Pese a todo, aunque Veiga no lo constataría hasta más tarde, en la derrota había algo de aleccionador. Quien nunca la había padecido, de una forma tan absoluta como la que ahora les tocaba, carecía de aquella conciencia de la propia insignificancia y de la contingencia de todos los empeños. Tenía sus inconvenientes, sentirse solo e inerme ante esa conciencia, pero Veiga era hombre de mar y no debían repugnarle la soledad ni la desnudez. Gracias a ellas, llegaría a guardar incluso un recuerdo épico de aquella circunstancia; no una estampa gloriosa como las elaboradas a propósito de los viejos héroes infortunados, sino algo más discreto y de índole estrictamente personal. Algún día, al cabo de los años, se acordaría de aquel momento en que encaraba el desastre en aguas de Sidi Dris, y esa experiencia pesaría en su carácter y en su hechura como hombre, incluso aunque prefiriera no reconocerlo, más que cualquier triunfo que la vida pudiera depararle.
Por el momento, sin embargo, el Laya y su tripulación no eran los peor parados, y por tanto se les adjudicaba el papel de aliviar el trance a los que se encontraban en mayor apuro. El comandante, reconocida la delicada situación, quiso que sus oficiales asumieran su deber:
– El hecho es, señores, que hundido por completo el ejército, nosotros somos lo único que tienen esos desdichados que están ahí sitiados por los moros. Piensen en lo que esperarían ustedes de nosotros si estuvieran en su lugar, y con eso sabrán lo que tienen que hacer. De momento las instrucciones son apoyarlos con nuestra artillería, lo que significa que habrá día y noche una dotación al pie de los cañones para hacer fuego cuando sea preciso. Tenemos que intervenir con eficacia, pero sin escatimar.
– Mi comandante -le interrumpió el segundo oficial.
– Di, Velasco.
– ¿No perdemos el tiempo? Ahí enfrente tienen las horas contadas.
– No entro ni salgo, Velasco. Son las órdenes que tenemos y las cumplimos. El comandante del Princesa y yo mismo le hemos sugerido al Alto Comisario que no creemos que la resistencia pueda prolongarse, pero de momento y mientras no nos digan lo contrario, debemos mantener el apoyo.
– A mi juicio -opinó Velasco-, deberíamos ir pensando en la evacuación.
– No nos toca decidir eso. La evacuación sólo está autorizada para el caso de que la posición no pueda sostenerse. Y eso lo juzgará su comandante, que no lo ha pedido por el momento. Mientras él no aprecie lo contrario, las órdenes del Alto Comisario son repeler el ataque.
A muchos de los presentes la situación se les antojaba difícilmente comprensible. Los soldados de Sidi Dris podrían evacuar la posición si no podían resistir, pero debían resistir hasta que no pudieran más. La orden, confusa en su forma y en su propósito, era un indicio de la desorientación en que en aquellos momentos se hallaba sumido el mando, en parte por los cambios forzados en la jefatura de las operaciones, en parte por el sesgo imprevisto que éstas habían tomado. Para aquellos hombres, habituados a cumplir órdenes, percibir con tanta claridad el desconcierto de sus jefes era una razón más para el desánimo. La mayoría, y el comandante no era una de las excepciones, creía como Velasco que lo único sensato era aceptar que la harka había vencido en toda regla y actuar en consecuencia, es decir, tratar de sacar a aquella pobre gente de allí sin más demora.
– Lo anterior no quita -añadió el comandante para que debamos irnos preparando para una posible
evacuación. Y que todo el mundo tenga presente desde ahora mismo que no es asunto fácil. En la posición hay unos trescientos hombres, muchos heridos. Tenemos seis botes, que deberían hacer varios viajes, y la playa está muy expuesta a los tiradores enemigos -aquí el comandante hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo buscando los ojos de sus oficiales-: Por mucha cobertura que demos desde el barco, sufriremos bajas, con toda seguridad, sin contar con que nuestros marineros no están curtidos en la tarea de combatir como infantes.
