¿DÓNDE ESTA EL FRENTE?
Molina, que estaba aquel día al mando de la guardia de Afrau, recibió el parte de novedades de González:
– Sin novedad en los puestos, mi sargento.
El sargento meditó sobre el significado de aquella frase rutinaria. Sin novedad. Se habría repetido millones de veces, desde que se formara el primer ejército, pero muy pocos de los que la pronunciaban se paraban a pensar lo que quería decir realmente. El ejército era una maquinaria creada sobre la convicción de que sucederían cosas. Algunas, las que el ejército pretendía contrarrestar o impedir. Otras, las que el ejército mismo disponía de los medios para causar. Decir sin novedad era tanto como proclamar la inutilidad o la frustración de los soldados, y al mismo tiempo era lo único que los soldados, Molina incluido, deseaban decir. Pero aquel mediodía la fórmula le sonaba al sargento un poco amarga. Aquel mediodía, las sobadas palabras le remitían a la novedad que había tenido él mismo que dar un par de días atrás. Al miedo en los ojos de un moribundo, con el que al decir y oír sin novedad todos aspiraban a no compartir la suerte. El problema, para Molina, era que aquella suerte le encharcaba sin remedio el alma.
– Descanse, cabo -le respondió al fin a González.
Molina también se acordaba de Amador, a quien había llegado a coger afecto y que ahora estaría descorazonado o quizá algo más en la indeseable posición de Talilit. Se le habían llevado a aquel cabo un poco frágil, pero puntilloso, y le habían dejado, entre otros, a aquel González con el que no simpatizaba en absoluto. González le parecía la personificación de la inoportunidad, alguien que siempre tenía en la punta de la lengua la palabra inconveniente y en el cerebro la idea inadecuada. Al pensar de esta forma, a Molina le entraba la duda, no obstante, de si no estaría siendo injusto. Nadie era nefasto en todos los aspectos, y cuando uno veía así a otro, resultaba probable que se estuviera dejando arrastrar por el capricho de una antipatía personal. Molina, aunque intransigente y obstinado, también sentía a veces el impulso de cuestionar su criterio y revisar su actitud. En todo caso, González era lo que había, y más que censurarle le correspondía encontrar la manera de coexistir y aun de sacarle lo que pudiera tener adentro. Molina, llevado por ese convencimiento, se forzó a acercarse un poco al cabo.
González, tras darle la novedad, se dejó caer sobre una silla y suspiró largamente, al tiempo que se abanicaba con el gorro.
– Qué, ¿cansado? -le preguntó Molina, tratando de sonar distendido.
– No, mi sargento. Es el maldito calor, nada más -respondió González, con la timidez que la invariable distancia que le ponía Molina le aconsejaba.
Transcurrió medio minuto, durante el que Molina buscó por dónde seguir. Al fin, inquirió:
– ¿Cuánto hace que no has visto a tu gente, González? González se volvió con aire indeciso hacia el sargento. Molina nunca le había tuteado, hasta entonces. -Quince meses. Dieciséis, casi -corrigió. -Un rato largo. ¿Te escriben?
– Malamente podrían hacerlo. No sabe ninguno. -¿Y tú a ellos?
– Cuando me sale, que no es mucho. Qué les voy a contar.
– Que estás bien. Para ti no es noticia, pero ellos no se cansarán aunque la lean veinte veces. Ya sabes cómo se habla allí arriba de lo que pasa aquí, sobre todo si se ha mandado a un hijo para tres años. Ya que van a tardar en tenerte de regreso, nada te cuesta aliviarlos con unas letras.
González se quedó pensativo.
– Verá, mi sargento -dijo-, a veces creo que no soportaría vivir otra vez en el pueblo. La verdad, no sé si quiero volver. Todo el mundo se queja de esto, pero yo aquí tengo mucha menos miseria que en mi tierra.
Molina reparó en que ni siquiera sabía de dónde era González. Algo casi impensable en el ejército y en África, donde casi lo primero que se le preguntaba a todo el mundo era el lugar de donde venía. Aquélla era una prueba flagrante de la indiferencia con que había tratado a aquel hombre.
– ¿De dónde eres, González? -se enmendó, secretamente avergonzado.
– De Cáceres. Pero no se crea usted, mi sargento -se apresuró a aclarar el cabo-, no es que por allí no haya también sus cosas buenas. Lo que pasa es que a mi familia no le tocó ninguna, más que trabajar como bestias y a veces hasta gratis. Yo mismo lo he hecho, sin ir más lejos. Soy el pequeño y he ido más de una vez a faenar con mi padre y mis hermanos sin que me pagaran nada. Sólo porque si les ayudaba a terminar antes, antes les pagaban a ellos las cuatro gordas que les habían apalabrado.
Molina sintió que era la primera vez que le daba a González la ocasión de hablar y ser escuchado, porque palabra a palabra descubría entre ambos afinidades de las que hasta entonces había permanecido completamente ignorante.
– Ya ve -prosiguió el cabo, que pasada la desconfianza inicial había recuperado aquella locuacidad que le era característica y que tanto había irritado siempre a Molina-. Aquí sí me pagan. Y como me presenté para cabo, hasta una fortuna, comparado con el jornal por el que en mi pueblo me he tenido que romper las costillas de sol a sol. Si lo mira, aquí tampoco se hace tanto. Marchas largas y el sueño corto, eso sí; pero andar he andado como un animal desde chico y siempre me he levantado al alba. ¿Que te pueden pegar un tiro o afeitarte el pescuezo, como al pobre del otro día? De algo hay que morirse. A mí se me han muerto dos hermanillos de fiebres, sin guerra ni moros. De la misma miseria, ya le digo que no hay peor.
