Tal y como había pronosticado el padre Bandello, La Última Cena pronto se convirtió en una obsesión para mí. Sólo aquella tarde de sábado, con la llave en la mano, la visité cuatro veces antes de la caída del sol. Lo hice después de asegurarme de que el lugar seguía vacío. De hecho, creo que fue ese día cuando en la comunidad comenzaron a llamarme Padre Trottola, que quiere decir peonza. Tenían sus razones. Siempre que algún fraile se cruzaba conmigo me encontraba como ido, deambulando cerca del refectorio, y con una idéntica e insistente pregunta en los labios: «¿Ha visto alguien al maestro Leonardo?».
Supongo que debí llegar al convento en el peor momento para tropezarme con él. La preparación de los funerales había cambiado los hábitos de la ciudad, pero en especial los de Santa María delle Grazie. Mientras fray Alessandro y yo nos devanábamos los sesos para descifrar el acertijo del Agorero, el resto de los hermanos se preparaban sólo para el día siguiente. Hacía ya trece jornadas que la princesa había muerto y que su cadáver reposaba embalsamado en un arca de madera de acacia en la capilla familiar del castillo. Las embajadas de los reinos invitados al sepelio se paseaban impacientes por la fortaleza del Moro y el convento en busca de noticias sobre la ceremonia.
En realidad, tan inmenso trajín me fue ajeno hasta la mañana del domingo 15 de enero, festividad de Santo Mauro. Agradecí al cielo que los toques de campana me despertaran temprano. Había dormido mal, muy inquieto; había soñado con los doce hombres del Cenacolo, que se movían y parloteaban en torno al Mesías. Ya casi podía adivinar las oscuras intenciones de cada uno de ellos, pero intuía que el tiempo para arrancarles sus secretos corría en mi contra. Aquel domingo donna Beatrice iba a ser enterrada en el novísimo panteón de los Sforza, bajo el altar mayor de Santa María, y era probable que el misterioso Agorero que nos había prevenido tantas veces contra ella decidiera presentarse en el convento.
Me dirigí al refectorio tras las oraciones del amanecer. Con certeza, aquél iba a ser el único momento que tendría para recogerme en su cómoda soledad. Volvería a perder mi vista en los trazos de vivos colores del maestro Leonardo y a imaginar que el misterioso trabajo del toscano no consistía en pintar aquel muro, sino en rescatar de él, poco a poco, con precisión de cirujano, una escena mágica grabada bajo el estuco por los mismísimos ángeles.
En esos delirios estaba, cuando al girar al oeste del Claustro de los Muertos y enfilar mis pasos hasta el portón que protegía el comedor, lo encontré abierto de par en par. Dos hombres que nunca había visto antes conversaban animadamente bajo el dintel:
– ¿Ya sabéis lo del bibliotecario? -Oí decir al que tenía más cerca. Vestía calzas rojas, jubón abotonado de rayas amarillas y blancas, y tenía rostro de querubín con rizos dorados. Al oírles hablar de fray Alessandro me eché la capucha encima y, con aire distraído, decidí prestar atención a una cómoda distancia.
– Algo me contó el maestro -respondió el otro; un joven entallado, moreno, de aspecto atlético y atractivo-. Dicen que está muy nervioso, y todos temen que pueda hacer alguna tontería.
– Es lógico. Lleva demasiado tiempo con ese dichoso ayuno… Creo que está perdiendo la razón.
– ¿La razón?
– La falta de alimento debe de estar provocándole alucinaciones. Está obsesionado con que lo descubran y lo alejen de los libros. Deberíais haberlo visto temblar de miedo anoche. Parecía un junco sacudido por el viento.
El fortachón miró entonces hacia donde estaba apostado, obligándome a apretar el paso si no quería ser descubierto. Todavía acerté a oírle decir una última cosa:
– ¿Alejarlo de los libros, decís? Eso no es posible -sentenció-. No creo que se atrevan a hacerle algo así. Ha hecho demasiado bien su trabajo para merecer ese castigo…
– Entonces, ¿coincidís conmigo?
– Desde luego. El ayuno acabará matándolo.
Aquello me escamó. Que algo tan íntimo, tan intramuros, como el ayuno del padre Alessandro estuviera en boca de unos seglares ajenos a la comunidad, no era normal. Más tarde supe que el hombre de las calzas rojas era Salaino, el discípulo favorito y protegido de Leonardo, y que el moreno era un hidalgo aprendiz de pintor que obedecía por Marco d'Oggiono. Ellos, como ya me había advertido Bandello, usaban a menudo la llave del refectorio. Casi siempre lo abrían para preparar las mezclas de pintura para el maestro o tenerle los utensilios a punto. Ahora bien: ¿qué hacían allí un domingo, con el entierro de donna Beatrice a las puertas, y vestidos de gala? ¿Cómo es que hablaban de fray Alessandro con esa naturalidad y, sobre todo, con ese conocimiento de sus costumbres? ¿Y a cuento de qué afirmaban que estaba nervioso? Intrigado, pasé frente a ellos en dirección a la escalera de la biblioteca, tratando de no llamar demasiado su atención.