Las últimas palabras del comandante ponían el dedo en la llaga, y los oficiales reflexionaron lúgubremente sobre su significado. No sólo pertenecían al ejército vencido, sino que podían verse obligados a sufrir en carne propia el mordisco de la adversidad. Normalmente, la misión del Laya consistía en navegar junto a la costa, haciéndole sentir la amenaza de sus cañones. Con ellos habían roto cercos a posiciones, hostilizado tribus o desbaratado aduares costeros en los que se sospechaba que se alimentaba la resistencia contra la penetración de las tropas. En cualquiera de aquellas acciones la ventaja era toda suya y la desventaja de aquella tierra impotente que sólo recibía sus cañonazos. Pero si se evacuaba Sidi Dris el caso era inverso: tenían que ir hasta allí, hasta la tierra siempre a distancia y ultrajada, y exponerse sin protección a los efectos de su rencor tan largamente alimentado. Muchos desearon en ese instante estar en algún gran buque en el Atlántico, donde la mar era inmensa y no había tierra a la vista y donde todo el peligro era la inexistente posibilidad de batirse contra una escuadra enemiga. Los moros no tenían escuadra, nada más que faluchos que el Laya podía hundir con un soplido, pero la desventura quería que hubieran de ir a buscarlos a su terreno, donde sus montes les hacían temibles y poderosos. El comandante no dejó de advertir la vacilación de sus hombres:
– Ya sé que no es apetecible, pero para eso estamos. Y espero que si tengo que mandar a alguien a arriesgarse a recibir un tiro no haya entre ustedes ninguno que deje de presentarse voluntario.
Había sonado como un reproche, y todos los oficiales lo sintieron como tal y al mismo tiempo como una exigencia que no podrían eludir. Veiga meditó sobre la amenaza que pendía sobre su cabeza, y hubo de admitir que no estaba preparado. No había pensado que tan pronto, al día siguiente o al cabo de unas pocas horas, podía tener que ofrecerse para ser uno de los que se perdieran en el remolino insaciable de aquel desastre. Sin embargo, preparado o no, se ofrecería. Se trataba de elegir entre el miedo y la vergüenza, y a Veiga le había sido inculcado un inflexible orgullo de oficial.
– Eso es todo por ahora, señores -concluyó el comandante-. Cuando se presente el Lauria zarparemos hacia Afrau y veremos cómo están allí.
Algunos minutos después, mientras realizaba su turno sobre cubierta, Veiga se quedó ensimismado ante el rotundo espectáculo del ocaso sobre la costa de Sidi Dris. El cielo se había vuelto de un rojo profundo hacia el oeste, tras la línea sutil del mar y la masa oscura y accidentada de las montañas. Era como si detrás de la cordillera alguien hubiera encendido una hoguera gigantesca, que poco a poco fue perdiendo ardor mientras el firmamento se convertía en un terciopelo morado, suntuoso y fúnebre. Bajo la noche a medio cerrar destellaban esporádicamente los fuegos de los fusiles de la harka, fulminaciones como ojos que se abrían y cerraban implacables en el cuero reseco de los montes. Los cañones de la posición habían enmudecido, y los del Laya desgarraban selectivamente la noche en busca de aquellas luces efímeras tras las que alentaba el enemigo. Ahora no había viento y el Laya estaba plácidamente surto en la mar, sin que la más mínima escora estorbase la labor de los artilleros. Desde Sidi Dris, donde no había ni un farol encendido a fin de dificultarles hacer blanco a los tiradores moros, replicaban los fusileros con la cadencia perezosa que habían mantenido durante toda la tarde. También tableteaban las ametralladoras, lanzando ráfagas intermitentes que desde el Laya se veían como resplandores trémulos y apenas sostenidos.
