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– Me cago en… -estalló, furioso-. ¿Qué hacen aquí estas cabras?

Al oír sus gritos, un soldado acudió a la carrera. -Las cabras son del suboficial, mi sargento -le informó, apurado.

Molina estaba al tanto de aquella corruptela. El suboficial, además de los negocios que se traía con el cantinero y con la intendencia de la compañía, tenía aquellas tres cabras, que le cuidaban los soldados.

– ¿Del suboficial? Vamos a ver. ¿Quién las cuida? Vosotros, ¿no? Pues estas cabras son vuestras, hombre.

Y mientras lo decía empezó a empujar a las cabras hacia el corral. Una vez que las tuvo encerradas, llamó a los rancheros y les pidió un cuchillo de carnicero. En cuanto se lo trajeron, sin pensarlo, cogió la primera cabra y la degolló expeditivamente. La misma suerte corrieron las otras dos, aunque con la última tuvo que emplearse a fondo para poder hacerse con ella. Después limpió el cuchillo con un trapo y concluyó:

– Las cabras son vuestras, así que hoy que os las pongan para comer. Ya está bien de pescado en conserva y de judías rancias.

– Pero, mi sargento, el suboficial… -farfulló uno de los soldados, aterrado.

– El suboficial me va a tocar los cojones -bramó Molina, mientras se alejaba.

Nadie le había visto nunca tan iracundo, y muchos aguardaron con expectación el inevitable choque con el suboficial tras la masacre de todo su ganado. Pero ya fuera porque se hiciera cargo del impacto que al sargento le había producido lo sucedido en la descubierta, ya porque sabía que la cría de aquellas cabras por la tropa era una infracción de las ordenanzas, el suboficial se guardó su contrariedad y no exigió represalia alguna. Aunque el teniente le afeó perezosamente a Molina su acceso de cólera, al final las cabras enriquecieron el rancho, para disfrute de todos. Gracias a la furia del sargento, aquel día hubo en Afrau algo digno de ser saboreado.

Sin embargo, la baja de aquella descubierta hizo mella. Era la primera irrupción severa de la guerra en la adormecida placidez de Afrau. Por añadidura, aquel mediodía el correo del regimiento trajo una mala noticia. La compañía de Afrau debía prestar un pelotón para reforzar la posición de Talilit, a la que se había decidido agregar una sección constituida con sobrantes de varias unidades. Junto con la orden venía la lista, en la que se contaban veintitrés hombres, un sargento y dos cabos. Uno de estos dos cabos era precisamente Amador. Al recibir la noticia, a los afectados se les mudó el gesto. Muchos sabían que los de Talilit ya habían tenido que liarse a tiros alguna vez, y lo que a nadie se le ocultaba era que Talilit estaba en primera línea y sin posibilidad de recurrir a la Armada para disponer de fuego de cobertura o para una evacuación en caso de emergencia. Los que estaban en Afrau se habían acostumbrado a considerarse unos privilegiados, con la playa cerca y el fregado a veinte kilómetros. Todo eso se había terminado de golpe para veintiséis de ellos. Amador se lamentaba con Molina:

– Ya ve, mi sargento. Me ha castigado Dios, que va a resultar que existe. Por pensar que los de Talilit iban a hacer la guerra por nosotros. ¿Se acuerda? «Antes de llegar aquí tendrán que pasar por Talilit», me animaba. Pues allá voy, al disparadero. La mala suerte, siempre lo digo, que una vez que la pruebas te coge querencia. Primero África, y ahora a Talilit.

– No seas idiota, Amador -le reprochó Molina-. Lleva los ojos abiertos y ganas de volver, que no hay peor mala suerte que la que uno se busca.

– Ganas de volver las llevo todas -aseguró Amador-.Y de lo otro procuraré acordarme. He tenido buen maestro.

– No está el día para que me digas eso, cabo. Mira, ya que nos quedan unas horas para separarnos, nos olvidamos de la guerra. Vamos a la cantina, y nos bebemos unos vasos de esa ponzoña química que sirve el gordo. A condición de que no te me derrumbes, que no se me da consolar borrachos.

A media tarde, el centinela del puesto principal vio una pequeña figura que se aproximaba a toda velocidad hacia la posición. Al principio no la identificó y llegó a prevenir el arma. Pero cuando estuvo más cerca bajó el fusil y se echó a reír. Era Luisito, que se había quedado dormido junto al pozo y había tenido que recorrer el camino por sus medios. Quizá por eso, o por el simple hecho de que le hubieran dejado, entró en la posición hecho un basilisco, enseñando los dientes a un lado y a otro. Cuando se lo contaron, Molina, ya con unos vasos de vino a las espaldas, comentó:

– El jodío bichillo. Egoísta como todos. Ya ves tú lo que le importará que hoy me hayan degollado a un hombre. Así es la cosa, los vivos exigiendo y los muertos olvidados. Y así es como ha de ser, seguramente.

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