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– No podemos hacerlo así -se opuso el comandante-. Tenemos que reunir a unos pocos hombres útiles para que devuelvan el fuego como puedan. De lo contrario nos cazarán como conejos.

– No tenemos apenas municiones, mi comandante.

– Pues gastamos las que tengamos. Esto ya se ha jodido del todo.

El comandante se quedó callado, mientras observaba el sendero serpenteante que llevaba hasta la playa. Por su cabeza pasaban las últimas semanas transcurridas en la inercia embrutecida de la guarnición, mientras la harka se iba formando detrás de las montañas. Recordaba también el ataque de junio, tras el que había elevado al mando un informe en el que exponía sus preocupaciones sobre la situación en la zona. En sus páginas sostenía que un suceso como aquél no podía despacharse como un simple incidente. Aquel informe había sido acogido como la exagerada reacción de un oficial demasiado impresionado por el hecho de haber sufrido un ataque. Hasta le había valido algún reproche de sus superiores. El mando estaba lleno de optimistas, y quien más y quien menos ya tenía sus planes para el permiso de verano, que el comandante de Sidi Dris trataba de ensombrecer con su mal agüero. Él no se había marchado, y así había caído en la trampa. Cuando todo se había ido al garete, le habían echado encima a los fugitivos de Talilit y le habían ordenado resistir. O lo que era lo mismo, que se apañara como pudiera.

– Lo que más me subleva -dijo, poniendo en voz alta sus pensamientos- es que esto lo teníamos que haber intentado hace dos días, cuando aún nos quedaban cartuchos y no teníamos a toda la gente hecha papilla.

– Los marineros se cagan patas abajo por tener que venir a buscarnos, mi comandante -dedujo el capitán-.Yo creo que han esperado hasta ver si la harka nos liquidaba y les ahorraba el disgusto. Pero les hemos salido duros y ahora ya les da demasiada vergüenza seguir mirando.

– No han sido sólo ellos -le enmendó el comandante, con rencor-. Si sales de aquí, no te olvides de contar a quien quiera oírte que el Alto Comisario tardó más de dos días en autorizar la evacuación.

– Y para qué va a servir eso, mi comandante.

– Para lo que sirva. Aquí hemos estado trescientos hombres aguantando plomazos y bebiéndonos las meadas, y sólo nos ayudan a salir ahora que estamos medio muertos. No hay que dejar que eso se olvide.

A las once y media, la escuadra aún no había hecho la señal. Los heridos habían sido transportados hasta la retaguardia de la posición, y con los restos de varios pelotones se formó una improvisada sección de flanqueo. En total, aquel primer grupo, que se agolpaba en la parte resguardada del parapeto, sumaba un centenar de efectivos, de los que sesenta o más estaban inutilizados para el combate, bien por estar heridos, o desarmados, o por tener que arrastrar a alguien que no podía valerse. Al mando de aquel deplorable montón de despojos humanos se puso el capitán segundo jefe, mientras el comandante organizaba a los que quedaban en la posición para sostenerla hasta el final. Los soldados de la sección de ametralladoras desmontaron con presteza las máquinas, que no debían abandonarse al enemigo, y los supervivientes de la sección de policía indígena tomaron posiciones, junto con una veintena de elementos de tropa europea, a fin de cerrar en todo momento la columna por detrás. Algunos de aquellos hombres no disponían de más defensa que la bayoneta, pero así estaban las cosas.

Amador y Andreu se contaban entre los afortunados con los que se formó el primer grupo: Andreu en su condición de herido grave, y Amador al frente de uno de los pelotones de la sección de flanqueo. Entre los hombres que ahora mandaba se contaban dos que ya le habían acompañado desde Afrau hasta Talilit, otros tres que habían logrado salvarse de esta última posición y media docena de los que habían estado desde el principio en Sidi Dris. Ya no podía distinguirse a los veteranos de los bisoños, porque todos ellos eran unos robinsones barbudos y ojerosos que se agarraban al máuser como a la tabla salvadora de un naufragio. Los nervios los atenazaban, especialmente a Enrile, que no dejaba de enredar con la correa del fusil.

Haddú, una vez más, quedó atrás, con sus hombres. Aceptó sin protesta su aciago destino, y aún tuvo ánimo para despedirse de Amador con un apretón de manos, mientras le deseaba:

– Suerte, cabo. Tú decir a Molina que Haddú acordarse mucho de él.

– Ya se lo dirás tú -contestó Amador, contrariando lo que pensaba.

– Tú ser buen amigo juzgó Haddú-. Molina tener ojo para escoger.

A las doce menos cuarto, el Princesa hizo al fin la señal convenida. El capitán, sujetándose el brazo herido para que no le doliera, aulló:

– ¡Fuera todos!

Los botes ya estaban en el agua y los marineros bogaban con fuerza hacia la playa. Desde el promontorio en que se encontraba la posición, las barquitas que avanzaban hacia la costa, impulsadas por aquellas frenéticas figuras blancas, ofrecían una imagen de alarmante fragilidad. El mar estaba un poco rizado, aunque el viento no pasaba de ser una brisa moderada que además empujaba a los botes hacia su objetivo. Los barcos soltaban las primeras andanadas de protección, y los sitiadores notaron al punto sus efectos.

