Pero los moros no atacaron. Poco antes de que los soldados los perdieran de vista tras un recodo del camino, se retiraron rápidamente. Todos respiraron, momento que Molina aprovechó para advertir:
– Ojo, que esto no se acaba hasta que estemos de vuelta en la posición.
Llegaron al fin al pozo. Los acemileros y algunos de los soldados se encargaron de llenar las cubas. El agua era bastante salobre y sólo de relativa confianza. Siempre resultaba aconsejable hervirla, pero lo bueno que podía decirse de ella era que en Afrau se bebía y las consecuencias no pasaban de alguna descomposición general de vez en cuando. En otros sitios el agua no podía ni probarse, porque daba directamente las palúdicas.
Mientras los acemileros remataban la operación, Molina cambiaba impresiones con el cabo. Habían dispuesto a los restantes elementos del pelotón alrededor del pozo y andaban enfrascados en preparar el regreso.
– Ve muy atento, cabo -decía Molina-. Si yo fuera uno de los que nos hemos encontrado antes, tendría muy claro cuándo me interesa atacar. Mejor a la vuelta, cuando vamos cargados y preocupados de no perder el agua.
– No parecían demasiado decididos -objetó Amador.
– Nunca te fíes de lo que parecen. Tienen la obligación de confundirnos. Aunque seamos menos vivos y ellos tengan la ventaja del terreno, también saben que somos más y vamos mejor armados.
No todo eran preocupaciones y tareas penosas entre los integrantes del convoy. Aprovechando la parada, Luisito había bajado del mulo y exploraba los alrededores del pozo. Después de corretear en todas direcciones, había trepado a un árbol y se descolgaba alegremente de rama en rama.
– Qué envidia me da el mono -confesó Amador-. A veces me parece que es el único que está acostumbrado a todo esto.
– Tiene los sesos chicos, nada más juzgó abstraído Molina.
Cansado de dar saltos, el mono se recostó contra el tronco del árbol. El muy sinvergüenza era el único que tenía sombra y se adormiló allí. Sólo su rabo, enroscándose a un lado y a otro, daba señales de vida.
Una vez cargada el agua, el convoy se rehízo. Los mulos echaron a andar de mala gana con el peso añadido que ahora colgaba sobre sus costillas. Los acemileros les tiraban sin misericordia del ronzal y los soldados se abrieron atropelladamente a los lados. Todos tenían prisa por deshacer los dos kilómetros, que la condición del terreno hacía parecer cinco.
– Despacito y buena letra -los reprendió Molina-. Y desplegados. No quiero ver a uno solo que tenga en la línea de fuego a su compañero.
Los soldados obedecieron y el convoy fue superando rampas y obstáculos en su lento regreso hacia el mar. No se veía a nadie, lo que en aquella tierra era acaso más intranquilizador que lo contrario. Un ave rapaz pasó volando por encima de ellos. Describió lentamente un par de círculos y subió impulsándose con sus anchas alas hasta lo alto de uno de los riscos. Allí se posó y se quedó contemplando majestuosa y altiva el panorama.
– Es un águila -dijo uno.
– Grande es, desde luego -admitió otro.
El propio Molina se quedó fascinado con el bicho. Nunca había visto uno semejante, y su instinto de cazador era difícilmente reprimible ante una aparición como aquélla. Uno de los que iban junto, a Amador, que además de buen tirador y veterano de frica era conocedor de la puntería del sargento, reparó en su interés y se atrevió a proponerle:
– Tírele usted, mi sargento. Seguro que la tumba.
Molina sopesó la propuesta. El águila estaba a unos trescientos metros, una distancia casi imposible para cualquiera. Por otra parte, le disgustaba la idea de parar el convoy para hacer aquella exhibición. Pero el convoy se había detenido ya y no había nadie a la vista. Tampoco tenía nada de malo, quizá, aliviar un poco la rutina de aquellos hombres. Molina no era hombre que demorase mucho las decisiones. Cogió su fusil, se enrolló la correa en el antebrazo y antes de echárselo a la cara, dijo:
– Le tiro para hacer la prueba y seguimos. Sobre todo, que nadie deje de fijarse en lo que tiene que fijarse.
Pero era difícil saber que Molina le estaba apuntando al águila y no mirar hacia el risco. El sargento ajustó el alza y centró el blanco en el punto de mira. El águila permanecía inmóvil. Se disponía Molina a empujar el gatillo cuando cruzó por su mente, como una ráfaga perturbadora, la imagen de los moros vigilantes en lo alto de las colinas. De pronto, reparó en la temeridad que iba a hacer. El disparo lo oirían aquellos moros y se oiría también desde la posición, donde sembraría la inquietud entre quienes los esperaban. Le fastidiaba rectificar, casi tanto como dejar irse una pieza, pero bajó el fusil. Se lo echó al hombro y declaró, con su austeridad habitual:
– Demasiado lejos. Vamos, en marcha.
Los soldados, desilusionados, obedecieron.
A poco más de un kilómetro de Afrau se cruzaron con un viejo que iba en un borriquillo. El viejo se apartó a un lado del camino y los observó con un gesto reconcentrado mientras pasaban. Los soldados le iban esquivando, uno tras otro, y al llegar a su altura le apuntaban vagamente con los fusiles. Molina recordó que un par de meses atrás se habrían saludado sin más, y que el viejo se habría esforzado por parecer amable. Cuando lo rebasaron, Amador no dejó de espiarle de soslayo. Pero el viejo reanudó su camino y desapareció con su borrico en una revuelta cercana.
