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26.

El secreto de María Magdalena según el maestro Luini.

– Atended, pues -dijo.

»Acababa de cumplir trece años cuando el maestro Leonardo me aceptó en su bottega de Florencia. Mi padre, un soldado de fortuna que había reunido cierta cantidad de dinero gracias a los Visconti de Milán, estimó conveniente que me instruyera en el arte de la pintura antes de consagrarme a la vida monástica o, al menos, a una existencia seglar regida por las leyes de Dios. Él, entonces, lo tenía más claro que yo: deseaba apartarme del fragor de la guerra y protegerme bajo el espeso manto de la Iglesia. Y como en Milán no existía un buen taller de bellas artes, me asignó una dote anual y me envío a la suntuosa Florencia, aún gobernada por Lorenzo el Magnífico.

»Allí empezó todo.

»Meser Leonardo da Vinci me instaló en una casona enorme y descuidada. Por fuera era negra. Asustaba. Por dentro, en cambio, era luminosa y casi desprovista de paredes. Sus habitaciones habían sido derribadas para dar paso a una sucesión de grandes espacios invadidos por los artefactos más extraños que uno pudiera imaginar. En la planta baja, junto al zaguán, se daban cita colecciones enteras de semilleros, tiestos y jaulas con alondras, faisanes y hasta halcones cetreros. Junto a ellas se apilaban moldes para fundir cabezas, patas de caballo y cuerpos de tritón en bronce. Espejos los había Por todas partes. Y velas también. Para llegar a la cocina había que atravesar un corredor vigilado por esqueletos de madera y hélices que amedrentaban a cualquiera; y sólo pensar en lo que el maestre podía esconder en el desván me llenaba de pavor.

En la casa también vivían otros discípulos del maestro. Todos eran mayores que yo, así que, tras las bromas de los primeros días me gané una situación más o menos confortable y pude empezar; aclimatarme a la nueva vida. Creo que Leonardo se encaprichó conmigo. Me enseñó a leer y a escribir latín y griego clásicos, y me explicó que sin esa preparación sería inútil mostrarme otra forma de escritura a la que llamaba la "ciencia de las imágenes".

¿Os lo imagináis, Elena? Mis asignaturas se multiplicaron! por tres, e incluyeron cosas tan peculiares como la botánica o la astrología. En aquellos años, la divisa del maestro era lege, lege, relege, ora, labora et invenies («Lee, lee, relee, reza, trabaja y encontrarás.») y sus lecturas favoritas (y por tanto, también las nuestras) eran las vidas de santos de Jacobo de la Vorágine.

Tommaso, Andrea y los demás aprendices odiaban aquellos escritos, pero para mí fueron todo un hallazgo. Aprendí cosas increíbles de ellos. Sus páginas me hicieron disfrutar con decenas de noticias curiosas, milagros y aventuras de santos, discípulos y apóstoles que jamás hubiera imaginado que existieran. Por ejemplo, allí leí que a Santiago el Menor lo llamaban el "hermano del Señor" porque se parecía a Él como un copo de nieve a otro. Cuando Judas concertó con el sanedrín la contraseña de besar a Nuestro Señor en el monte de los Olivos temía que los sicarios confundieran al verdadero Jesús con su casi gemelo Santiago.

Naturalmente, de esto los Evangelios jamás dijeron una palabra.

También me deleité con las aventuras del apóstol Bartolomé. Aquel discípulo con aspecto de gladiador tuvo aterrorizados a los Doce gracias a su increíble capacidad para adelantarse al futuro. Sin embargo, tanta ciencia le sirvió de poco: no supo prever que lo desollarían vivo en la India.

