– Seguid así, sin aflojar -arengaba Molina a sus hombres. Entre los que se aplastaban contra el parapeto había de todo: veteranos, pocos, y novatos, muchos; resueltos, algunos, y pusilánimes, otros. Estaban los que habían pagado por no ir de descubierta, y los que habían cobrado cuatro reales por arriesgarse más de lo que les tocaba. A algunos no los apreciaba especialmente, y a muchos los consideraba deficientes soldados. Pero eran sus soldados y Molina sentía, poderosa como pocas otras, la responsabilidad de mantenerlos firmes y confiados en sus fuerzas frente a la adversidad.
Sin embargo, en el momento en el que todo parecía ir mejor, desde que se había desencadenado el ataque, sucedió algo que socavó la moral de todos. En el extremo del parapeto que cubría un pelotón de la policía indígena se produjo un movimiento anormal. Quienes lo vieron tardaron en comprenderlo. Estaban saltando el parapeto, pero de dentro hacia fuera. A Molina no pudo caberle duda. Los policías estaban desertando, con sus municiones y fusiles. Entre los desertores, pocos más de una docena, identificó a Mhamed, el sargento. Al verle, Molina confirmó, esta vez sí, la intuición que le había movido siempre a desconfiar de aquel sujeto.
Pero ante todo, Molina comprendió que estaban perdiendo una docena de hombres que ganaría la harka, adiestrados y, lo que era peor, armados. Se irguió y vació el máuser contra ellos. Consiguió tumbar a uno y alcanzar al sargento, el más peligroso de todos. Sin embargo, aunque renqueante, Mhamed pudo huir. Cuando Molina volvió a dejarse caer al pie del parapeto se encontró con la cara de horror con que le observaba uno de los soldados. A fin de cuentas, aquellos hombres contra los que Molina acababa de disparar, aunque fueran desertores, habían convivido con ellos durante semanas. Molina suponía que el soldado pensaba eso, pero no se sentía culpable. Había tomado una disposición rápida y necesaria, como le aconsejaba el instinto imperioso del curtido cazador que era. No era cosa agradable herir o matar a un hombre, pero lo que acababa de hacer estaba al margen de cualquier juicio. A Molina le habían ordenado una vez, años atrás, disparar contra un viejo que estaba recogiendo cereal frente a una posición. Molina había tirado al aire y se había hecho arrestar por eso, porque había sentido que matar a aquel viejo era una crueldad gratuita. Pero a los policías desertores les apuntó con toda su alma. Y al soldado horrorizado le dijo:
– Ninguno de esos dos te dará ya a ti.
Después de recargar su fusil, el sargento le ordenó a González que cuidara de cubrir con un pelotón el flanco que habían dejado desprotegido los desertores. Después apuntó con el dedo a aquel soldado que se le había quedado mirando y a otros dos y les ordenó:
– Vosotros tres, venid conmigo.
Los soldados se pusieron inmediatamente en pie, aun manteniéndose un poco encorvados para protegerse de los tiradores enemigos. Ninguno se habría atrevido a mostrar en aquel momento el más mínimo titubeo en obedecer a Molina. El sargento los condujo a lo largo del parapeto hacia el otro extremo de la posición. Allí se hallaban los policías, cerca de quince, que seguían del lado de los europeos. La deserción de sus compañeros los había desconcertado, aunque alguno seguía disparando fríamente hacia los montes.
Molina dijo a los tres hombres que iban con él: -Ojo ahora, y si alguno se desmanda, sin contemplaciones.
Los tres encañonaron con sus fusiles a los policías. Molina, con el suyo abatido, se dirigió al cabo que estaba al frente de los indígenas:
– ¿Qué vais a hacer vosotros, Hassan?
El cabo le observó con los ojos muy abiertos. No había tenido mucho trato con Molina, pero el sargento siempre había sido respetuoso con él. No era como otros militares europeos, que sólo veían en los soldados indígenas a unos perros útiles para echarlos contra otros perros.
– Yo estar amigo, sargento -murmuró.
Molina se fijó entonces en aquella curiosa equivocación verbal que padecían sistemáticamente los moros: no eran, sino que estaban amigos. En algunos era sólo eso, un error, pero en otros tenía un probable segundo sentido. Uno es lo que es y eso no tiene vuelta de hoja, pero estar se puede estar hoy aquí y mañana allí. Tampoco Molina los condenaba por eso, porque fueran amigos del europeo según lo dictaba la oportunidad. El europeo tenía cañones y dinero y siempre era preferible recibir sus billetes antes que sus cañonazos. Así planteado, el asunto no tenía por qué mezclarse con los sentimientos. Todos tenían a los moros por traidores, pero Molina se resignaba a que su lealtad fuera débil, sin reprochárselo. Y de aquellos quince policías que estaban en el parapeto de Afrau sólo le interesaba saber a qué atenerse.
– Te pregunto en serio, cabo -insistió-. Si no estáis seguros me dais los fusiles y le pido al teniente que os deje ir. Si os quedáis es para correr la suerte que corramos nosotros.
– Estar amigo, sargento -repitió el otro.
Los tres soldados que escoltaban a Molina sujetaban asustados sus fusiles. Los policías que rodeaban al cabo, hombres de pellejo endurecido al sol y el fuego de aquellos montes, les miraban a los ojos sopesando si serían capaces de dispararles. Pero veían a Molina y de él no podían dudar.
