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El sargento Badía era uno de los que más sufrían con todas aquellas ofensas. También era quien se ocupaba de que se diera sepultura a cada prisionero que moría y de que hubiera una cruz en su tumba, y siempre tenía un manojo de medallas piadosas que colgaba al cuello de los moribundos, para confortarlos en el tránsito. Amador se decía que Badía debía haber sido muy meapilas, o bien se había hecho así para no volverse loco después de tanto horror, como muchos otros. Y aunque el escepticismo religioso de Amador no había menguado un ápice, constataba que a aquel hombre, por lo menos, la fe le daba una fuerza que beneficiaba a sus semejantes. Incluso la fe que lograba infundir o rehabilitar en otros les hacía bien a quienes la recibían. A veces, Badía conseguía que la gente que se moría en el camastro sobre sus propias deyecciones, comida de pústulas y traspasada de dolores, besara sus medallas y se consumiera con una sonrisa en los labios. Había otro cabo que afirmaba, para burlarse, que Badía volvía a la gente tan gilipollas como para morirse sonriendo, pero Amador, aunque le chocara un tanto, no acababa de compartir esa interpretación malévola. Por las noches, Badía actualizaba unos estadillos en los que apuntaba la gente que moría y la que iba curando, las inyecciones que ponía, las intervenciones quirúrgicas. Y pese a estar siempre con los enfermos más contagiosos, a los que limpiaba personalmente, sólo había caído levemente enfermo un par de veces. Amador no se sentía afín a Badía, y hasta recelaba a veces de los motivos de su entrega, pero tenía que reconocer que sin aquel hombre el cautiverio habría sido mucho más devastador.

Ya que tenían las azadas y las palas, Badía propuso organizar sin pérdida de tiempo la operación de enterramiento, empleando en ella a todos los hombres útiles. Había negociado con los moros y parecían avenirse. El castigo por los dos fugados la semana anterior ya había durado bastante, y aunque ellos mismos no tenían la más mínima intención de enterrar a los perros cristianos, no les parecía mal que lo hicieran sus propios compañeros. A fin de cuentas, aquel muerterío afeaba el paisaje para todos.

Organizaron a los hombres en grupos y se repartieron la zona. Con cada brigada de enterradores partiría un pelotón de harqueños armados, para vigilar la tarea. El sargento Badía insistió mucho en que recogieran todas las fichas de identidad que encontrasen y en que fueran contabilizando los cuerpos que enterraban, para poder formar él luego la estadística conjunta con los datos que obtuvieran todos. A Amador se ¡e hacía un poco excesiva la manía notarial de Badía, pero se plegó a ella, y no sólo por obediencia jerárquica. Admitía que aquellas medidas serían prácticas y útiles, por ejemplo para las familias de aquellos a los que identificasen. Sin embargo, hubo otro requerimiento de Badía con cuya necesidad Amador no estuvo tan de acuerdo:

– Y buscad por donde paséis el cuerpo del Comandante General. Han enviado un ataúd para devolverlo a la plaza, si lo encontramos.

A Amador le parecía el colmo de los insultos que hubieran gastado dinero y esfuerzos en enviar un ataúd para devolver el cuerpo del Comandante General. No sólo era que ese dinero y esos esfuerzos se pudieran haber destinado con mayor provecho a enviarles medicinas o provisiones, sino el hecho mismo de que se pretendiera sacar aquel cuerpo para enterrarlo con bandera y banda de música y salvas de fusilería, cuando todos los hombres a los que el general había conducido a la muerte se pudrían en los barrancos y en el mejor de los casos irían a parar a fosas comunes. Por lo que a él tocaba, el general se podía quedar donde estuviera, y si lo encontraba todo lo que pensaba hacer era darle tierra como al resto. Amador no aseguraba que mereciera menos, pero estaba convencido de que no merecía más. Claro que Badía lo veía de una manera diferente. Era muy respetuoso con la superioridad, y si se le apuraba hasta un punto demasiado lisonjero. En cierta ocasión había anunciado que se había recibido un mensaje de aliento y apoyo de Su Majestad, y hasta había llegado a pedir un viva para la real persona. Alguno lo había contestado, pero la mayoría había refunfuñado su malestar.

– Si tanto nos apoya, que venga aquí a darle pasto a alguno de nuestros piojos, para repartir la carga -proponían unos.

– O que venda un palacio y le dé la guita que saque al Jatabi, a ver si así nos deja volver a casa -sugerían otros, más pragmáticos.

Salieron al fin las brigadas de improvisados enterradores. Se había procurado que cada uno fuera al lugar donde había estado su posición, con el cálculo de que así se conseguiría un número máximo de identificaciones. Por tal motivo, a Amador le mandaron con otro cabo y siete soldados a Sidi Dris. Con ellos iban cuatro harqueños, de bastante buen humor, porque Sidi Dris no estaba demasiado lejos y pronto podrían sentarse a ver trabajar a los europeos. Descendieron hacia la costa por valles y quebradas. El día había quedado tan claro, al final, que el mar volvía a verse azul, como en el verano.

