LA DESBANDADA
Apenas hubo luz suficiente, el Princesa comunicó por heliógrafo con la posición. El mensaje, descifrado por los ingenieros bajo la mirada apremiante del comandante de Sidi Dris, era al fin el que durante tantas horas llevaban esperando: la Armada se disponía a intentar la evacuación. Durante la madrugada había vuelto el cañonero Laya, lo que quería decir que contarían con el apoyo de tres buques. Les daban todavía algún tiempo para inutilizar los cañones, preparar a los heridos y organizar la salida. A mediodía les harían una señal y enviarían los botes a recogerlos. Debían abandonar la posición escalonadamente, y resistir en la playa mientras los botes iban y venían. Dispondrían en todo momento de la cobertura de los fuegos que hicieran desde los barcos, pero eso no disminuía un ápice la dificultad del empeño. El comandante de Sidi Dris, que después de tres días y tres noches de asedio tenía un tenebroso aspecto de muerto viviente, hizo a su segundo, un capitán en no mucha mejor condición, una amarga confidencia:
– Y ahora es cuando vemos si no habría sido mejor pegarnos un tiro al principio. Pero bueno, habrá que intentarlo, de todos modos.
Los oficiales lo comunicaron a los sargentos y éstos a la tropa: había que prepararse para salir de allí. Como los moros habían iniciado la jornada con bríos renovados, la primera medida consistió en gastar contra las laderas los pocos disparos de cañón que les quedaban. Pero los cañonazos ya no constituían una disuasión eficaz para los atacantes, porque era tal el número de tiradores que los rodeaban que a los artilleros les costaba decidir adónde apuntar las piezas. Parecía que la harka había reunido en torno a Sidi Dris a todos los efectivos disponibles, con la presumible intención de rematar aquella faena que ya duraba demasiado. Una vez que hubieron disparado su último proyectil, los artilleros hubieron de esperar para desmontar los cierres, al rojo vivo. Aquellos hombres estaban agotados y enfermos, como casi todos los sitiados. Emprendieron la tarea morosamente, sabiendo que habían quemado su última baza y que a partir de ahí ya no había vuelta atrás. A algunos les sobrecogía la idea, pero los más estaban demasiado cansados para sopesarla. Con tratar de seguir en pie tenían bastante.
En la saturada enfermería los preparativos eran más complicados. Ninguno de los que allí yacían podría salir por su propios medios. Había sólo una decena de camillas, lo que significaba que el resto de los heridos debían ser cargados a hombros. El médico, pálido y desencajado, iba seleccionando a los que por hallarse en mejor estado serían transportados así. Ninguno de ellos, en condiciones normales, habría debido siquiera moverse.
– Podemos hacer una apuesta, Rosado -propuso sombríamente a su ayudante-. Yo digo que de todos estos pobres no llegan más de tres a la playa.
En ese momento irrumpió en la enfermería un soldado que traía a otro con una copiosa hemorragia en el rostro.
– ¡Sanitario! -gritaba.
El médico, resignado, dejó lo que estaba haciendo y fue hacia el lugar donde estaban acostando al nuevo. A medio camino se volvió y dijo:
– Rosado, tráeme trapos sucios o vendas de alguien que ya no las necesite. Hay que cortarle la sangre a ese muchacho.
El médico tuvo un recuerdo irónico de las clases sobre asepsia, en la facultad. De sobra sabía que allí se infectarían todas las heridas y se gangrenarían todos los miembros, pero no podía hacer nada para impedirlo. Lo único que intentaba era taponar aquellos caños de sangre, aunque fuera a base de porquería. No salvaba a nadie, tan sólo aplazaba muertes a duras penas. A ratos dudaba si no debía dejar que manaran las venas rotas y que aquellas criaturas se fueran sin más, sin aumentar su sufrimiento.
En el parapeto, los supervivientes se aplastaban contra los sacos, en parte para protegerse del tiroteo enemigo, en parte para buscar su escasa sombra. Algunos escarbaban en la tierra con los dedos y sacaban piedrecillas apenas húmedas que chupaban con lentitud. Las cantimploras estaban vacías de orines, porque cada vez echaban menos y los bebían más ansiosamente. Hasta Enrile, el sensacional regante del pelotón de Amador, había visto mermarse su próvido chorro. Por lo demás, casi todos sujetaban sin otra fuerza que la de la desesperación los máuseres con la bayoneta calada. Muchos ya habían agotado todos sus cartuchos, y los que aún tenían unos pocos los ahorraban con un celo maniático. Desde Sidi Dris sólo muy de vez en cuando se respondía ya al fuego de la harka. Los hombres permanecían agazapados, oyendo las balas y viéndolas arrancar el polvo de la tierra que tenían ante sus ojos. Ya sólo esperaban a que les ordenaran ponerse en marcha hacia la playa, y algunos ni siquiera esperaban eso. Se les veía ensimismados, aturdidos, con la mirada vacía y la boca entreabierta para poder respirar.
Amador estaba sentado entre Haddú y Andreu, a quien la fiebre mantenía en un estado de semiconsciencia. El catalán había pasado la noche delirando y el amanecer cazando tiradores harqueños, con relativa fortuna. Al menos en tres ocasiones había sucedido a su disparo un grito de dolor entre las peñas. Después de gastar su última bala, se había dejado caer y allí se había quedado, con los ojos cerrados y abrazado a su fusil. Amador le observaba de cuando en cuando. El olor que desprendía su pierna era cada vez más nauseabundo, y las vendas ennegrecidas sobre aquel muslo no podían ofrecer peor aspecto. No en vano las llevaba desde hacía tres días.