El contraste de luces y sombras, silencios y estruendos, tenía para Veiga una caprichosa armonía. Durante el día, la calima y el polvo lo difuminaban todo, pero al anochecer se producía una transformación súbita y cautivadora. La mar, el aire, la costa misma, todo tenía un fulgor extraño. Hasta los hombres que allí estaban intentando matar y no morir debían sentirse sobrecogidos por la inaudita belleza de que se revestía el paraje Africano mientras huía la luz y se les venía encima la noche llena de incertidumbres. Veiga había nacido en una tierra donde el anochecer era mucho más impreciso y donde la niebla y la llovizna inundaban a menudo el aire. Y echaba de menos el olor de los árboles y la hierba húmeda, pero aspiraba el aroma acre de la pólvora quemada por los cañones del buque y se quedaba extasiado ante las luces que surgían y se apagaban en la atmósfera limpia de Sidi Dris. Era una fascinación irresistible, aunque el alférez no olvidaba que pronto aquellos tenaces tiradores podían tenerle a él mismo en su mira.
La noche avanzó, sin que por ello los defensores de Sidi Dris disfrutaran de tregua. Los harqueños parecían resueltos a minar su resistencia hasta que se persuadieran de que sus cartas estaban jugadas y perdidas. Los dos buques siguieron bombardeando periódicamente la costa, pero el castigo, por lo demás bastante aleatorio, no alcanzaba resultados apreciables. De hecho, hacia las diez de la noche los disparos sobre la posición se recrudecieron, como si la harka intentara aprovechar la ineficacia que el cañoneo naval demostraba en ausencia de luz. Pero los sufridos soldados se mantuvieron firmes y soportaron como pudieron la acometida. Al cabo de media hora, se volvió al paqueo incordioso y deshilvanado, que gastaba los nervios pero no planteaba un peligro inminente de que los moros tomaran la posición.
Ya de madrugada llegó el Lauria a aguas de Sidi Dris. Era un barco en todo idéntico al Laya, salvo los tres zunchos que ostentaba en su chimenea, frente al único y solitario que tenía la del Laya. El Lauria se situó en posición de combate y tomó el relevo del Laya. Sus artilleros estaban más frescos, y hasta deseaban entrar en acción. Lo demostraron con tres andanadas muy seguidas, que advirtieron a sitiadores y sitiados de que alguien más animoso se había unido a la refriega. Inmediatamente, el comandante del Laya dio orden de levar anclas y de poner proa a Afrau. Para los servidores de los cañones eso suponía la posibilidad de un descanso que todos se precipitaron a aprovechar en su coy. También Veiga, que acababa de ser relevado, intentó dormir un poco. Sentía un agotamiento absoluto, en los músculos y en el cerebro. Cerró los ojos y durante un segundo vio, grabadas a fuego en su retina, las luces de los disparos alrededor de Sidi Dris. Después quedó inconsciente.
Poco antes del amanecer vinieron a despertarle. En ese mismo instante comprobó que habían detenido la marcha, y cuando salió a cubierta vio que el Laya ya estaba fondeado en aguas de Afrau. La posición, más pequeña que Sidi Dris, estaba igualmente sitiada, aunque la intensidad del fuego que hacían sobre ella era mucho menor. A aquella hora sólo había tiros sueltos, a los que desde la posición apenas contestaban Vio que las dos piezas de la toldilla del Laya estaban apuntadas hacia tierra, pero los hombres somnolientos que las atendían se mantenían inmóviles, aguardando órdenes. El alférez tuvo un escalofrío. Durante el día el calor era espantoso, pero de noche, y especialmente cuando ya se acercaba la amanecida, el frescor de la mar le calaba a uno los huesos. Al volverse y ver la proa del barco apuntando a la aurora, Veiga notó una difusa sensación de bienestar. Haciendo un pequeño esfuerzo, hasta podían dejar de oírse los disparos en la costa. Probó a creer que nada había pasado y que aquél era un relevo rutinario, como tantos otros que había hecho despreocupadamente en las últimas semanas. Alargó el espejismo con voluptuosidad, mientras subía hacia el puente.