El cabo que marchaba junto a Amador era el único que se había salvado con él de la masacre de Sidi Dris. Era artillero, lo que le había traído no pocos sinsabores con los moros. Toda la obsesión de éstos era que los artilleros los ayudaran a recomponer los cierres desmontados o rotos y a manejar debidamente las piezas. Los harqueños se las arreglaban para dispararlas y hacer blanco gracias a su instinto para aquellos menesteres, pero eran conscientes de que no aprovechaban todas las posibilidades de las máquinas. Al cabo artillero, por ejemplo, le habían pedido que les enseñara a manejar el plato de alcance, a lo que el cabo, como todos los artilleros, se había negado en redondo. Le habían apaleado y le habían dejado varios días sin comer, pero no había cambiado su actitud. No había nada más infamante para un artillero que enseñar a la harka a bombardear a sus hermanos. Amador había conocido meses atrás a un artillero que no pudiendo resistir las torturas había consentido en apuntar una pieza contra una posición sitiada. Los demás le trataban como a un apestado, y así había acabado por enloquecer de remordimiento. Se revolcaba sobre sus excrementos y se comía los apósitos infectados que los enfermeros les quitaban a los heridos. Así se había dejado morir, rechazando los cuidados del sargento Badía, el único, como no podía ser menos, que se había apiadado de aquel leproso.

– Te jode que te apaleen -comentaba el cabo artillero-. Pero mientras me arreaban me acordaba de aquel desgraciado y así aguantaba. Los palos se pasan, porque o te matan con ellos o no te matan y entonces te acaban cicatrizando. Pero llevar eso en el alma no tiene remedio.

Amador, que no estaba expuesto a aquellos contratiempos, no acertaba a concebir cómo podían aguantarse los palos. Suponía que si alguna vez le propinaban a él aquel castigo haría lo que los moros quisieran, por vergonzoso que fuera. Así se lo confió al cabo artillero.

– Ganas te dan -asintió el artillero-, y si hubiera sido otra cosa lo habría hecho. Tampoco te creas que yo soy un héroe, como Arancibia.

Arancibia se llamaba un sargento artillero que había protagonizado una hazaña increíble. Hallándose enfermo de tifus los moros le habían reclamado para recomponer unos cierres que tenían almacenados en algún lugar de la bahía. Arancibia había fingido que accedía a sus exigencias y se había dejado llevar allí. A los tres días lo habían traído de vuelta, moribundo. Cuando Badía se había acercado a atenderle, Arancibia le había dicho que le sacara lo que llevaba en los calzones. Allí Badía había encontrado un saquito de tela con 22 percutores de cierre de cañón. Antes de derrumbarse, el sargento artillero había logrado distraerlos, inutilizando sin remedio aquellas piezas que le habían llevado a arreglar. Al día siguiente los enterraron, por separado, a Arancibia y al saquito con los 22 percutores de cañón.

Por los terribles caminos de herradura, que todavía guardaban las huellas de las últimas lluvias en forma de pronunciadas escorrentías, llegó la brigada de Amador a la vista de Sidi Dris. Se dirigieron primero al recinto de la posición, donde había cierta cantidad de harqueños apostados. Habían emplazado un cañón y un par de ametralladoras, con toda seguridad arrebatados a los europeos. Los vieron llegar, con su mirada fija y despreciativa, y cuando repararon en las palas y las azadas empezaron a reírse a grandes voces. Uno de los moros que los traían parlamentó con los de la posición. Hubo cierta discusión entre ellos, porque el que hacía las veces de jefe de Sidi Dris, un moro farruco y de poca estatura, parecía no ver con buenos ojos que enterraran los restos. Al final el que iba con ellos debió convencerle de que tenían autorización del mando, y pudieron dar comienzo a la faena.

Lo primero que hicieron fue reunir todos los cuerpos, identificando previamente a aquellos que lo permitían. Sólo si llevaban la ficha de identidad encima o en casos excepcionales podía lograrse. Algunos de los soldados reconocieron a quienes habían sido sus mejores compañeros, el artillero localizó a alguno de los suyos y Amador a un par que habían estado en su pelotón. También fue fácil reconocer a los oficiales, y al comandante, que se había secado en la misma postura en que le habían martirizado. Mientras recogían el saco de huesos y pellejo en que el malogrado jefe se había convertido, Amador miró de reojo a quien ahora le sucedía al mando de Sidi Dris. El harqueño los observaba con una especie de impaciencia, como si en cualquier momento fuera a ordenar a sus hombres que los abatieran sobre los muertos que estaban apilando. Al pensarlo, Amador sintió un escalofrío, porque si eso pasaba por la cabeza de aquel hombre, bien poco le impedía ponerlo en práctica. Por último, Amador pudo identificar a Haddú, por el uniforme completamente ensangrentado. Al recogerlo, dijo:

– A éste tenemos que apartarlo para enterrarlo sin cruz.

– ¿Por qué? -preguntó un soldado.

– Por respeto -contestó Amador-. No era cristiano.

– Tampoco vamos a trabajar especialmente por un moro -sugirió uno.

– Sí vamos a trabajar especialmente -le corrigió Amador-. Porque era musulmán y también porque se quedó donde creía que era su sitio, que es donde muchos cabrones no han estado en su puta vida.

El soldado, aun sin saber por qué, notó que había pinchado en hueso y no rechistó más. Hicieron dos zanjas, una para los europeos y otra, más pequeña, para los cadáveres de los policías. El jefe de los harqueños, que se dio cuenta, se acercó a preguntar por qué cavaban dos fosas.

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