En cuanto al propio Amador, aunque jamás había conocido un agotamiento parecido, aunque el vientre le dolía como si se lo estuvieran aserrando y la cabeza estaba a punto de estallarle, no se encontraba demasiado mal. Había conseguido controlar la obsesión de la sed, reduciéndola a un pensamiento difuso e intermitente, y creía tener aún fuerzas para emprender la expedición a la playa. Eso era lo único que había en su cerebro: resistir hasta que les ordenaran evacuar y cuando lo hicieran tratar de llegar a toda costa a los botes que iban a sacarlos del calvario. Todavía le quedaban dos peines de munición, diez cartuchos que guardaba para tener con qué afrontar el último trecho. Porque él sí que iba a salir de Sidi Dris. Aunque fuera imposible, aunque todos los demás murieran, él iba a llegar hasta los botes y en ellos hasta los barcos que los aguardaban en el horizonte.
Haddú, también exhausto después de todos los esfuerzos que había derrochado en la defensa de aquellos desgraciados europeos, tenía por primera vez el aspecto de un hombre derrotado y sin esperanza. Como el resto de sus hombres, había seguido el ejemplo de los demás sitiados y desde su refugio al pie del parapeto asistía taciturno al chaparrón que les caía desde los montes. Cada cierto tiempo se erguía y observaba inquieto entre los sacos. Después de una de esas ojeadas, le dijo a Amador:
– Moros montaña no ser idiotas. Ver que nosotros no disparar. Si esto seguir así mucho rato, ellos venir por nosotros.
En ese momento se oyó el silbido de un proyectil de artillería y un segundo después una explosión sobre las posiciones enemigas. Amador, todavía con el temblor del zambombazo en los huesos, observó, sonriente: -Seguimos teniendo los cañones de los barcos. -Ellos venir igual -insistió Haddú.
El cabo sabía que el sargento tenía razón, y empezaron a pesarle los minutos que transcurrían sin que llegara la orden de evacuar. Pensó en tener que levantarse para repeler un asalto al arma blanca, y se acordó del harqueño que le había saltado encima durante la retirada de la avanzadilla de Talilit. Amador no era muy robusto, y ya entonces le había costado parar a aquel diablo pequeño y flaco que había demostrado tener más fuerza que él. Sin la intervención de Andreu, no habría podido contarlo. Ahora Amador se sentía más disminuido, tras sufrir las penalidades del asedio, y contemplaba con aprensión la perspectiva de un enfrentamiento físico.
– ¿Tú tienes miedo, Haddú? -preguntó de improviso al sargento.
– ¿Miedo? ¿De qué?
– De qué va a ser. De que vengan y nos maten.
Haddú se quedó un instante en silencio. Su mirada verdosa se perdió al fondo de la mañana, por encima del mar. Con serenidad, respondió:
– Yo nunca tener miedo de morir. Yo buen musulmán. Si Alá estar contigo, morir no tener mucha importancia.
Amador trató de averiguar si eso era lo que en realidad sentía aquel hombre. Para él la fe no era más que superstición, y no respetaba más al Dios de Haddú que al que decían adorar, infaliblemente, todos los que en su parecer representaban a los enemigos del pueblo. Pero sintió que Haddú era sincero, y por primera vez en su vida envidió a un creyente. Le sacó de su estupor Andreu, que despertó de pronto para sugerir, malévolo:
– Si ha de estar en alguna parte, Alá está con los de ahí enfrente, sargento, que son los que van a llevarse este gato al agua.
Haddú no respondió. Ni siquiera se volvió para mirar a Andreu. Amador pensó que el sargento ya le daba por perdido y no consideraba necesario emplear sus energías en discutir con él. Pero Amador sí quiso mirar a su maltrecho compañero. Con la bala que le había atravesado la pierna se le había infiltrado en el alma un veneno que parecía habérsela cambiado enteramente. Ya no era el mismo hombre que le había ayudado a él a salir vivo de Talilit, ni el que había asombrado con su temple y su sangre fría a todos los que combatían a su lado. La bala le había sacado a la luz un resentimiento oscuro y destructivo. Tal vez no era nuevo, tal vez lo había llevado siempre dentro, pero hasta entonces había sabido dominarlo y sustraerse a él. Viendo el gesto de indiferencia de Haddú, Amador comprendió, aunque le fustigara la culpa, que tampoco él podía ligar su suerte en la batalla a la de aquel soldado que había decidido condenarse. Ninguna deuda podía abocarle a eso.
Mientras tanto, al otro extremo de la posición, el comandante y un par de oficiales examinaban la bajada hasta la playa, unos trescientos metros de terreno difícil y completamente expuesto.
– Tendremos que salir por aquí -indicó el comandante-. Los heridos primero, con una sección de apoyo. No hay espacio desde donde podamos cubrir la salida, así que habrá que llegar a viva fuerza.
– Sólo se puede echar a correr y confiar en la suerte, mi comandante -dijo el capitán segundo jefe, con voz desganada. Tenía una herida en el antebrazo derecho y la fiebre le hacía crujir las muelas.