– Tienen un cañón -anunció el capitán, constatando fríamente la obviedad a la que ninguno quería dar crédito.
Amador recordó la conversación que una vez había tenido con Molina, acerca de los primeros cañones que los harqueños habían capturado en una de las operaciones de junio. Como temiera el sargento, ya habían aprendido a usarlos, y aunque su puntería dejaba aún que desear, tenían tiempo para afinarla. También a Andreu, que en ese momento llegaba abajo, le vino a la memoria algo de los acontecimientos de junio. Se acordó de aquel soldado que confiaba tanto en la ventaja que a los europeos les daba la artillería. Ahora la tortilla se había dado la vuelta: ellos no tenían cañones y los moros sí. De golpe, los bombarderos se convertían en bombardeados. Mientras cojeaba hacia la playa, Andreu se dijo que era imposible estar peor.
Los primeros marineros saltaron de los botes. Venían armados con escuetas carabinas, que no eran las herramientas más adecuadas para aquella faena. Al avanzar brincando, con el agua a la altura de las rodillas, las cartucheras rebotaban cómicamente sobre sus caderas, que no estaban acostumbradas a aquel peso. Tan pronto como salieron del agua se desplegaron desordenadamente, uniéndose a los infantes que gastaban sus últimos cartuchos en la cobertura. Amador vio venir de reojo a uno de aquellos marineros. Se arrodilló a su lado, temblando de pies a cabeza. En ese mismo instante, cuando ya se acercaba al capitán para coordinar el embarque, el alférez que venía al mando de la flotilla de botes cayó derribado por un balazo en el pecho. Al verle caer, el alférez Veiga, que había quedado esperando en su bote, vaciló durante unos segundos. El fuego enemigo se cebaba en los marineros, a quienes su uniforme les hacía especialmente visibles y su falta de costumbre como infantes todavía más vulnerables que los demás. Ya habían abatido a media docena, pero Veiga comprendió que debía sobreponerse a aquella flojera que de repente le inmovilizaba los miembros. Empuñando con fuerza su pistola, saltó la borda y puso pie en la tierra hostil.
Avanzó entre las salpicaduras de las balas hasta la arena. Allí se dirigió al capitán, que trataba de contener la desbandada:
– Mi capitán, tenemos sitio para muchos, pero deben darse prisa.
– Embarquen primero a los heridos -ordenó el capitán, mientras disparaba con la zurda su penúltimo cartucho-.Yo aguanto aquí con éstos.
– ¿Y dónde están los heridos? -preguntó Veiga, desorientado.
Apenas había media docena, todos los que habían conseguido llegar. Los marineros los cogieron a hombros y los llevaron hacia los botes. Por el camino venían dos o tres más, entre ellos Andreu. Progresaba a trancas y barrancas sobre la arena, tirando de la pierna herida, cuando algo le dio en el hombro, por detrás. Aquel balazo, a diferencia del de la pierna, lo sintió, como un martillazo en el omóplato, y se fue de bruces. A unos sesenta metros de distancia, Amador le vio caer. Se resistió cuanto pudo, pero supo que no podría vivir en paz el resto de sus días, si es que alguno le restaba, habiendo dejado a aquel hombre tendido sobre la arena, a tan poco de la salvación. Echó a correr y logró llegar junto a Andreu. Lo levantó a duras penas.
– Déjame gritó Andreu-, o pégame el tiro de gracia.
Amador hubo de recurrir a todas sus energías para poder sujetar y echarse a cuestas a aquel energúmeno. Entre tanto, el exiguo pelotón que protegía el embarque empezaba ya a retroceder dentro del agua, gastando sus últimos disparos. Cada poco alguno comprobaba que ya no le quedaba nada en la recámara y echaba a correr como alma que llevaba el diablo. Eso fue lo que hizo Enrile, por ejemplo, que ganó a toda velocidad el cobijo de una de las embarcaciones. El cañón de la harka volvió a bramar, enviando una carga de metralla que esta vez explotó bastante cerca. El capitán admitió que no podía hacerse más. Apenas habían embarcado unos pocos hombres, pero de nada iba a servir sacrificar a los que quedaban. Dijo a Veiga:
– Mande a su gente que se retire, alférez. Esto no tiene remedio.
Amador vio atónito cómo todos echaban a correr a los botes, se encaramaban a ellos y empezaban a remar para alejarse. Arrastró a Andreu hasta el agua y allí le soltó. En vano pidió que los esperasen. Un tercer cañonazo sacudió la playa. La onda expansiva le hizo perder a Amador el equilibrio, pero Andreu tuvo peor suerte. Una esquirla de metralla le atravesó el cuello. El sabor de su sangre se mezcló durante un instante con el del agua salada, y aquélla fue la última noción que Andreu tuvo de la sed.