris. Los hombres que a tal efecto desembarcaran no tenían nada que temer, ya que se les permitiría volver sanos y salvos a bordo.