El Agorero actuó con una precisión pasmosa.
Si alguien hubiera tenido la mala fortuna de cruzarse con él, habría concluido que se movía como si conociera hasta el último rincón del convento. Enfundado en una capa negra que lo cubría de pies a cabeza, atravesó las filas vacías de bancos de la iglesia, giró a su izquierda rumbo a la capilla de la Madonna delle Grazie y se internó sacristía adentro. Nadie le salió al paso. Los frailes estaban a esa hora reunidos en capítulo extraordinario, ajenos a la llegada del intruso.
Satisfecho, su sombra abandonó el oratorio atravesando el arco que da al pequeño claustro del prior; lo bordeó a paso ligero y una vez en el Claustro de los Muertos dejó atrás el refectorio para ascender de tres en tres los escalones que daban a la biblioteca.
El Agorero -hombre o espíritu; ángel o demonio, qué más daba- se desplazó con aplomo. Y así, tras inspeccionar con ojo profesional la sala del scriptorium, dirigió sus pasos hacia el pupitre de fray Alessandro. No tenía tiempo que perder. Sabía que Marco d'Oggiono y un pintor cómplice del toscano al que llamaban Bernardino Luini acababan de abandonar la casa de Leonardo, justo enfrente del convento de Santa María delle Grazie, y que no tardarían en llegar al refectorio. Ignoraba qué los traía allí, y mucho más que los acompañaba una jovencita por expreso deseo del toscano.
Con cuidado, el Agorero depositó su capa sobre la mesa del bibliotecario y, tomando precauciones para no hacer demasiado ruido, tanteó el enlosado del suelo. Encajadas unas junto a otras, sólo dos losetas bailaron al golpearlas. Era justo lo que buscaba. La sombra se agachó a examinarlas y vio que no estaban unidas con argamasa, que tenían los bordes pulidos y el reverso limpio, señal inequívoca de un uso frecuente. Fue al izarlas cuando reconoció el conducto de la calefacción de vapor. Lo observó satisfecho. El Agorero sabía que ese minúsculo cauce de mampostería recorría de lado a lado la techumbre del refectorio y que, desde allí, un oído bien entrenado no perdería detalle de cualquier cosa que se hablara bajo ella.
Con precaución, se tumbó cuan largo era para poder pegar su oído al enlosado y cerró los ojos en busca de concentración.
Un minuto más tarde, se escuchó un fuerte crujido. Era el pestillo del refectorio. Los invitados de Leonardo estaban a punto de entrar en la sala de La Última Cena.
– ¿Qué habrá querido decirnos el maestro con que él es la Omega?
La pregunta de la hermosa Elena ascendió diáfana por el canal hasta el piso de arriba. El Agorero se sorprendió al escuchar el timbre de una mujer.
– La primera vez que lo oí hablar de ello fue en presencia de sor Verónica, el día de su muerte -respondió Marco d'Oggiono, cuya voz reconoció de inmediato.
– ¿Estuvisteis con sor Verónica da Benascio el día que se cumplió su profecía?
Elena no cabía en sí de admiración.
Había pasado la última noche en vela, boquiabierta ante las explicaciones de Leonardo y las bromas de sus discípulos, preparándose para su posado. Leonardo había accedido a retratarla como el discípulo Juan si antes demostraba, con la ayuda de sus acompañantes, que era capaz de comprender la importancia de aquel mural.
El maestro, seducido por la belleza de la primogénita de los Crivelli, no había podido quitársela de la cabeza desde que la conoció en el Palazzo Vecchio. Era un «Juan» perfecto. Pero no quería precipitarse. La había invitado en un par de ocasiones, siempre con el maestro Luini al lado, a sus célebres veladas de música, poesía y trovadores con las que obsequiaba a sus huéspedes. Quería vigilar de cerca la evolución de aquella inesperada pareja. La joven se sentía embriagada. Verse frecuentando un círculo que sólo conocía por su madre era como entrar en el mundo de los sueños. Y no quería despertar. Desde que Lucrezia Crivelli iluminara sus noches infantiles con cuentos de príncipes y juglares, de ceremonias caballerescas y de reuniones de magos, Elena había querido estar allí.
– ¿Sor Verónica? ¡Uy! Esa monja se enojaba con mucha facilidad -recordó Marco, templando sus manos mientras soplaba en ellas. El refectorio estaba frío. La hora de aguzar el ingenio había llegado.
– ¿De veras?
– Oh, sí. Siempre le reprochaba al maestro sus gustos excéntricos y le criticaba que conociera mejor las obras de los filósofos griegos que las Sagradas Escrituras. La verdad es que no solían hablar de arte, y mucho menos de los trabajos del maestro, pero el día que murió, la hermana Verónica le preguntó por este refectorio.
– ¿Y eso qué tiene que ver con la omega? -protestó Elena.
– Dejadme que os lo cuente. Aquel día, Leonardo se sintió ofendido. Sor Verónica lo acusó de haber minimizado la importancia de Cristo en el Cenacolo. Y el maestro se enfadó. Le replicó que Jesús era la única Alfa de esta composición.
– ¿Dijo eso? ¿Que Jesús era el alfa del mural?
– Jesús, dijo, es el principio. El centro. El eje de este trabajo.
– De hecho -observó Luini, esforzándose por adivinar la silueta de Cristo en la penumbra-, es cierto que Jesús ocupa el lugar dominante. Es más, sabemos que el punto de fuga de la perspectiva de toda la composición se encuentra exactamente sobre su oreja izquierda, bajo la melena. Ahí clavó Leonardo su compás el primer día. Yo mismo lo vi. Y desde ese punto sagrado trazó el resto.