Mi mente, imparable, seguía bombeando preguntas: ¿dónde diablos había estado la noche anterior el bibliotecario? ¿Era cierto que se había encontrado con el maestro Leonardo? ¿Y para qué? ¿Acaso no había criticado abiertamente al maestro en nuestras conversaciones? ¿Es que ahora era amigo suyo?
Un escalofrío me recorrió la espalda. La última vez que hablé con fray Alessandro fue el día anterior, a las vísperas. Se esforzaba en mostrarme los manuscritos que Leonardo había consultado en la biblioteca del convento, al tiempo que yo trataba de identificar en ellos el libro cerrado que el abad había visto en los naipes de donna Beatrice. La verdad es que en ningún momento percibí cambio alguno en su humor. En cierta manera, me dio lástima. El fraile que mejor me recibió, que estuvo pendiente de mí desde el primer momento en que puse los pies en Santa Maria, era de los pocos que no conocía lo que se estaba cociendo en aquel lugar.
Aquella tarde sentí remordimientos, y terminé por confesarle lo que sabía de Leonardo y del desafío del Cenacolo. Se lo debía.
– Lo que os voy a contar -le advertí- no debe salir jamás de vuestra boca…
El bibliotecario me observó extrañado.
– ¿Lo juráis?
– Por Cristo.
Asentí complacido.
– Está bien. El prior cree que meser Leonardo ha ocultado un mensaje secreto en el mural del refectorio.
– ¿Un mensaje secreto? ¿En La Última Cena?.
– El prior sospecha que es algo que vulnera la doctrina de la Santa Iglesia. Una creencia que meser Leonardo bien pudo tomar de uno de los libros que vos le proporcionasteis.
– ¿Cuál? -se impacientó.
– Pensé que vos lo sabríais.
– ¿Yo? El maestro solicitó muchos títulos de nuestra biblioteca.
– ¿Cuáles?
– Fueron tantos… -dudó-. No sé. Tal vez le interesó el De secretis artis et naturae operibus [12]
– ¿De secretis artis?
– Es un raro manuscrito franciscano. Si no me equivoco, debió oír hablar de él a fray Amadeo de Portugal. ¿Lo recordáis?
– El autor del Apocalipsis Nova.
– El mismo. En ese libro, un monje inglés llamado fray Roger Bacon, un célebre inventor y escritor acusado de herejía y encarcelado por el Santo Oficio, daba cuenta de las doce formas distintas que existen para esconder un mensaje en una obra de arte.
– ¿Es un texto religioso?
– No. Es más bien técnico.
– ¿Y qué otro libro pudo servirle de inspiración? -insistí.
Fray Alessandro se acarició el mentón, pensativo. No me pareció nervioso, ni alterado por mis preguntas. Estaba tan servicial como siempre, casi como si mis confesiones sobre Leonardo no lo hubieran afectado en lo más mínimo.
– Dejadme pensar -murmuró-. Tal vez se sirviera de las vidas de los santos de fray Jacobo de la Vorágine… Sí. Ahí podría haber encontrado lo que vos buscáis.
– ¿En las obras del famoso obispo de Genova? -repuse asombrado.
– Lo fue, en efecto, hace ya más de trescientos años.
– ¿Y qué tiene que ver De la Vorágine con el mensaje oculto del Cenacolo?
– Si tal mensaje existe, estos libros podrían contener la clave para descifrarlo -los ojos del escuálido fray Alessandro se cerraron, como si buscara concentración-. Fray Jacobo de la Vorágine, dominico como nosotros, recogió en Oriente cuanta información pudo de las vidas de los primeros santos, así como de las de los discípulos de Nuestro Señor. Sus descubrimientos entusiasmaron al maestro Leonardo.
Arqueé las cejas, incrédulo.
– ¿En Oriente?
– No os extrañéis, padre Leyre -prosiguió-. Los detalles que contiene este libro no son precisamente canónicos.
– ¿Ah no?
– No. La Iglesia nunca aceptaría los grados de parentesco que fray Jacobo asegura que tuvieron los Doce entre sí. ¿Sabíais, por ejemplo, que Simón y Andrés eran hermanos? Tal vez eso explique que Leonardo los haya pintado gemelos en el refectorio.
– ¿De veras?
– ¿Y sabíais que De la Vorágine afirmó que a Santiago muchos lo confundían en vida con el mismísimo Cristo? ¿Y no habéis visto el enorme parecido que tiene con Jesús en el Cenáculo?
– Entonces -dudé-, Leonardo leyó esta obra.
– Debió de ser más que eso. La estudió a fondo. Y por lo que sugerís, lo hizo con más interés que el opúsculo de Roger Bacon. Podéis creerme.
Fray Alessandro suspendió ahí nuestra última conversación. Por eso, cuando escuché a los discípulos del toscano decir que el bibliotecario se había visto con Leonardo aquella misma noche, me estremecí. Su fortuita indiscreción no sólo confirmaba que el bibliotecario me había ocultado algo tan importante como su amistad con Leonardo, sino que quien creía que era mi único amigo en Santa Maria me había delatado. Pero ¿por qué?