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– Alto el fuego todo el mundo.

Todavía hubieron de pasar otros diez minutos antes de que dieran por desaparecida la amenaza. Los soldados se asomaron sobre el parapeto y se quedaron contemplando embobados el aduar devorado por las llamas.

– ¿Para qué han hecho eso? -se preguntaban todavía algunos.

– Para despejar el terreno -dijo Andreu, sarcástico. -¿Cómo? -insistió uno de los incautos.

– Le han ordenado a la gente del pueblo que se marche y ahora le prenden fuego. Eso quiere decir que Talilit pasa a ser zona de guerra. Hacen lo que haría cualquier ejército: evacuar a los civiles.

– Joder, catalán, no le veo la gracia.

– Pues trata de vérsela, que eso es lo que hay. Y de ahora en adelante te aconsejo que vayas a dar un beso a los cañones todas las noches, antes de acostarte. Son como tu mamá, sólo ellos te defenderán del coco.

– Te vas a ir a tomar por culo, con la guasa.

– Mientras no nos vayamos todos -rezongó Andreu, vaciando la recámara del fusil y encaminándose hacia la tienda.

Desde el campamento general les informaron que no había por qué alarmarse. Que era cierto que algunos elementos dispersos de la harka estaban alborotando por la zona de Tensamán, pero que en ningún caso constituían una concentración preocupante. Se insistía en la necesidad de estar alerta y de mantener reforzada la vigilancia, eso era todo. Se estaban preparando las operaciones de castigo necesarias, y en cuanto a los convoyes, saldrían al día siguiente con toda normalidad. Por lo que se refería a Talilit, se había pensado en enviarles otra sección desde alguna posición de retaguardia, para aliviar el ritmo de los servicios. No tardaría más de una semana, prometieron. El capitán dio estas noticias a la tropa y restableció algo la moral.

La noche transcurrió tranquila, y a la mañana siguiente, tal y como estaba previsto, se presentó el convoy con los suministros y el correo. Su llegada provocó más alborozo que de ordinario, porque era un signo de que todo estaba bajo control. Definitivamente, lo del día anterior había sido un incidente sin mayor trascendencia. Los soldados que tenían cartas o paquetes de casa abrieron unas y otros con avidez. Su miedo de hacía unas horas se les antojaba ahora excesivo. Un puñado de moros desharrapados nunca podían poner en verdaderos apuros a la maquinaria militar de una potencia europea. Después de aquellas operaciones de castigo que ya estaban en marcha, el frente de Tensamán sería tan plácido como un balneario.

Andreu no tenía carta. De hecho, sólo había recibido una vez, y casi habían tenido que jurarle que era para él antes de que la cogiese. Había sido su hermana, con la que apenas se hablaba. Por alguna razón le había dado un remordimiento y le había puesto unas letras. De lo que traía el convoy, lo que más le interesaba era el agua. Cuando descargaban las barricas, las miraba con angustia, sobre todo si parecía que iba a derramarse algo. Sólo de pensar que en caso de fallar el convoy se quedarían sin agua, se ponía enfermo. Muchas noches hasta soñaba con el agua. Y no era el único. La comida que les daban, conservas de pescado y legumbres sobre todo, producía una sed que casi parecía buscada aposta, con una especie de cálculo sádico.

Aquel convoy presentaba una novedad. Aparte de los soldados de intendencia y los regulares que solían protegerlos, traían una sección de caballería indígena. El sargento que venía al frente montaba un caballo blanco. Mientras su montura descansaba, el sargento no paraba de mirar hacia la sierra. Era uno de esos moros de porte señorial, y su mirada, apuntada siempre a lo lejos, parecía capaz de descubrir el peligro a distancias fabulosas. Andreu ya se había hecho a localizar, entre el hatajo de aficionados que pululaban por aquella guerra, a los pocos profesionales auténticos. Y aquel sargento lo era. El y sus hombres no perdían detalle de lo que sucedía a su alrededor. Todo, empezando por el propio hecho de que alguien hubiera considerado necesario reforzar aquel convoy con la caballería indígena, le inclinaba a Andreu a creer que la despreocupación que trataban de transmitirles era un engaño. Pero lo más sorprendente era que los primeros engañados eran los jefes. Nadie parecía más convencido de la imposibilidad de que la harka pudiera turbar su sueño que los oficiales. Hasta los más pendencieros lo descartaban. El teniente artillero, sin ir más lejos, fanfarroneaba con el oficial que mandaba el convoy:

– Es una lástima, pero no creo que aquí vayan a juntarse moros suficientes como para que merezca la pena tirar otro cañonazo.

A mediodía partió el convoy, dejando plenamente abastecida Talilit y con el ánimo alto a sus hombres. La columna, precedida por los exploradores de la caballería indígena, se perdió sin un solo contratiempo al fondo del valle. El sargento moro caracoleaba de un lado a otro con su caballo blanco. A partir de ahí, la tarde pasó apacible y tediosamente. Por la noche, mientras trataba de conciliar el sueño en su tienda, Andreu se dijo que no podía obsesionarse de esa forma con la amenaza de la harka. Una cosa era cerrar los ojos y otra estar siempre pendiente de cualquier señal que delatara la presencia del enemigo. Para persuadirse, murmuró entre dientes:

– Te vas a amargar, o peor, vas a conseguir que vengan.