Al Agorero le sorprendió escuchar a Luini. Era la primera vez que lo hacía. Sabía que compartía la trama herética de Leonardo por los temas de sus obras. También él pintaba obsesivamente escenas de la vida de Juan. Su encuentro de niño con Jesús camino de Egipto, su bautismo en el Jordán o su cabeza servida en bandeja de plata a Salomé, se repetían en sus telas y tablas una y otra vez. Todos los peregrinos que veneraban la Maestá de Leonardo lo conocían bien. «Los lobos -dedujo inquieto al confirmar su presencia en el sanctasanctórum del toscano- siempre van en manada.»
– Vuestra observación es correcta, meser Bernardino -dijo Marco sin perder de vista a su bella acompañante, que ya empezaba a distinguir las siluetas de los apóstoles iluminadas por la claridad del amanecer-. Si os fijáis en su cuerpo, así, con los brazos extendidos hacia delante, veréis que tiene la forma de una «A» enorme. Se trata de una enorme alfa que nace en el centro exacto de los Doce. ¿La distinguís?
– Claro que la veo, pero ¿y la omega? -insistió Elena.
– Bueno. Creo que el maestro dijo eso porque se considera el último de sus discípulos.
– ¿Quién? ¿Leonardo?
– Sí, Elena. Alfa y omega, principio y fin. Tiene sentido, ¿no?
Luini y la condesita se encogieron de hombros. Su aventajado alumno intuía, como Marco, que aquel muro ocultaba un mensaje iniciático de gran envergadura. Era evidente que si el maestro los había dejado llegar hasta allá sin proporcionarles la clave para su lectura se debía a que, de algún modo, los estaba poniendo a prueba. Estaban, pues, solos frente al jeroglífico más grande jamás diseñado por el toscano, y de su habilidad por arañar su significado iba a depender su acceso a mayores secretos. Y, sobre todo, la salvación de su alma.
– Tal vez Marco esté en lo cierto y el Cenacolo esconda una especie de alfabeto visual.
Aquello sobresaltó al Agorero.
– ¿Un alfabeto visual?
– Sé que el maestro estudió con los dominicos de Florencia el «arte de la memoria». Su maestro, Verocchio, también lo practicó y se lo enseñó a Leonardo cuando éste era sólo un niño.
– Nunca nos ha hablado de eso -dijo Marco, algo decepcionado.
– Tal vez no lo consideró importante para vuestra formación. A fin de cuentas, sólo se trata de artificios mentales para recordar gran cantidad de información o encerrarla en determinadas características de edificios u obras de arte. Esa información queda a la vista de todos pero es invisible a ojos de los no iniciados en su lectura.
– ¿Y dónde veis aquí ese alfabeto? -insistió intrigado d'Oggiono.
– Habéis dicho que el cuerpo de Jesús tiene el aspecto de una «A» y que para Leonardo es el alfa de la composición. Si él dijo de sí mismo que es la omega, convendréis en que no es descabellado buscar en el retrato de Judas Tadeo algo que recuerde una «O».
Los tres se miraron con complicidad y, sin mediar palabra, se aproximaron a los pies de la mesa pascual. La figura del Tadeo era inconfundible. Miraba hacia el lado opuesto de donde estaba desarrollándose la acción. Inclinado hacia delante, tenía los brazos cruzados en aspa, con ambas palmas levantadas hacia el cielo. Vestía una túnica rojiza, sin broche, y no había nada en su figura que permitiera imaginar una omega.
– Alfa y omega también pueden tener que ver con san Juan y la Magdalena -murmuró Bernardino, enmascarando su decepción.
– ¿Qué quieres decir?
– Es fácil, Marco. Tú y yo sabemos que el mural está secretamente consagrado a María Magdalena.
– ¡El nudo! -recordó-. ¡Es cierto! ¡El nudo corredizo en el extremo del mantel!
– Creo que Leonardo ha querido despistarnos. El maestro lleva tiempo haciendo correr el rumor de que el nudo es su particular modo de firmar la obra. En lengua romance, Vinci procede de la palabra latina vincoli, esto es, lazo o cadena. Sin embargo, su significado oculto no puede ser tan burdo. Por fuerza está relacionado con la favorita de Jesús.
El Agorero se removió incómodo en su escondite.
– ¡Un momento! -protestó Elena-. ¿Y eso qué tiene que ver con el alfa y la omega?
– Está en las escrituras. Si lees los Evangelios, verás que Juan el Bautista desempeñó un papel fundamental en el inicio de la vida pública del Mesías. Juan bautizó a Jesús en el Jordán. De hecho, de algún modo sirvió de punto de partida, de alfa, a su misión en la Tierra. La Magdalena, en cambio, fue determinante en su ocaso. Estuvo presente cuando resucitó en su tumba. Y a su modo, también ella lo bautizó, ungiéndolo pocos días antes de esta Última Cena en presencia de los discípulos. ¿O no recordáis a María de Betania en el episodio en el que le lava los pies? (Marcos 14, 3-9). Ella actuó, en ese momento, como una verdadera omega.
– Magdalena, omega…
La explicación no terminó de convencer a la muchacha. En principio Juan y el Tadeo no estaban relacionados, salvo por el hecho de que ninguno de los dos miraba a Cristo. Elena llevaba un rato meditando una interpretación alternativa para aquella «O» tan fuera de lugar. Miraba a un lado y a otro del muro estucado, tratando de encontrar sentido a aquel enigma. Pronto amanecería y deberían darse prisa si querían completar su prueba antes de que llegaran los monjes. Si en el Cenacolo había algo que «leer», debían encontrarlo rápido.