Seis años después, Veiga volvía a separarse de su barco y partía hacia la costa Africana con el encargo de recoger a un personaje importante. Sin embargo, esta vez había varias diferencias. La primera, que aquella mañana no partía del costado de un buque de tercera categoría, como lo era el Laya, sino del soberbio acorazado a cuya dotación ahora pertenecía; un acorazado que llevaba nada menos que el nombre de Su Majestad. La segunda diferencia consistía en que ahora no iba al mando de un mísero bote de remos, como entonces, sino de una airosa lancha gasolinera, con pasamanos dorados y bandera a popa. Y la tercera diferencia, en cierto modo espectacular, era que el personaje a quien iba a recoger en aquella ocasión no era un subalterno como el difunto Comandante General, sino el Rey mismo. Pero no era ésta, con ser apabullante, la diferencia que a Veiga le importaba más. Aquella mañana, pensó ante todo, no ponía proa a la angosta playa de Sidi Dris, sino al centro mismo de la bahía. Aquella bahía casi legendaria que el Comandante General nunca había podido alcanzar, y que ahora estaba, al fin, en manos de los europeos. Mientras navegaba hacia la playa, a Veiga le asaltaron los recuerdos, los de los lejanos días del desastre y los de la reciente victoria.
Habían tenido que pasar largos años de penalidades y humillaciones, antes de que los europeos lograran doblegar la resistencia de los rebeldes de las montañas. Muchos miles de hombres habían caído, muchas ofensivas y retiradas se habían sucedido antes de aquel momento de triunfo. Durante meses, todavía en el Laya, Veiga había navegado con una constante sensación de inutilidad arriba y abajo del litoral infausto. Muchas veces había pasado el barco frente a aquella misma bahía, a prudente distancia para no correr la suerte del infortunado Juan de Juanes, y siempre había contemplado Veiga sus playas y farallones como un objetivo inaccesible y, a la vez, como la maldición que pesaba sin remedio sobre él y sobre sus compañeros.
El fin había empezado a prepararse el año anterior. Se había formado contra los moros una alianza europea, que había movilizado un ejército numeroso y moderno y una potentísima escuadra. El gobierno había decidido poner toda la carne en el asador, reunir cuantos medios fueran precisos y lanzarle por fin y costara lo que costase un zarpazo de muerte a la fiera. Coincidiendo con estos preparativos, Veiga había sido trasladado al acorazado, y con él había tomado parte en las operaciones, o mejor dicho en la operación: el desembarco definitivo sobre la bahía. Todavía tenía fresca en la memoria la imagen del formidable espectáculo. Decenas de buques de guerra y miles de hombres contra el centro vital de los moros de las montañas. Habían empezado con una intensa preparación artillera, en nada comparable a la cobertura que les habían prestado a los pobres de Sidi Dris y de Afrau cuando el desastre. No disparaban con irrisorios cañoncitos del siete con sesenta y dos como los del Laya, sino con las bestias del treinta y medio que montaba el acorazado, y que hacían temblar el mundo cada vez que tronaban. Tras recibir aquella sarta de cebollazos, el enemigo había debido quedar bastante maltrecho. Aun así la harka había conseguido alcanzar con uno de sus cañones al acorazado, sin grandes consecuencias. El proyectil había dado contra el carapacho blindado del montaje de proa, al que apenas había causado desperfectos.
Después del bombardeo naval, habían partido las lanchas con la fuerza de desembarco. En las primeras oleadas, los de siempre, los legionarios y los regulares. Todavía quedaban harqueños suficientes en pie para complicarles la llegada, pero aquella partida de dementes había tomado al asalto las colinas y había conseguido consolidar la cabeza de playa para permitir el desembarco del resto de las tropas. Durante los días siguientes habían ido limpiando la bahía, metro a metro. Desde los buques tenían que irles preparando el avance, machacando los acantilados donde los moros resistían en cada cueva. Habían muerto muchos de los dos bandos, quizá más atacantes, casi todos los defensores. Al final los europeos habían izado la bandera sobre el pueblo natal del Jatabi y habían incendiado la casa del caudillo. Desde ese momento, la harka, privada de su base de retaguardia, había empezado a retroceder en todos los frentes. En pocos meses, todo se había desmoronado bajo el avance imparable de las victoriosas tropas europeas. Había llegado la paz y los cañones del acorazado de Veiga habían quedado mudos.
Desde entonces se habían sucedido las celebraciones. Muchos de los medios que se habían manifestado reacios a la guerra resultaron serlo más bien a las derrotas, por el frenesí y la vana grandilocuencia con que festejaban la victoria. Casi parecían lamentar el exterminio de los rebeldes, que impedía que se escribieran más páginas gloriosas con que llenar sus portadas. Los que siempre habían apoyado la aventura aparecían ahora cargados de razón, mostrando como un trofeo el botín conseguido. Veiga, por su parte, miraba el botín, y aunque se congratulaba de no tener que volver a ver a los pobres infantes corriendo bajo el fuego o muriéndose de sed y de pavor en sus fuertes, no alcanzaba a ver qué era lo que justificaba tanta presunción. Aquella tierra, tras seis años de batallar frente a ella, le parecía hermosa, de una hermosura terrible y cruel. Pero tanto como le conmovía su belleza, le desolaban su pobreza y esterilidad. La misma bahía, con la que tanto habían soñado, era un lugar árido, donde a la gente se la veía famélica después de un par de años de malas cosechas. Veiga, que se había hecho marino por herencia familiar y romanticismo guerrero, no veía qué tenía de romántico haberse emperrado durante tantos años en domeñar a aquellas míseras gentes y, sobre todo, no veía qué había de útil en haberlo conseguido.