Su amigo Maspons solía decir que cuando un hombre empezaba a hablar solo, o bien había perdido la cabeza o bien había encontrado a Dios. Y para que no hubiera duda, siempre se cuidaba de puntualizar que él era ateo, naturalmente. Lo último que hacía falta en aquel lugar era que a uno le patinaran los sesos. Decían que los moros respetaban mucho a los chiflados, pero ni siquiera a eso le veía Andreu la ventaja. Así que se propuso contagiarse un poco de la inconsciencia de los demás. Y que la harka viniera cuando lo tuviera por conveniente. Recordó que al día siguiente le tocaba incorporarse a la avanzadilla, para cumplir su turno de tres días. En la promiscuidad estrecha del blocao tenía una buena oportunidad de participar del ciego optimismo colectivo. Si no, podía darle al naipe. Los naipes ayudaban a olvidar, y en el blocao siempre había alguien dispuesto a echar la penúltima mano.

Por la mañana temprano, Rosales, Andreu y otros dieciocho recorrieron el trecho que separaba Talilit de la avanzadilla para relevar a los ocupantes del blocao. Los salientes estaban comidos de porquería, sin afeitar y con los músculos entumecidos. Los saludaron con las efusiones habituales:

– A joderse, que son tres días.

Y con alguna nueva, fruto de la escaramuza de la antevíspera:

– Se ve de muerte la guerra, desde aquí. Y se oye. No veas cómo suenan las balas en la chapa.

Andreu y sus compañeros tomaron posesión del fortín. Llenaron la lata de agua, acarrearon las raciones de comida y se dejaron caer sobre los jergones. Algunos se acercaron a las aspilleras, pero Andreu resistió la tentación. Se echó hacia atrás y se quedó con la mirada perdida en la chapa del techo. Hizo una apuesta consigo mismo: a ver si era capaz de pasarse allí las tres primeras horas, con la mente en blanco. A su alrededor se organizaba ya, espontánea, la rutina del blocao. Uno de los más despiertos, un chuleta de Madrid, había sacado la baraja y provocaba a sus futuras víctimas:

– Se juega, pero palmando el flus, que lo demás no interesa.

Andreu dejó pasar de sobra el tiempo que se había propuesto. Las horas del blocao estaban hechas de una sustancia pastosa, que se iba arrastrando a una velocidad imperceptible y que sólo de vez en cuando sus propietarios (o sus esclavos) tenían ocasión de sentir. A veces uno se paraba a contar y comprobaba que habían transcurrido cinco, o quince, o cincuenta. El resto del tiempo se permanecía aturdido y resignado.

La diferencia entre la noche y el día no era sino la que permitía la impresión confinada entre los estrechos límites de las aspilleras. También llegaba a notarse a través del ruido, aunque todos, los nocturnos y los diurnos, transportaban una indefinida amenaza. Los que no estaban habituados al blocao se abalanzaban a la aspillera más próxima cada vez que oían algo. Los que ya acumulaban horas de encierro hacían simplemente como que no oían, y hasta habrían exigido la repetición de un grito o de un disparo para avenirse a creer en ellos. Si algún día el enemigo se decidía a atacarlos, la estrategia no exigía urgencias ni entrañaba una gran sofisticación. Se trataba sólo de aguantar el ruido de los balazos en los muros, asomarse de vez en cuando con la mayor precaución posible y tratar de darle a alguno de los que vinieran, cuidando, eso sí, de que ninguno se acercara lo suficiente como para deslizarles una bomba de mano dentro del habitáculo. Aparte de eso, sólo quedaba esperar a que los otros se aburrieran o a que desde la posición les quitaran el incordio de encima. El sistema era tan absurdo e inútil que Andreu casi sentía compasión por la mente militar que lo había urdido. Comprendía borrosamente que aquella distribución de posiciones obedecía a un plan de ocupación teórica del territorio, pero se preguntaba qué era lo que ocupaban encerrándose como ratas en aquellas madrigueras.

Como en el blocao no había nada que hacer, se solía charlar. Y como estaban recluidos, la conversación llevaba siempre fuera de allí. A media tarde, Rosales se tendió en el jergón contiguo al de Andreu y empezó a contarle sus historias. Rosales era un cuentista nato y esforzado. Andreu le dejaba hablar, porque le distraía, y no hacía ningún esfuerzo por contener sus exageraciones, porque las historias fantásticas distraían más que las verdaderas. Uno de sus asuntos preferidos eran las faldas.

– Con lo que uno ha trajinado -se quejaba, soñador-. No sé a ti, pero a mí una de las cosas que más me jode es que en los últimos dos años no he tenido más mujeres que las putas de dos reales de Melilla.

– Bueno, es normal -observó Andreu, con desgana.

– Es que a mí las mujeres me gustan gratis, compañero.

– Pues vete a conquistar a alguna mora. Hay quien lo hace. O quien presume de eso, por lo menos.

– No te creas que no se me ha ocurrido. Las hay pintureras.

– No digo que no.

– En serio, sobre todo aquí, en las montañas. O será porque muchas no se tapan la cara y puedes verlas mejor que a las que llevan el velo. Hasta me he cruzado de vez en cuando con alguna que ni siquiera llevaba pañuelo en la cabeza. Tienen el pelo fosco y rebelde. Como la sangre.

– Lo malo es que aquí en Talilit no hay muchas oportunidades.

– Eso es verdad. En Sidi Dris, sobre todo al principio, la cosa era diferente. Se podía salir de razia por los alrededores.

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