El accidente ocurrió unos metros más adelante. Todos iban con la mirada puesta en las alturas, pensando en posibles tiradores. Ese era el peligro previsible, y el que determinaba el orden y la disposición en que los hombres avanzaban. Pero de repente, de detrás de uno de los matorrales que había al costado del camino salió un moro armado con una gumía, se acercó por la espalda a uno de los soldados y le dio un tajo en el cuello. Los demás, incluido Molina, tardaron en reaccionar. Nadie podía imaginar que los atacaran así, con ese riesgo y al arma blanca. El agresor trató de escapar, pero los restantes miembros de la escuadra, pasado el primer momento de estupor, hicieron fuego y el moro cayó acribillado. Se vino abajo como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Algunos siguieron disparándole todavía cuando ya estaba en el suelo. Molina corrió hacia donde había quedado tendido el soldado herido, mientras le pedía a Amador:
– Cabo, ocúpate de la cobertura.
Amador organizó en seguida a la otra escuadra. Si en ese momento les disparaban desde arriba podían liquidarlos a todos, a menos que alguien siguiera pendiente de cubrir a los demás. Molina se inclinó sobre el cuerpo convulso del soldado caído. El moro se había salido con la suya. Le había rebanado la arteria y todos sus esfuerzos por contener la hemorragia fueron estériles. Era el primer hombre que perdía Molina desde que había llegado a Afrau. Aunque le dolía, comprendió que en aquel momento sólo podía pensar en los otros quince que seguían dependiendo de él. Lo que había en el suelo ya no era más que un cadáver, y como tal debía tratarse.
– Cargadlo sobre uno de los mulos -ordenó a los acemileros.
Uno de los soldados, presa de la histeria, se había acercado al cuerpo sin vida del moro y la emprendía a patadas con él:
– Hijo de la gran puta -gritaba.
Molina, que intentaba restablecer el orden entre los miembros de la escuadra atacada, se fue hacia el soldado y le sujetó por los hombros.
– Está muerto -le dijo, con firmeza-. No le puedes hacer más.
El peor de los temores del sargento era que el suicida de la gumía no estuviera solo, y que sus compañeros aprovecharan el desconcierto en que habían quedado sumidos los soldados para sepultarlos bajo una lluvia de plomo. Pero aquel temor no se cumplió. Tal vez no había nadie apostado en las colinas, o tal vez los que lo estaban apreciaron que los que mandaban el pelotón no habían dejado que se descompusiera del todo y no quisieron correr riesgos. Fuera cual fuera la razón, el convoy reanudó su marcha y cubrió el trecho que le separaba de Afrau sin volver a ser hostilizado.
Entraron en la posición ofreciendo una triste estampa: los soldados desencajados, los acemileros taciturnos, el muerto sobre el lomo del mulo y el sargento con aire amargo y caviloso. Rompieron filas y el sargento fue a darle novedades al teniente jefe accidental. El artillero le recibió con prevención, alertado por el revuelo que había despertado el convoy a su llegada.
– Una baja, mi teniente -refirió Molina-. Por arma blanca, en el camino de vuelta. Hemos abatido al atacante.
– ¿Por arma blanca? -preguntó el teniente.
– Un loco, mi teniente -explicó el sargento, en tono de fatalidad-. Salió de pronto y no pudimos hacer nada. Cuando se resignan a que los matemos, es difícil que no se nos lleven a alguno por delante.
El teniente no quiso pedir más explicaciones. Aquel Molina pasaba por ser el mejor sargento de Afrau, así que a él le valía lo que dijera. Lo del muerto era una lástima, pero así solía suceder en infantería y sobre todo en aquella guerra, en la que apenas había grandes movimientos de tropas. Las escaramuzas eran de un puñado de hombres contra otro puñado de hombres o incluso contra uno solo, como había ocurrido aquella mañana. El maldito terreno forzaba esa guerra mínima y cruel, tan distinta de la que el teniente había estudiado en la academia de artillería. Era una guerra chapucera y fastidiosa, por la que no sentía ninguna curiosidad intelectual.
Molina salió de la tienda del teniente y se encaminó hacia donde estaban los soldados que le habían acompañado en aquel funesto convoy. Habían tendido al muerto sobre una manta y al ver llegar al sargento se apartaron. Molina notó que aquellos soldados le guardaban rencor. El muerto era uno de los que había estado pagando por no hacer la descubierta, como la mayoría de los supervivientes, y era inevitable que éstos responsabilizaran al sargento. El propio Molina se sentía responsable, pero de otro modo.
– Escribiré a sus padres para contárselo dijo, sin apartar la vista del cadáver-. Les diré que murió a mis órdenes y les pediré perdón por no haber sabido cuidarlo. Sé lo que pensáis. Que él venía hoy porque yo lo puse en la lista. Pero eso a mí no me importa. Si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro, y también me tocaría escribir a sus padres. Hoy hemos aprendido algo, vosotros y yo. Lo primero, que en África no sólo las balas tienen nombre. Lo segundo, que nunca sabes lo que te puede pasar.
El sargento no dijo nada más. Se dio media vuelta y se dirigió a su tienda. Ni siquiera Amador se atrevió a acompañarle. Estaba claro que en aquel instante Molina quería estar solo. Cuando llegó a la tienda, se tropezó con tres cabras que triscaban olímpicamente entre los catres. Una de ellas arrojaba en ese momento sobre su petate una lluvia de excrementos.