Desde allí, Veiga contempló adormilado el clarear del alba. Surgió al fin el disco rojo del sol, que dibujó primero la sombra de los dos cañones de proa y les arrancó después un cálido reflejo metálico. Entonces, instintivamente, Veiga se volvió hacia tierra y vio la costa que tornaba a alzarse en el horizonte, con su aridez y su agria promesa de muerte para todos.
En cuanto hubo luz suficiente, intentaron comunicar con la posición. Los moros, quizá percatándose de lo que se estaba preparando, aprovecharon el instante para intensificar su ataque. Con ello marcaban de paso el funesto inicio de una nueva jornada de asedio para los soldados de Afrau. Desde el Laya, apenas pudo advertirse aquel movimiento enemigo alrededor de la posición, se decidió intervenir. Los cañones arrojaron sobre los atacantes una lluvia de metralla y las dos piezas de la posición remataron la faena. Con ello se ganó el respiro necesario para poder intercambiar las señales.
Trataron de transmitir a la posición el plan de actuación que había sido ordenado por el Alto Comisario. Pero desde el principio recibieron desde tierra respuestas anómalas y totalmente ininteligibles. Probaron una y otra vez, sin el menor resultado. Al fin hubieron de rendirse a la evidencia: los códigos de señales no eran comunes, así que les iba a ser imposible entenderse con ellos. El hecho, intolerable e insólito, indicaba hasta qué punto llegaba en aquel ejército desguazado la desorganización. Pero esto no era una consecuencia, sino la raíz misma del desastre.
El comandante, tras comprobar la discrepancia de códigos, dijo:
– Sólo podemos esperar que sea posible comunicar con ellos por radiotelégrafo. Habrá que emitir el mensaje y ver si lo captan.
– ¿Y mientras tanto? -preguntó el segundo oficial.
– Mientras tanto nos quedamos aquí -repuso el comandante-.Y adivinamos cuándo les hacemos falta y entonces bombardeamos. Han estado solos hasta ahora. Que sientan que alguien se preocupa de ellos.
Veiga, como el resto de los hombres del Laya, se imaginó lo que pasaría por la mente de aquellos hombres, confinados en su reducto y sin posibilidad de hacerle llegar a nadie sus llamadas de socorro, porque nadie iba a descifrar sus mensajes construidos con una clave en desuso. Entretanto, la harka, que había recobrado posiciones, volvía a hostigarlos con saña. El comandante ordenó alistar también la pieza de la amura de estribor y el Laya reanudó el cañoneo en respuesta. Sólo así, a cañonazos, podían decirles a los hombres de Afrau que estaban a su lado. Pero la tierra seguía encajando impertérrita los proyectiles, como si se burlara de su patético empeño.