Aquellas revelaciones se fueron sedimentando dentro de mí, dotándome de una capacidad única para imaginar los rostros y el carácter de gentes tan importantes para nuestra fe. Era lo que Leonardo quería: estimular nuestra visión de las historias sagradas y dotarnos de ese don especial para trasladarlas a nuestros lienzos. Me entregó entonces una lista de virtudes apostólicas entresacadas de Jacobo de la Vorágine que aún conservo. Mirad: a Bartolomé lo llamó Mirabilis, el prodigioso, por su capacidad de anticiparse al futuro. Al hermano gemelo de Jesús, Venustus, el lleno de Gracia…

Elena, divertida al ver la veneración con la que Luini desplegaba aquel trozo de papel guardado en un bolsillo cosido a su camisola, se lo arrancó de las manos, y lo leyó sin entenderlo muy bien:

San Bartolomé Mirabilis El prodigioso

Santiago el Menor Venustus El lleno de gracia

Andrés Tempemtor El que previene

Judas Iscariote Nefandus El abominable

Pedro Exosus El que odia

Juan Mysticus El que conoce el misterio

Tomás Litator El que aplaca a los dioses

Santiago el Mayor Oboediens El que obedece

Felipe Sapiens El amante de las cosas elevadas

Mateo Navus El diligente

Judas Tadeo Occultator El que oculta

Simón Confector El que lleva a término

– ¿Y habéis guardado esto tantos años? -dijo mientras jugueteaba con aquel papel cochambroso.

– Sí. Lo recuerdo como una de las lecciones más importantes del maestro Leonardo.

– Pues ya no lo veréis más -rió.

Luini no quiso darse por aludido. La provocadora Elena levantaba su lista por encima de la cabeza, esperando que el pintor se abalanzara sobre ella. No cayó en la trampa. Había visto tantas veces aquella lista, la había estudiado con tan intensa devoción tratando de exprimir de sus cualidades los perfiles de los Doce, que ya no la necesitaba. Se la sabía de memoria.

– ¿Y la Magdalena? -preguntó al fin la condesita algo decepcionada-. Ella no está entre estos nombres. ¿Cuándo me hablaréis de ella?

Luini, con la mirada perdida en el crepitar de la chimenea, prosiguió su relato:

– Como os dije, estudiar la obra de fray Jacobo de la Vorágine me marcó. Ahora, con el tiempo, reconozco que de todos sus relatos el que más me llamó la atención fue el de María Magdalena. Por alguna razón, meser Leonardo quiso que lo estudiara con especial detenimiento. Y así lo hice.

»En aquella época, las revelaciones con las que el maestro completó la lección del obispo de Genova no me horrorizaron en absoluto. A los trece años todavía no distinguía entre ortodoxia y heterodoxia, entre lo aceptado por la Iglesia y lo inaceptable. Quizá por eso, lo primero que se me grabó fue el significado de su nombre: María Magdalena quería decir "mar amargo", "iluminadora y también "iluminada". Sobre el primer término, el obispo escribió que tenía que ver con el torrente de lágrimas que esta mujer derramó en vida. Amó con todo su corazón al Hijo de Dios, pero Éste había venido al mundo con una misión más importante que la de formar familia con ella, así que la Magdalena tuvo que aprender a quererlo de un modo distinto. Leonardo me mostró que el mejor símbolo para recordar las virtudes de esta mujer era el nudo. Ya en tiempos de los egipcios, el nudo se asoció a la magia de la diosa Isis. En sus mitos, me explicó, Isis ayudó a resucitar a Osiris y se valió de su destreza en deshacer nudos para conseguir su objetivo. La Magdalena fue la única que asistió a Cristo cuando regresó a la vida, y es justo pensar que también ella debió ser ducha en la ciencia de los nudos. Una ciencia, dijo el maestro, no exenta de amargura, pues ¿a quién no le angustia vérselas con un lazo bien amarrado a la hora de abrirlo?

»"Cuando veas un nudo pintado bien visible en un lienzo, recuerda que esa obra ha sido dedicada a la Magdalena ", me enseñó.

»En cuanto a las otras dos acepciones de su nombre, más profundas y misteriosas si cabe, tenían que ver con un concepto caro al maestro Leonardo y del que nos hablaba de continuo: la luz. Según él, la luz es el único lugar en el que descansa Dios. El Padre es luz. El cielo es luz. Todo, en el fondo, lo es. Por eso repetía tantas veces que si los hombres aprendiéramos a dominarla, seríamos capaces de convocar al Padre y hablar con él cada vez que lo necesitáramos.