Los soldados salieron en tropel. Los heridos estorbaban a los que no lo estaban o no lo estaban tanto, y los que supuestamente debían encargarse de proteger al resto del grupo pusieron todo su empeño en adelantarse para estar en mejor posición de llegar hasta los botes salvadores. En vano trató el capitán de mantener el orden de la sección de escolta, que se desparramó por el camino como un rebaño de reses en fuga. Cuando se desató el fuego de la harka, los heridos, que se movían más despacio, empezaron a caer como moscas, y con ellos los camilleros o los que de otra forma los auxiliaban. Nadie se paraba para ayudar a llevar la camilla que había quedado sin uno de sus porteadores, y ante ese panorama el otro terminaba por echar a correr también, abandonando a su suerte al desdichado a su cargo. Los que podían andar, aunque fuera renqueando, pasaban por encima de los que iban quedando en el suelo, sin hacer el menor caso de sus súplicas. Lo único que veían era la playa, y los botes de la Armada que se acercaban a toda la velocidad que eran capaces de imprimirles sus tripulantes.

El pelotón de Amador tardó menos de medio minuto en quedar técnicamente disuelto. Los hombres corrían como liebres y disparaban al tuntún, cuando disparaban. Todos sus intentos de mantenerlos unidos y cubriéndose unos a otros fueron estériles. Sólo Enrile y otro obedecieron con cierta aproximación sus órdenes, y apoyándose en ellos Amador descendió por el camino tan deprisa como pudo, sorteando igual que los demás a los que caían. Al principio oía los juramentos y los insultos del capitán y sentía remordimientos, pero en seguida se contagió del egoísmo general. No podía hacerse otra cosa, bajo la lluvia de balas que segaba a los hombres como si fueran espigas agostadas. Ni siquiera el capitán dejó de correr, cuando comprobó que el débil freno de su autoridad saltaba en pedazos. Para los que habían quedado en la posición, con el comandante al frente, la visión de aquel penoso espectáculo marcó el fin de las pocas ilusiones que conservaban.

Andreu, arrastrando su pierna corrompida, dejándose ir y resbalando cuando no podía sostenerse más, bajaba también hacia la playa. En cuanto se había desencadenado el caos había perdido el contacto con Amador. Al principio el cabo se había quedado cerca de él, dando la vaga sensación de ofrecerse para sostenerle si no estaba en condiciones de seguir solo. Andreu le había hecho ver que podría caminar sin su ayuda, apoyado en el fusil a guisa de muleta y forzando a su pierna a parecer más entera de lo que en realidad estaba. Pese a la calentura que le devoraba las sienes, no había perdido la capacidad de descifrar los gestos de los demás. Comprendía que Amador se debatía entre dos impulsos contrarios: la responsabilidad que creía haber contraído con él después de lo sucedido en Talilit, y el deseo de aprovechar la oportunidad que se le brindaba de salvarse de la quema. Un deseo, este último, para el que la compañía de Andreu era un impedimento decisivo. En otras circunstancias, quizá Andreu hubiera encontrado la forma de afearle a Amador su ingratitud. Pero aquel mediodía, junto al parapeto de Sidi Dris, Andreu aguantó lo indecible para que el cabo no se sintiera obligado, y no lo hizo por su rechazo anarquista de toda obligación, sino por su orgullo de combatiente. No podía implorar que cargaran con él, y tampoco podía comprometer las posibilidades de sobrevivir de otro. Sobre todo, no quería deberle a nadie tanto. Ahora Amador se había esfumado y en medio del desastre Andreu acogía su desaparición con alivio. Bajaba hacia la playa con un fatalismo confuso, esperando a cada paso el balazo que diera con él en el suelo y a la vez porfiando por no desplomarse allí, sobre la tierra seca y polvorienta, revuelto con todos los muertos de aquella intentona desesperada. Los otros caían a su alrededor, la pierna le ardía como si se la atravesaran con agujas al rojo, pero él seguía avanzando. Por un segundo, mientras trastabillaba bajo el silbido encarnizado de los disparos, volvió a figurarse que era invulnerable.

Los hombres que estaban más enteros ya habían ganado la playa, donde esperaban a que arribaran los botes. Había alguna posibilidad de hacerlo a cubierto del fuego de la harka, pero los más atolondrados simplemente se acuclillaban o se echaban cuerpo a tierra, con lo que seguían sirviendo de blanco a los tiradores apostados en las laderas. El capitán trató de disponer con ellos una precaria línea defensiva. Ya que no habían cubierto la retirada de los heridos, al menos protegerían la operación de embarque de los que tuvieran la fabulosa fortuna de llegar. Sólo unos pocos de aquellos fantasmas vendados alcanzaban la playa, donde se dejaban caer pesadamente.

Los botes se aproximaban. Apenas tardarían un minuto más, y ya se oía a los contramaestres gritando a los marineros:

– Más vivo, más vivo.

En las caras de aquellos hombres se leía el pánico que sentían al acercarse al matadero, donde una manada de piltrafas vestidas de caqui los aguardaba para echárseles ansiosamente encima. Para terminar de arreglarlo, sucedió entonces algo con lo que ninguno contaba. Desde algún lugar de los montes los moros dispararon un cañonazo. El proyectil estalló a unos cuarenta metros de los botes, levantando un surtidor de agua y tierra.

– ¿Qué coño ha sido eso? -preguntó uno de los soldados.

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