LA TIERRA ENEMIGA
Cuando aquella tarde el Laya llegó frente a Sidi Dris, sus tripulantes creyeron que retrocedían en el tiempo, a los acontecimientos que habían vivido a principios de junio. La historia se repetía, con exactitud de detalles: en la posición se afanaban los fusileros y retumbaban los cañones; más allá, en las alturas, el enemigo disparaba sin descanso, dejando un rastro de nubecillas blancas que se elevaban lentamente sobre las laderas. Pero a Veiga la situación le pareció mucho menos boyante que la otra vez. Había más moros en las montañas, y los defensores respondían con menos brío.
La maniobra de fondeo se efectuó con rapidez. Los hombres del Laya conocían de sobra aquellas aguas, y una vez tomadas las marcaciones en la costa y reducida completamente la marcha, sonó la esperada orden:
– ¡Fondo!
Largaron las dos anclas, que cayeron al agua acompañadas por el ruido estruendoso que hacían las cadenas al correr. Cuando hubieron soltado la longitud suficiente para tocar fondo y evitar que el buque garreara, el oficial que dirigía la maniobra ordenó dar estopor y hacer firme. Las cadenas quedaron interceptadas con un brusco chasquido y los marineros las aseguraron sin pérdida de tiempo. La virazón soplaba con fuerza bastante para provocar el borneo del barco y dificultar que se mantuviera de través hacia la costa, por lo que fue necesario soltar también un anclote a popa. Con ello el Laya quedó en posición de combate y sólo ligeramente proclive a escorar a babor, algo que los artilleros podían corregir sin demasiada dificultad al hacer la puntería.
La orden de acudir a proteger Sidi Dris había llegado en el último despacho enviado al Laya por el Comandante General. En él se les comunicaba además que el grueso de las tropas evacuaría a primera hora de la mañana el campamento general y emprendería la retirada hacia la llanura. Desde entonces no se había vuelto a saber del Comandante General, pero los del Laya no necesitaban más despachos para percatarse de la magnitud del desastre. Al abandono del campamento general había que sumar la pérdida de Igueriben y de Talilit, cuyos defensores, según aquel último despacho, tenían orden de replegarse sobre Sidi Dris. Tanto esta posición como Afrau, sin ninguna posibilidad de auxilio o retirada por tierra, quedaban aisladas y sólo fiadas a la ayuda que los barcos de la Armada pudieran proporcionarles. Los planes de conquista habían caído súbitamente en el olvido. Ya no había más remedio que admitir los hechos: la potente harka que había lanzado el ataque en todo el frente era ahora la dueña de las montañas.
Comunicaron con la posición. El intercambio de señales era arriesgado para los que estaban en tierra, pero aquellos hombres cifraban en el barco su única esperanza y tenían que hacerle llegar sus mensajes a toda costa. El comandante de Sidi Dris reclamó al Laya urgente cobertura artillera, para poder economizar la ya mermada munición de sus cañones. También dio cuenta de la llegada de los restos de la guarnición de Talilit y del gran número de heridos que tenían. Por su parte, el comandante del Laya, tras acceder a la solicitud recibida, informó a la posición de la inminente arribada de otros dos buques, con los que se organizaría el apoyo que fuera menester darles.
Cumpliendo las órdenes del comandante, los marineros aprestaron la pieza de la amura de estribor y las dos de la toldilla, y el Laya soltó una andanada que hizo temblar la tarde. Los proyectiles abrieron la tierra de las laderas en tres explosiones que sirvieron para acallar momentáneamente el tiroteo de la harka. Poco después se reanudó, aunque menos intenso. El comandante ordenó una segunda y una tercera andanada. Las tres piezas del siete con sesenta y dos volvieron a rasgar por dos veces el aire y la harka recibió una doble ración de metralla que mermó su acometividad. En realidad, los cañonazos sólo habrían producido unas pocas bajas, pero sus efectos en la moral de los atacantes y en la de los defensores bien justificaban el gasto.
– Basta por ahora -dijo el comandante. Hay que guardar para luego.
Los marineros se agolpaban en cubierta para ver el espectáculo del bombardeo y la desesperada defensa de la posición.
– Pobrecillos -decía uno.
– Cómo me alegro de que no me tocara infantería -aseguraba otro.
– Tampoco te alegres tanto -intervino Duarte, que andaba cerca de quienes sostenían aquella conversación-. Imagina quién tendrá que sacarlos de allí, si los moros terminan de ponerse intratables.
– No nos eche ese mal agüero, mi contramaestre -protestó el marinero.
– No os lo echo yo, muchacho, sino la morisma dijo Duarte, señalando hacia los montes-. Ahora son ellos los que nos marcan el paso. Se han acabado las estrategias de los generales, las intrigas y los parlamentos. Habrá que pelear y habrá que hacerlo como quiera esa gente. No nos está mal empleado, por habernos creído que haríamos de ellos lo que nos diera la gana.
Veiga, que estaba de pie en el castillo, a sólo unos metros de distancia, oyó perfectamente la impertinencia de Duarte, pero prefirió fingir y hacerse el distraído. No le apetecía en absoluto llamarle y verse en la obligación de reprenderle delante de la marinería. Por otra parte, se temía que el contramaestre tuviera razón. No cabía depositar demasiada confianza en que los sitiados resistieran por mucho tiempo los embates del enemigo, y las noticias de que disponían tampoco permitían esperar que nadie fuera a venir a romper el cerco. Si el grueso de las fuerzas de la comandancia había emprendido el retroceso en dirección a Melilla, los moros tenían plena libertad de movimiento y podían concentrar frente a Sidi Dris todas las fuerzas que fueran necesarias para rendir la posición. Contra eso, el Laya no podía hacer más que castigar periódicamente las montañas, como si el adversario no fueran aquellos hombres escurridizos y tenaces, sino la tierra que les había visto nacer. Y en realidad, pensó Veiga, así era. Quien les plantaba cara era la propia África, que se reía de ellos y de sus inofensivos proyectiles.