»Lo que entonces no sabía era que esa idea de la luz como transmisora de nuestros diálogos con Dios había llegado a Europa gracias, precisamente, a la Magdalena.

»También os lo contaré:

»Tras la muerte de Jesús en el Gólgota, María Magdalena, José de Arimatea, Juan el discípulo amado y un pequeño número de fieles seguidores del Mesías huyeron a Alejandría para protegerse de la represión que se había abatido sobre ellos. Algunos se quedaron en Egipto y fundaron las primeras y más sabias comunidades cristianas que se recuerdan, pero la Magdalena, depositaria de los grandes secretos de su amado, no se sentía a salvo en una tierra tan cercana a Jerusalén. Por eso terminó ocultándose en Francia, en cuyas costas recaló buscando un refugio más seguro.

– ¿Y qué secretos eran ésos?

La pregunta de la condesita sacó de su ensimismamiento al maestro.

– Grandes secretos, Elena. Tan grandes que desde entonces sólo unos pocos y muy selectos mortales han accedido a ellos.

La joven abrió los ojos.

– ¿Son los secretos que Jesús le reveló después de resucitar de entre los muertos?

Luini asintió.

– Ésos son. Pero a mí todavía no me han sido revelados.

Después, el maestro retomó su relato.

– María Magdalena, también llamada de Betania, pisó tierra en el sur de Francia, en un pueblecito que en adelante se llamaría Les Saintes-Maries de la Mer, porque fueron varias las Marías que arribaron con ella. Allá predicó la buena nueva de Jesús e inició a sus gentes en el «secreto de la luz» que aceptarían de inmediato herejes como los cátaros o albigenses, y que incluso terminaría convirtiéndose en la nueva patrona de Francia, Notre-Dame de la Lumiére.

»Pero la época de revelaciones pacíficas se acabó pronto. La Iglesia se dio cuenta de que esas ideas suponían un peligro para la hegemonía de Roma y quiso poner fin a su expansión. Desde su punto de vista era lógico: ¿cómo podría ningún Papa aceptar la existencia de comunidades cristianas que no necesitaran de una curia regular para dirigirse a Dios? ¿Acaso podía el representante de Cristo en la Tierra situarse en inferioridad, o siquiera en igualdad de condiciones respecto a la Magdalena? ¿Y qué decir de sus seguidores? ¿No era idolatría venerar algo como la luz? La Iglesia, pues, anatemizó, insultó y degradó de inmediato a aquella mujer que amó a Jesús y que supo como ningún otro mortal de su condición humana.

«Dejadme, querida Elena, explicaros algo más:

»Un día de inicios de 1479, cuando Florencia todavía se recuperaba del furibundo atentado contra nuestro venerado Lorenzo de Médicis [13] , el maestro Leonardo recibió una extraña visita en su bottega. Un hombre que rondaría la cincuentena llegó a nuestro taller con el sol de media mañana en lo alto. Presumía de cabellera rubia y ensortijada, y se pavoneaba de su parecido con los querubines que entonces esbozábamos con torpeza sobre nuestros lienzos. Aquel extraño era de trato afable e iba impecablemente vestido de negro. Llegó sin anunciarse y se paseó por los dominios del maestro como si fueran los suyos. Incluso se tomó la libertad de repasar uno por uno los trabajos que estábamos haciendo. El mío, casualmente, era un retrato de una Magdalena que sostenía un recipiente de alabastro entre sus manos, lo que al visitante pareció alegrarle sobremanera:

[13] Luini se refiere a la célebre «conjura de los Pazzi» que trató de acabar con la vida de Lorenzo el Magnífico en la catedral de Florencia. Lorenzo logró escapar, pero no así su hermano Giuliano, al que asestaron veintisiete puñaladas. La represión posterior de este crimen fue una de las más intensas del siglo XV.


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