Molina dejó que su mirada vagara sobre el mar. Aquel mediodía se veía apacible y azul. Al otro lado estaban el pueblo de González y su propio pueblo, al que él tampoco quería volver. A lo lejos, tanto que casi parecía una imaginación de su mente o un engaño de sus oídos, sonaba un apagado rumor de cañonazos. Sonaba con cierta frecuencia, en los últimos días, y la explicación a la que solía recurrirse era que debía tratarse de alguna posición que apoyaba a una columna móvil o que lanzaba un castigo sobre algún aduar donde se sospechaba que pudieran estar organizándose partidas de la harka. A Molina aquel ruido amortiguado le sumía en inevitables cavilaciones, y al cabo no se le escapó del todo su abstracción.
– ¿Cree que llegarán algún día hasta aquí, mi sargento? -preguntó González, con desusada gravedad.
– Espero que no -repuso Molina, con una franqueza que antes nunca le habría mostrado a González-. Estamos solos y totalmente vendidos. Y la tropa es demasiado nueva y se la ha instruido demasiado aprisa.
Molina tenía una creencia, o quizá era una superstición: si podía escuchar, el diablo escuchaba, siempre. De pronto, sobre el murmullo de los cañones lejanos, se impuso el estampido metálico de un disparo mucho más próximo, al que casi al instante siguió un silbido de bala rebotada. Aquella bala les había pasado muy cerca, y Molina y González, empuñando sus armas, corrieron a cubierto. Uno de los centinelas gritó:
– ¡Cabo! Vienen por aquí.
Pero el centinela se equivocaba. En cuestión de segundos la posición se vio azotada por una tormenta de balazos que llegaban desde todas partes. Los moros que habían aparecido sobre las crestas de los montes se desparramaban a toda velocidad en medio de un griterío espeluznante, y los que ya se habían apostado les disparaban con saña. Molina apremió al cabo:
– Ve a contárselo al teniente. Dile que estamos jodidos de verdad. Hay que responder con los cañones, las ametralladoras, todo.
González corrió hacia la tienda del teniente, que justo en ese momento se asomaba para ver qué ocurría. Molina, por su parte, fue hacia el frente del parapeto, adonde acudían en tropel todos los soldados.
– Repartíos, no os apelotonéis -vociferó, para imponerse al ruido.
Molina fue de un lado a otro organizando a la tropa, empujando hacia resguardo a los muchos que se exponían al fuego, aturdidos por la sorpresa del asalto. Pero la tarea se le amontonaba, y a uno de los hombres no llegó a advertirle a tiempo. Antes de que Molina pudiera atraerle hacia terreno protegido, al soldado se le fue el hombro derecho hacia atrás, como si alguien invisible le hubiera pegado un violento puñetazo. Su fusil cayó al suelo y él se dejó caer también. Después se encogió y empezó a gritar:
– Me han dado, me han dado, ayudadme.
Molina se echó al suelo y se arrastró hacia el herido. No había margen para contemplaciones, así que le cogió de las piernas y tiró de él hacia el parapeto. El soldado seguía gritando, aterrorizado:
– Me duele mucho, mi sargento, ayúdeme.
Molina le apartó la camisa. El tiro le había partido la clavícula. Las astillas de hueso se veían a través del agujero redondo de la bala. Le apretó su pañuelo contra la herida y le dijo:
– Sujétate esto aquí, mientras viene el sanitario. Y tranquilo, que te la has llevado en el mejor sitio en el que podías llevártela.
Sólo había un sanitario y un médico en Afrau, y Molina no sabía lo que tardaría en venir cualquiera de los dos, pero no podía entretenerse más con aquel herido. Cuando se cercioró de que todos estaban donde debían, fue a procurarse él mismo un fusil, para colaborar en la labor ingente de mantener a raya a los asaltantes. Las ametralladoras habían empezado a escupir fuego y su sonido, semejante al petardeo de una motocicleta, daba a los defensores de Afrau el ánimo, por escaso que pudiera resultar en aquellas circunstancias, de disponer de una potencia de fuego superior a la de quienes les atacaban. Dondequiera que las ametralladoras apuntaban, el enemigo se esfumaba de inmediato, como barrido del monte.
En unos pocos minutos, se unieron las dos piezas de artillería. El teniente artillero, jefe accidental de Afrau, había encomendado al teniente de infantería que mandaba la sección de ametralladoras que se ocupara de disponer la defensa en el parapeto. Luego había acudido junto a sus hombres y dirigía ya el fuego de los cañones hacia donde se observaba mayor concentración de moros. Con el concurso de la artillería, y pese a la insuficiente pericia de los fusileros, los europeos lograron contener la embestida, y al cabo de unos minutos se advirtió en los harqueños una vacilación que encorajinó a los soldados. El fuego enemigo era intenso pero poco eficaz si se mantenían bien a cubierto. Afrau tenía la desventaja de estar batida en su interior por una altura próxima, donde la harka había emplazado a un buen número de tiradores, pero contaba por fortuna con un parapeto aspillerado, lo que evitaba a los hombres tener que ofrecer blanco para disparar. Uno de los cañones estaba además machacando aquella altura que les amenazaba.