A media tarde, la silueta de otro buque surgió en el horizonte. Era el Princesa, que también había sido movilizado en apoyo de la acuciada posición costera. Fondeó a poca distancia del Laya y los dos barcos intercambiaron señales. El Princesa transmitió las órdenes que había recibido del Alto Comisario, quien se había hecho cargo personalmente de las operaciones tras la desaparición del Comandante General. De acuerdo con aquellas órdenes, había que proteger Sidi Dris con los fuegos de ambos buques y, en caso de no poder sostenerla, favorecer su evacuación y acoger a bordo a los supervivientes. También debían ocuparse de la protección de Afrau, la otra posición costera. Para poder hacer frente a todo el trabajo, navegaba hacia allí el Lauria, cañonero gemelo del Laya. Se acordó que el Laya y el Princesa permanecerían cubriendo Sidi Dris hasta la llegada del tercer buque, momento en el que el Laya partiría hacia aguas de Afrau para verificar las dificultades a que se enfrentaban sus defensores. Se presumía, ya que Afrau se encontraba a veinte kilómetros de la línea del frente, que su situación no sería tan comprometida como la de Sidi Dris.
La tarde fue avanzando lenta y angustiosamente. Cada cuarto de hora, más o menos, los dos buques lanzaban una andanada para escarmentar a los harqueños que rodeaban Sidi Dris. Pero al poco rato el tiroteo se reanudaba, y desde la posición respondían cada vez con menos energía.
– ¿Por qué se dejan avasallar de esa forma? -preguntó un marinero.
– Tienen que ahorrar la munición -explicó Duarte-.Ya deben olerse que no va a llegar ningún convoy para aprovisionarlos. Pon que a cada uno le hayan dado cien cartuchos. Tirando por alto, ciento veinte. Con eso tendrán que aguantar hasta el final. Y quién sabe cuánto les queda.
– Podríamos suministrarles nosotros -apuntó otro, dubitativo.
– No mientras siga cayendo tanto plomo de los montes -descartó Duarte-. La playa está batida por todas partes y nos dejaríamos la piel y los botes en el intento. Y además, diez mil cartuchos arriba o abajo no los van a salvar. Cuando la suerte se pone tan torcida como se les ha puesto a ésos, no se la endereza a no ser que venga Dios Padre con las tenazas gordas. Yo que ellos, ya estaría rezando todo lo que supiera, por si sirve.
Un poco antes del atardecer el comandante del Laya reunió a la oficialidad, para poner en su conocimiento los planes inmediatos y darles cuenta de las últimas informaciones que se habían recibido a bordo.
– Señores, supongo que se hacen cargo de la situación -comenzó el comandante, con solemnidad-. Nuestras fuerzas de tierra parecen haber sufrido un descalabro de enormes proporciones. Las noticias son todavía incompletas y confusas, pero eso no es sino un síntoma más de la catástrofe. Del Comandante General no se sabe nada desde esta mañana. Sólo podemos suponer que está prisionero o que cayó durante la retirada del campamento general. El general segundo jefe está intentando reorganizar las fuerzas hacia la zona de Dar Dríus, para tratar de contener el avance enemigo. No sabemos si lo conseguirá, pero lo que parece muy improbable es que pueda lanzar una contraofensiva. Debemos aceptar, por tanto, que esos montes que tenemos ahí enfrente serán durante algún tiempo territorio enemigo.
Los oficiales se miraron unos a otros. El comandante había hablado con franqueza y amargura, como correspondía para reconocer la derrota y el quebranto consiguiente. A todos les embargaba un sentimiento desmoralizado y trágico, porque aquélla era, sin duda, la más indeseada encrucijada en que un ejército podía hallarse. Después de haber sostenido durante meses la euforia de un avance imparable, todo se había desmoronado de pronto. Los generales desaparecían, los soldados huían y el único objetivo imaginable, que no plausible, era poder frenar la retirada en Dar Dríus, lo que ya suponía perder todo el fruto obtenido en la campaña de aquel año. Lo que algunos se preguntaban era qué podían hacer ellos, con aquel humilde buque y poco más de un centenar de marineros, para paliar la hecatombe.
Veiga, que era el más nuevo, no había paladeado las mieles de los triunfos de la primavera y el invierno anterior, y por ello sentía menos acusadamente el contraste. Sin embargo, su sensación era peor que la de los otros. Su estreno adquiría con aquel viraje de los acontecimientos un aire de fatalidad, arrojándole de cabeza al fracaso sin haberle permitido conocer una sola victoria. En la escuela, al estudiar la historia naval, Veiga se había sentido impresionado por la extensa nómina de barcos idos a pique, flotas deshechas y almirantes vencidos que llenaba los últimos cuatro siglos de aquella armada en la que había dado en enrolarse. El alférez había experimentado una emoción honda, a fuer de triste, al leer aquellos relatos sobre marinos que se enfrentaban sin éxito a enemigos superiores, sobre barcos desarbolados por cañones con mayor alcance que los suyos y sobre escuadras siempre obligadas a navegar en retirada, mientras las seguía en caza la adversaria. La derrota, tal y como se la presentaba en aquellas crónicas, tenía un aire heroico, y solía culminar con una real orden por la que se disponía que siempre hubiera un buque de la Armada que llevara el nombre del valeroso marino que había porfiado hasta hundirse con su nave. Pero la derrota, frente a aquellas costas hostiles y calcinadas de África, no tenía nada de eso. Era una simple humillación, infligida además por aquellos harqueños miserables. Un revés sórdido, cruel y polvoriento.