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Volvió a caer la noche y el combate continuaba en Afrau. De vez en cuando, la línea oculta del mar se encendía con el resplandor naranja de los cañonazos del Laya. Algunos hombres intentaban dormir, mientras los demás trataban de divisar en la oscuridad a los harqueños. Molina sentía en las sienes y en los párpados el cansancio, pero se forzaba a seguir en pie. Algo que le obsesionaba era vigilar la conducta de los policías. Los que se habían quedado habían mantenido una actitud constantemente valerosa, pero no olvidaba a los que habían desertado y temía que la noche fuera la ocasión que otros aguardaban. El cabo indígena, percatándose del recelo y la fatiga del sargento, se acercó a él en mitad de la madrugada y le dijo:

– Tú dormir algo, sargento. Yo estar amigo, te juro, y cuidar de que los demás estar amigos también. Si alguno saltar, yo hacer pum pum.

Molina observó al cabo. Sonreía aviesamente, pero el sargento sintió que no andaba prometiendo de balde. En cualquier caso, en alguien tenía que confiar. Nadie sabía cuántas horas de asedio les aguardaban todavía, y no podía esperar pasarlas todas en vela. Se acomodó en un hueco del parapeto y se dispuso a echar una cabezada. A su lado roncaba un soldado, un sujeto grande y desmadejado. Molina pensó que era raro que alguien fuera capaz de dormir así cuando la muerte le rondaba. Se amodorró como pudo. Los disparos fueron quedando más lejos, pero no se apagaron del todo.

El día siguiente amaneció idéntico. Cada vez tenían menos agua y andaban menos sobrados de cartuchos. El número de heridos crecía y el sitio en la enfermería y los medios para curarlos disminuían en la misma proporción. Por lo menos la harka no parecía aumentar mucho sus efectivos, y quizá por ello su acoso, aunque incesante, no se agravaba. A mediodía, el cabo de ingenieros fue a darle una inesperada noticia al teniente Rivas:

– Hemos recibido por radio un despacho incompleto del Alto Comisario. Nos autorizan a evacuar la posición. Nos sacará la Armada, pero también tienen que sacar a los de Sidi Dris. El despacho dice que si el barco se va esta madrugada es que los sacan primero a ellos.

Rivas reunió inmediatamente a los oficiales. Cuando les comunicó las novedades, se hizo un pesado silencio. Por un lado era un alivio, pero por otro quedaba confirmada la derrota. Andrade habló el primero:

– Lo que yo decía. Nos han hecho pedazos.

– Ahora hay que ponerse a lo que hay que ponerse, alférez -dijo Rivas.

– ¿Y por qué recogen antes a los de Sidi Dris? -preguntó el suboficial.

– Ya veremos qué pasa al final -gruñó el teniente-. No sé, quizá estén más apurados. Digan a los hombres que van a sacarnos de aquí, aunque está por saberse el momento. Puede que eso les suba un poco la moral.

El teniente no erró en su cálculo. La posibilidad ahora cierta de que aquel barco fuera a librarlos del suplicio hizo a todos volverse hacia el mar con una fervorosa esperanza. Hasta los disparos enemigos parecían intimidarlos menos, aunque siguieran dando a alguno de vez en cuando.

La madrugada siguiente, sin embargo, ocurrió algo que no por previsto dejó de suponer un duro golpe. Al amparo de las sombras, el Laya levó anclas y abandonó las aguas de Afrau. Se cumplía el pronóstico: iban a salvar primero a los de Sidi Dris y dejaban a los de Afrau desamparados, aunque fuera temporalmente. Molina miró los cañones de la posición, ahora mudos, y comprendió cuánto iban a echar en falta los del barco. Los moros también se dieron cuenta de que el barco se había ido, y el monótono paqueo nocturno se convirtió en un impetuoso vendaval de plomo. Molina ordenó a sus hombres que fueran a cubrir sus puestos. Sacando fuerzas de flaqueza, despertando a los que dormían, los defensores de Afrau se dispusieron a hacer frente a aquella nueva torcedura de su suerte. Todos ellos, indígenas y europeos, veteranos y borre gos, seguían resistiendo, contra la extenuación, el calor y la sed que los abrasaba. De pronto, Molina notó que algo se agitaba a sus pies. Era Luisito, que gimoteaba histéricamente. Se le subió por el pantalón y se le acurrucó sobre el hombro, con el rabo enroscado y tembloroso.

– Coño -dijo Molina-. El que faltaba.

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