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19 EL NOMBRE DE LOS NUESTROS

Por dos veces celebraron los prisioneros la Navidad en cautiverio, si aquello era celebrar. La primera vez, el jefe del campamento fue a ver a los sargentos y les comunicó que conocía el significado que aquella fecha tenía para los cristianos. A continuación, les prohibió que se hiciera fiesta alguna, bajo las más severas advertencias. Recluidos en las tiendas, los soldados desafiaron la prohibición cantando en voz baja villancicos y canciones de la tierra de la que cada uno venía. Amador los observaba cantar, como si fueran chiquillos, y se maravillaba de que en medio de las privaciones, y contra la amenaza de un balazo sin más trámite a la salida de la tienda, se dejaran arrastrar por aquellas manidas melodías. Era la fuerza de lo que habían mamado con la leche materna, de lo que eran y serían siempre.

La segunda Navidad, cuando ya se cumplían diecisiete meses de cautiverio, fue mucho peor. En el año que transcurrió entre medias se registraron muchas novedades, pocas buenas. Las hostilidades en el frente se recrudecieron, y ellos lo pagaron muy directamente. Los trasladaron innumerables veces, cada vez a campamentos peor organizados y ubicados, y muchos de los que habían logrado sobrevivir a la epidemia de tifus se quedaron en aquellas idas y venidas. También les restringieron los suministros y el correo, debido a las escaramuzas que se registraban con la Armada frente a la costa. Aquellos episodios tuvieron una pésima culminación en el hundimiento del Juan de juanes, un buque de mediano tamaño, por un certero cañonazo de los harqueños. Los moros les dieron puntual y alborozadamente la noticia, que después confirmaron algunos de los marineros que habían caído prisioneros. Otro de los hechos que a todos desmoralizaban era la situación de las mujeres. Los moros se habían negado a repatriarlas anticipadamente, alegando los abusos cometidos con sus propias mujeres en los poblados que los legionarios conquistaban en el frente del este. Pero no se quedaron ahí. Un día las llevaron a venderlas en el zoco, y el jefe, en un ejercicio singularmente tortuoso de sus artes de embaucador, se ofreció a comprarlas a todas para salvarlas, siempre que le dieran los prisioneros el dinero para ello. Así se pactó, y el jefe cumplió su palabra. Pero, puesto que las había comprado, en adelante consideró a las europeas sus esclavas para uso personal, manteniéndolas apartadas del resto de los prisioneros.

Semanas más tarde, los prisioneros averiguarían que el jefe tenía a las mujeres atadas a postes, y que abusaba regularmente de todas aquellas que le apetecían. El ambiente se fue enrareciendo hasta tal punto que al propio sargento Badía, que tanto prestigio había tenido siempre entre los moros, le dieron una somanta de palos por una nimiedad. Después de eso, y a raíz de otra presunta falta, le amenazaron de muerte, y tan convincentes fueron que Badía, que hasta entonces había soportado mansamente su prisión, intentó la fuga en la primera oportunidad que tuvo. Cazado a un kilómetro del campamento, volvieron a golpearle y le llevaron a la bahía, con los oficiales, a los que tenían recluidos en una ínfima edificación, bien custodiados.

Lo único que alegró un poco a Amador fue algo que sucedió hacia mediados de aquel año. Un día, en la saca del correo, llegaron dos sobres para él. Uno era de su padre, que le escribía como siempre unas cuartillas quejumbrosas, aunque hasta esa lectura le confortaba en su situación. El otro traía en el remite una dirección de campaña, el nombre de un regimiento, el número de una compañía y un topónimo Africano, Ben Tieb, un lugar ahora cercano al frente. Se la mandaba un sargento, y el apellido era Molina.

Abrió el sobre a toda prisa, y encontró esta carta:

· Estimado compañero:

No hace mucho supe estabas vivo, aunque prisionero de los moros. No puedes hacerte una idea de la alegría que me dio descubrir tu nombre en la lista, aunque imagino tu situación no es tan buena como quisieras. Espero que esa gente no te maltrate mucho, y que tengas buena salud y ánimo para soportar las dificultades. Dicen que están haciendo todo lo que pueden para sacaros. Hay mucho descontento por el tiempo que ya lleváis de cautiverio, y hasta algunos políticos en las Cortes reclaman a voces se pague al Jatabi lo que pida por vosotros. Supongo que ya no se tardará mucho en dar una solución. Mientras tanto, aquí seguimos como siempre. El regimiento se reconstituyó y ahí andamos, pegando algunos tiros y sobre todo procurando que no nos los peguen a nosotros. La guerra se ha vuelto peor de lo que ya era, y unos días avanzamos y otros no. Pero eso es lo que hay, y temo vaya para rato. González también salió vivo, se reenganchó y ahora es sargento. Está conmigo y me pide te mande sus recuerdos. Y eso hago, junto con los míos y un fuerte abrazo de tu amigo,

J. Molina

A Amador se le empaparon los ojos al leer aquellas líneas. De pronto, todo el sufrimiento de tantos meses se le subió a la garganta y se le hizo un nudo como nunca se le había hecho. Molina estaba vivo, seguía como siempre y se acordaba de él. Desde ese día, Amador se sintió menos solo y menos abandonado, con el aliento de quien era su sargento y camarada. Molina siguió escribiéndole cartas, que reproducían con pocas variaciones el tono y el contenido de la primera. Pero tras leerlas, Amador levantaba la cabeza y se repetía lo que le había prometido al sargento junto al parapeto de Afrau: iba a creer en su suerte, iba a pelearla y como fuera iba a salir de allí.

