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Los oficiales no daban crédito a lo que oían. ¿Cómo era posible que aquellos salvajes, que profanaban y descuartizaban los cadáveres, hicieran aquel extravagante ofrecimiento? Uno de ellos preguntó:

– ¿Y el cadáver del Comandante General?

El comandante bajó la mirada y produjo un leve carraspeo.

– Del Comandante General no sabemos nada dijo-. Esto es lo que hay, y esto es lo que vamos a recoger.

Durante la travesía, Veiga se acordó de la única vez en su vida que había visto al coronel Morán. Trató de representarse su gesto serio y su mirada cálida, y volvió a verle solo entre los otros, en la playa donde entonces le había dejado y donde ahora iban a hacerse cargo de sus despojos. También se acordó de la manera en que le había saludado y le había dado las gracias, como si fuera un igual y no un lacayo obligado a llevarle y traerle.

Habían salido de buena mañana y llegaron a Sidi Dris a mediodía. La maniobra de fondeo la repitieron como tantas otras veces, sólo que sin el apremio de las últimas, porque ahora no se trataba de colocar el barco en posición de combate cuanto antes, sino simplemente de recalar frente a la playa. El comandante decidió quiénes irían a recoger el cuerpo. Partirían dos botes al mando del segundo oficial, auxiliado por Veiga. Este notó que al designarle el comandante trataba de hacerle una especie de honor. La naturaleza de la misión exigía al menos el rango del segundo oficial para representar al Alto Comisario, pero debía otorgar al oficial que había ido y vuelto de aquella playa bajo el fuego el privilegio de ir ahora sin peligro.

Arriaron los botes. Era un día luminoso y ardiente de agosto y la mar estaba en calma. Mientras avanzaban de nuevo hacia aquella costa maldita, en la cabeza de Veiga se agolpaban las imágenes del cerco y la frustrada evacuación de Sidi Dris. Sobre los restos de la posición se veía a gran cantidad de moros. En la playa había también una cincuentena de ellos. Cubrieron la distancia sin apresurarse, empujando los botes con los remos hasta que los hicieron embarrancar. Quedaron dos marineros por bote para sostenerlos, y los demás bajaron con los oficiales. Los moros que los aguardaban estaban formados, y siguiendo las órdenes del segundo oficial Veiga formó a sus marineros también. En el suelo había un ataúd de cinc. Del grupo de moros se destacó uno que traía distintivos de oficial. Notó entonces Veiga que todos estaban uniformados, y que algunos otros llevaban galones, probablemente arrancados de uniformes europeos. El oficial moro saludó al segundo oficial y le comunicó con solemnidad que le hacía entrega del cadáver del coronel Morán. Por la soltura con que se expresaba, parecía tratarse de un desertor de regulares o de la policía. El segundo oficial le devolvió sin mucha cordialidad el saludo y ordenó a seis marineros que cargaran el ataúd. En ese momento el oficial moro se volvió hacia sus hombres y les ordenó presentar armas. Así, mientras los demonios de la harka le rendían honores de ordenanza, el cuerpo del coronel Morán subió a hombros de sus compatriotas y fue transportado hasta los botes. Veiga hizo que los marineros presentaran también armas, y después todos embarcaron en silencio.

Mientras bogaban de regreso hacia el Laya, Veiga distinguió sobre una peña a un moro solitario, con porte de notable. Vestía la chilaba parda y el turbante blanco de las tribus de las montañas. Era algo rechoncho y al moverse cojeaba un poco. Por ese detalle supo, más tarde, que aquel moro era el Jatabi, que había acudido a despedir a su amigo.

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