– Ésta más pequeña es para tus hermanos -tartamudeó Amador.
– Ésos no ser hermanos -repuso el moro-. Ésos ser perros.
Amador temió que a continuación le obligara a enterrarlos todos juntos, o le pegara un tiro a él allí mismo. Todo era posible. Pero el jefe de Sidi Dris pareció reflexionar un instante y tuvo una salida inesperada.
– Bueno -asintió-. Tú respetar. Aunque ésos no ser más que perros, yo entender. Hacer como decir.
Fueron echando todos aquellos huesos a los agujeros que habían abierto en la tierra. Antes de arrojarlos, uno de los soldados besaba los cráneos de los difuntos. En otra circunstancia a Amador le habría parecido un gesto exagerado, pero aquel mediodía en Sidi Dris la escena le conmovió como bien pocas cosas le habían conmovido en su vida. Cuando hubieron terminado, comprobaron que habían cavado de más. Todos aquellos muertos, mermados por el sol y los gusanos, cabían muy de sobra en aquellos hoyos. Luego los cubrieron de tierra, con aquella tierra amarilla y maldita que en triste hora les habían ordenado conquistar y después defender.
Seguidos por los vigilantes, se encaminaron hacia el sendero que llevaba a la playa. Entonces repararon en la silueta de un cañonero de la Armada, fondeado a poco más de una milla de distancia.
– ¿Qué hacen ésos ahí? -preguntó el artillero. -Vete a saber -dijo Amador.
Pero su estupor aumentó cuando vieron lo que sucedía en la playa. Una treintena de prisioneros cargaba cañones en las precarias embarcaciones a vela de que disponían los harqueños. Aquéllas que ya habían recibido su carga se hacían a la mar y ponían rumbo hacia el oeste. -Deben llevarse los cañones a la bahía -dedujo
Amador.
– Y esos maricones, ¿a qué esperan para hundirlos? -protestó el cabo artillero, señalando hacia el barco.
Aunque ellos no pudieran saberlo, eso era lo mismo que se preguntaba en aquellos momentos el alférez Veiga, sobre la cubierta del Laya. Pero los marinos tenían órdenes terminantes que les impedían tomar ninguna iniciativa. En aquellos momentos había negociaciones en curso con los moros, no sólo para liberar a los prisioneros, sino también para firmar una especie de armisticio. Por lo visto, se trataba de concluir un arreglo por el que pudiera garantizarse la explotación de las minas y la posesión nominal del territorio. AVeiga, como a otros, le pasmaba que el mando pudiera pasar con esa facilidad de ordenar ofensivas sangrientas a contemporizar con el enemigo, sin importarle nunca un comino los que pringaban, ya fueran aquellos prisioneros que embarcaban los cañones en la playa de Sidi Dris o los que en el frente tenían que asaltar a cuerpo limpio las cotas ocupadas por los harqueños.
Bajaron Amador y los demás por el sendero, en el que esperaban al cabo los fúnebres vestigios de la huida en que él mismo había participado meses atrás. Fueron recogiendo los restos y los amontonaron abajo para enterrarlos. Después reunieron los cuerpos que habían quedado sobre la playa. Los soldados que cargaban los cañones los miraron con curiosidad, pero los moros que los dirigían los forzaron a golpes a volver a su trabajo.
Fatalmente, Amador tropezó con el cadáver en el que había estado pensando desde que había puesto pie en la arena. Era inconfundible, por el tamaño, los restos del vendaje en el muslo y la sangre en los jirones de uniforme que cubrían el hombro. Se arrodilló ante aquel pingajo polvoriento que había sido Andreu y se quedó contemplando estólidamente las cuencas vacías, los dientes al aire, las costillas descubiertas quizá por las gaviotas. Aquellos huesos habían aferrado el fusil para permitirle a él conservar la vida, y él había fracasado en hacer otro tanto. Cogió su ficha de identificación, para entregársela algún día a su madre, si algún día acertaba a salir de allí y después a averiguar si ella vivía y dónde.
Llevó el cuerpo junto a los demás, cuidando de que no se deshiciera. Y cuando estuvo cavada la zanja, se ocupó también él de depositarlo dentro. Antes de separarse besó aquella calavera, como le había visto hacer al soldado. No tuvo reparo ni vergüenza. Si uno no besaba la frente de un amigo muerto, pensó, qué poca mierda iba a besar después en el mundo.
Las tareas de enterramiento se alargaron durante varios días. Nadie encontró nunca al Comandante General. Alguien juraba haberlo visto justo después de la derrota al lado de un barranco, pero cuando fueron a buscarlo allí sólo hallaron un montón de huesos sanguinolentos, pertenecientes a varios cadáveres que los moros habían majado juntos. Aquel montón de huesos lo enterraron en una fosa común, como a todos los demás.