Eso mismo seguía creyendo Amador cuando llegó otra vez la Navidad, aunque no le pusieran nada fácil mantener la fe. Aquella segunda Navidad la pasaron los del campamento bajo las mismas amenazas, pero con más hambre y menos fuerzas y sintiendo en el alma el recuerdo de todos los que habían quedado por el camino en los doce meses anteriores. Sin embargo, hubo quien lo pasó peor. El sargento Badía, por ejemplo, que padeció la celebración que la harka tuvo la ocurrencia de organizar para los oficiales: estuvo cargado de grilletes, atado a un poste y oyendo cómo sus carceleros canturreaban, deformándola y burlándose de ella, la Marcha Real.

En los primeros días de enero empezó a hablarse insistentemente de la liberación. A los prisioneros sólo les llegaban rumores, aunque luego comprobarían que no distaban demasiado de la realidad. Según esos rumores, el Jatabi había pedido cuatro millones por ellos, pero el gobierno se negaba a pagarlos, porque no podía aceptar la vergüenza de comprar a los rebeldes la vida de los suyos. Algún prisionero se quejaba amargamente:

– Pero sí pueden vivir con la vergüenza de tenernos aquí. Vergüenza por vergüenza, mejor ésta, que va contra nuestras costillas.

Lo que se empezó a difundir en aquellos primeros días del nuevo año era que había aparecido un mediador, un banquero y millonario vasco que se había ofrecido a entregar el dinero para salvarle la cara al gobierno. El millonario, además, estaba dispuesto a permanecer como rehén personal del Jatabi, a quien conocía, para garantizar el buen fin de la operación. Avanzaron las semanas y cada vez parecía más inminente el desenlace. Como indicio esperanzador, los moros empezaron a agrupar a los prisioneros.

Una noche, a finales de enero, el jefe del campamento reunió a los sargentos y los cabos y les anunció que al día siguiente se pagaría el rescate y serían liberados. El jefe les dio la noticia con tristeza, por la renta que se le esfumaba. Pero si el Jatabi recibía el dinero que había pedido y le ordenaba entregar a aquellos prisioneros, no podía hacer nada para oponerse. Amador y los otros se miraron, incrédulos. El suplicio duraba ya dieciocho meses, era imposible que acabara así, de la noche a la mañana. Cuando el jefe se marchó, dieron la noticia a los demás. Tampoco podían asimilarlo, y aquella noche casi nadie concilió el sueño. La gente dudaba entre dejarse arrastrar por la euforia o temer que aquélla pudiera ser una jugarreta más del jefe.

Pero no lo era. Por la mañana los llamaron temprano y les dieron uniformes limpios, aunque usados, para reemplazar sus andrajos.

– Quieren que estemos presentables -comentó un sargento.

– Ahora dirán que nos han tenido en un hotel -apostó un soldado.

Fuera cual fuera el propósito, la señal confirmaba la noticia tanto tiempo esperada, y los hombres se cambiaron obedientemente. Los moros que los condujeron hasta la playa tenían el ánimo dividido. Por una parte debían estar contentos, ya que habían conseguido doblar el espinazo de los europeos al obligarlos a pagar por sacar a su gente, después de tanto proclamar que los liberarían por la fuerza. Por otro lado, aquellos moros perdían su sustento y su cómodo destino, y lo que ahora les aguardaba era alguna sucia trinchera para defenderla de los batallones de choque. Nunca llueve a gusto de todos, se dijo Amador, mientras trataba de estirarse su uniforme nuevo, un poco pequeño, y se preguntaba a quién habría pertenecido antes.

En la playa los supervivientes del campamento de la tropa se reunieron con los oficiales y con las mujeres. En la mirada de éstas se advertía que ya no esperaban salir de allí con vida, y a algunas ni siquiera parecía afectarlas la cercanía de su libertad. En total eran unos trescientos supervivientes, la mitad de los que habían apresado los harqueños dieciocho meses antes. El sargento Badía, muy animado, departía con los oficiales y con los emisarios que venían con el dinero para ajustar cuentas con los jefes moros.

En eso atracó en la playa un lanchón, y los que los vigilaban les dijeron que empezaran a subir a él.

– ¿Ya? -preguntó un soldado, atónito.

No se lo hicieron ordenar dos veces. Subieron al lanchón las mujeres y los niños y después todos los que cupieron, mientras los negociadores europeos volcaban, encima de unas mantas que los negociadores moros habían dispuesto sobre la arena, las sacas llenas de monedas de plata. Bajo el sol invernal relucían aquellas cascadas metálicas, que los moros iban contando con avariciosa diligencia.

Llegó otro lanchón, al que siguieron subiendo soldados, y después otro y otro. Con el último, trajeron a unos harqueños prisioneros que formaban parte del intercambio. Los negociadores moros pasaron lista, y alegaron, entre airadas protestas, que faltaban diez. Todavía quedaban en la playa la mitad de los oficiales, los sargentos y algunos cabos y soldados, entre ellos Amador. Aquel contratiempo les encogió el alma a todos; hasta llegaron a temer que iban a quedarse retenidos allí, cuando los moros armados que había cerca hicieron ademán de montar sus fusiles. Los negociadores europeos, ayudados por el sargento Badía, que desplegó sus mejores dotes diplomáticas, trataron de calmar los ánimos. Al final se llegó a una solución: se les daría a los moros doscientas mil pesetas más, por los que faltaban, y se convino también en pagar una factura imaginaria por gastos de manutención de los prisioneros, que ascendía a la peculiar cifra de 27.787 pesetas.

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