– De acuerdo, cabo. Reparte a tus hombres por el parapeto. Y si alguno chaquetea me respondes personalmente, así que tú verás lo que te conviene.
– Tú estar tranquilo -asintió el cabo.
Molina dejó allí a los tres hombres que iban con él, más inquietos que otra cosa, y envió a otros cuatro para que cubrieran el hueco de los policías que acudieron a otros puntos del parapeto, cumpliendo sus órdenes. Después se acercó a ver al teniente artillero. El tiroteo había amainado un poco, pero desde las laderas continuaban hostigándolos y seguía siendo arriesgado moverse por el espacio batido de la posición. Molina se trasladó con no poca dificultad hasta. el saliente donde estaban los cañones. El teniente, que era el único que sabía dirigir el fuego, observaba con sus prismáticos las montañas e iba dictando todos los movimientos a los servidores de las piezas. Era una ocupación absorbente, de la que Molina tardó en sacarle.
– Mi teniente -gritó, entre dos cañonazos.
– ¿Qué quiere, Molina? -se revolvió el teniente.
– Ha desertado la mitad de la sección de policía.
– Lo he visto. ¿Y qué? ¿Acaso podía esperarse otra cosa?
– La otra mitad sigue afecta. Les he permitido conservar sus fusiles y los he dispersado por la posición. -Haga lo que crea, sargento.
– Quería confirmar que daba su permiso para no desarmarlos.
– Joder, claro que lo doy, Molina. Vigílalos y ya está.
El sargento tomó nota de algo que venía estando más o menos claro desde que el teniente artillero había asumido el mando de la posición: cualquier decisión que le ahorrasen en relación con la tropa la daba por buena. Había algo que le llamaba la atención a Molina en los oficiales y soldados que tenían una relación tan estrecha con una máquina. La máquina, en aquel caso el cañón, era casi lo único que existía para ellos. Llevando a un extremo malévolo su suposición, Molina llegó a pensar que el denuedo que ponía el teniente en dirigir el fuego no tenía como razón principal el proteger a los demás hombres que estaban siendo atacados. Aquella ansiedad febril que había en la mirada del teniente parecía deberse, más bien, al temor de que sus dos preciadas piezas pudieran caer en poder del enemigo.
Molina regresó zigzagueando hacia el parapeto, desde donde sus hombres continuaban devolviendo el fuego como Dios les daba a entender, con alguna somera indicación de los cabos. Molina se acercó a González.
– Cabo, sólo están haciendo ruido. Hay que intentar que le acierten a algo, y a ti te toca cuidar de eso.
– Ya lo hago, mi sargento. Pero están acojonados. Casi ni me oyen. Bastante suerte tenemos con que no se disparen los unos a los otros.
Molina observó el despliegue de la harka a través de una de las aspilleras.
– Pese a todo, no lo tenemos tan mal -opinó.
– ¿Por qué? -preguntó González.
– Se nos han abalanzado por las bravas, creyendo que sólo con la sorpresa nos pasarían por encima. No han tomado buenas posiciones. Si las ametralladoras hacen su trabajo, los echamos atrás sin problemas.
González se alegró de escucharle eso a Molina, porque sabía que no hablaba por hablar y que de su criterio uno podía fiarse. Pero de ahí a sentirse tranquilo había todo un trecho. El cabo dijo, dubitativo:
– Mi sargento.
– ¿Sí?
– ¿Qué es lo que está pasando? ¿Dónde está el frente?
Molina no contestó en seguida.
– Nosotros somos ahora el frente, González. Y no nos enteraremos de más hasta que nos cepillemos a éstos y rompamos el cerco o hasta que vengan a ayudarnos, si es que viene alguien. Piensa en cada bala que tires y en nada más, que el resto será lo que Dios quiera.
La harka estaba bastante castigada. Por doquier se oían los lamentos de sus heridos, aserrados por las ráfagas de ametralladora o tronzados por los cañonazos. Los europeos, por su parte, habían sufrido pocas bajas. Un muerto y tres heridos, ninguno demasiado grave. El muerto, como casi siempre, había sido cosa de un descuido. Alguien que se había alejado imprudentemente del parapeto, para acercarse a recoger un peine de munición que se le había escapado de las manos al ir a recargar el fusil. Un moro estaba al tanto en su apostadero y con aquel tino fatídico que tenían le había puesto una bala en la cabeza. Lo único bueno era que el difunto casi no se había enterado. Había caído en seco, con un solo espasmo que lo había dejado ultimado e inmóvil sobre aquella tierra voraz.
Al cabo de un par de horas, los harqueños emprendieron la retirada. Retrocedieron como habían avanzado, pegados al suelo como lagartijas y arrancándose de pronto en inverosímiles trepadas por las peñas. Los soldados querían seguirlos hostigando mientras recogían a sus heridos, pero los oficiales ordenaron que cesara el fuego. Aunque habría sido una buena ocasión para aumentar fácilmente las bajas enemigas, tenían que pensar en ahorrar la munición para cuando hiciera más falta.
En los montes quedaron apostados unos cuantos tiradores, que cada tanto probaban suerte sobre la posición. La dotación de las ametralladoras hubo de permanecer por ello prevenida, y nadie pudo moverse por el espacio abierto o cobijarse en las tiendas. Todos se quedaron pegados al parapeto, junto al que aquel día se sirvió un rancho frío.