Ahora pondrían sus campamentos, obligarían a los soldados a patrullar por los barrancos y tendrían que estar siempre pendientes de que la llama no rebrotase en forma de alguna emboscada. Habían probado su poderío, habían gastado la sangre y el dinero a espuertas y todo lo que tenían era una franja montañosa de la que nada podía sacarse. Sólo algunos habían aprovechado para llevarse ascensos y medallas. Y aunque Veiga pertenecía a esa nómina de agraciados, le asqueaba el negocio. No era para eso, para intervenir en aquel tráfico sórdido y malvado, para lo que se había incorporado a la Armada. A los veintiséis años, Veiga se había convertido en un escéptico desorientado y algo imprevisto. Ahora iba a buscar al Rey, cuya corona remataba sus insignias, cuyo nombre llevaba su buque y cuyas armas campaban en la bandera que defendía. Veiga pensó en lo que habría sentido ocho años atrás, cuando era aquel cadete que se conmovía con los relatos de las viejas historias de batallas en la biblioteca de la escuela naval. Ahora que era un oficial curtido y condecorado, le importaba un pimiento.
Se aproximaban ya al muelle que habían improvisado sobre la playa. Allí estaban los soldados formados, los jefes, los generales. No parecía haber llegado el Rey todavía. Veiga ordenó sin apresurarse la maniobra de atraque, y cuando se hubo completado saltó a tierra. Se estiró el uniforme y saludó a un coronel que vino a recibir sus novedades. Después se quedó allí de pie, esperando al Rey y tratando de averiguar qué aguardaba ahora de la vida. En realidad, se dijo, sólo una cosa: que puesto que ya no había guerra, su barco recibiera la orden de recorrer los océanos, para distraer el tiempo y hacer trabajar las máquinas, y se le otorgara así conocer las aguas lejanas con las que había soñado en su ya remota niñez. El Caribe, el mar del Norte, los mares del Sur.
En la bahía, el Rey concluía su periplo triunfal por el territorio pacificado. Habían pasado varios meses desde la última batalla, una escaramuza con los seguidores de un morabito chiflado que seguía alentando la rebelión, y ya no podía haber riesgo alguno para su seguridad. El Rey había recorrido primero la zona occidental, recibiendo los honores de las tropas y las aclamaciones de los moros sometidos. Entre ellos, le explicaron, se contaban muchos de los oficiales y lugartenientes del Jatabi, que habían aceptado alistarse en las tropas indígenas y servían eficazmente a la sumisión de sus hermanos. Después el Rey había venido aquí, a la zona oriental, y había mostrado especial interés por recorrer los lugares donde había ocurrido el desastre, seis años atrás. Había pedido que le llevaran a las ruinas calcinadas del campamento donde había perdido la vida su antiguo ayudante, el Comandante General. Por allí había paseado, en silencio, y se había quedado, decían, contemplando durante un rato el valle entre las abruptas montañas. Después se había dirigido a la bahía, donde había girado su última visita. El objeto no podía ser más alentador: la flamante ciudad europea que se había levantado sobre los acantilados que antaño defendieran los guerreros de la harka. Era una ciudad pulcra, de casas blancas, que prosperaba a gran velocidad, le dijeron, con el impulso de los comerciantes europeos y la entusiasta cooperación de la población mora que en ella se había instalado.
Terminada la visita, la comitiva real se encaminaba ya hacia el muelle. Entre las tropas formadas, sujetando con paciencia su fusil, se contaba un sargento que por entonces cumplía su undécima temporada en África. A los treinta y tres años, Molina andaba ya cansado de tanta correría por aquellos despeñaderos, y no podía decir que las tres horas que llevaba tieso como un poste, aguardando al gran hombre, le colmaran de satisfacción. Pero allí estaba, cumpliendo las órdenes y haciéndolas cumplir, que era el modo en que hacía ya demasiado tiempo que se había acostumbrado a ver pasar la vida. Como ocurría con el resto de sus hombres, aquella mañana su actitud se resumía en la letra satírica que la tropa había puesto en tiempo inmemorial a la Marcha de Infantes, melodía con la que siempre se recibía a los generales:
Ya viene el pájaro,
Ya viene el pájaro.
Ya viene el pájaro,
cuándo se irá.
Aquella mañana, además, Molina tenía imperiosas razones para desear que pasara la función. Aquélla era, probablemente, la última vez que formaba con su regimiento. La semana anterior le había sido concedido el traslado a su nueva unidad, en Málaga. Después de extinguirse la última resistencia de los moros, Molina había comprendido que ya no pintaba nada allí. Y lo que era peor: había comprendido que empezaba a hacerse viejo. Si no se quitaba del medio, se temió, se iba a acabar convirtiendo en uno de aquellos suboficiales gordos que haraganeaban en las posiciones, conspirando para hacerse cargo de la cocina y los suministros; quizá no tanto para poder sacarse un sobresueldo como para librarse de las bregas y las marchas para las que ya les pesaba demasiado la barriga. Por otra parte, la trinitaria todavía le seguía escribiendo, pero si alargaba un poco más la espera, ya sobradamente heroica, podía acabar con su paciencia. Al final, cediendo a los ruegos de ella, que eran motivo más que suficiente y a aquellas alturas irrebatible, Molina había transigido en solicitar un destino de guarnición, que a la vista de sus muchos méritos de campaña le había sido de inmediato concedido.