Debí de quedarme dormido sobre el pupitre.
Cuando fray Alessandro me zarandeó a eso de las tres de la madrugada, justo después de los maitines, un doloroso entumecimiento se había apoderado de todo mi cuerpo.
– ¡Padre, padre! -bufó el bibliotecario-. ¿Os encontráis bien?
Algo le debí de responder, porque entre zarandeo y zarandeo el bibliotecario hizo una observación que me despertó de golpe:
– ¡Hablabais en sueños! -rió, como si aún se burlara de mi incapacidad para resolver adivinanzas-. Fray Matteo, el sobrino del prior, os ha oído balbucear no sé qué frases extrañas en latín y ha venido a avisarme a la iglesia. Creía que estabais poseído.
Alessandro me miraba con un gesto entre divertido y preocupado, encogiendo aquella nariz de garfio con la que parecía amenazarme.
– No es nada -me excusé, bostezando.
– Padre, lleváis mucho tiempo trabajando. Apenas habéis probado bocado desde que llegasteis, y de poco sirven mis desvelos por vos. ¿Estáis seguro de que no puedo ayudaros en vuestro trabajo?
– No. No es necesario, creedme -La torpeza del bibliotecario con el jeroglífico del anzuelo no auguraba una gran ayuda.
– ¿Y qué demonios era eso de Oculos ejus dinumera! Lo repetíais una y otra vez.
– ¿Decía eso? Palidecí.
– Sí. Y no sé qué sobre un lugar llamado Betania. ¿Soñáis a menudo con pasajes de la Biblia, con Lázaro el resucitado, y cosas así? Porque Lázaro era de Betania, ¿no?
Sonreí. La ingenuidad de fray Alessandro parecía no tener límites.
– Dudo que lo comprendáis, hermano.
– Intentadlo -dijo balanceándose graciosamente al compás de sus palabras. El fraile estaba a un palmo de mí, vigilándome con creciente interés, con aquella enorme nuez subiéndole y bajándole por la garganta-. A fin de cuentas, yo soy el intelectual de este convento…
Prometí satisfacer su curiosidad a cambio de algo que comer. Acababa de darme cuenta de que ni siquiera había acudido a cenar en mi primera noche en Santa Maria. Mi estómago rugía bajo los hábitos. Solícito, el bibliotecario me condujo hasta las cocinas y consiguió algunos restos de la cena anterior.
– Es panazella, padre -explicó tendiéndome un cuenco aún tibio que alivió mis manos heladas.
– ¿Panazella?
– Comed. Sopa de pepino, tomate, cebolla y pan. Os sentará bien…
Aquel mejunje espeso y aromático se deslizó como la seda en mis entrañas. Con la noche cerrada en el exterior e iluminados con la escasa luz de una vela, también devoré lo que quedaba de una excelente pasta de hojaldre seca que llamaban torroni, así como un par de higos secos. Después, con la barriga satisfecha, mis reflejos comenzaron a responder de nuevo.
– ¿Vos no coméis, fray Alessandro?
– Oh, no -sonrió el larguirucho-. El ayuno no me lo permite. Llevo así desde antes de que llegarais a esta casa.
– Comprendo.
La verdad es que no le di más importancia.
«¿Así que me he quedado dormido recordando los primeros versos de la firma del Agorero?», me reproché. No era de extrañar. Mientras agradecía a fray Alessandro sus atenciones y alababa la merecida fama de su cocina, recordé que en Betania ya habían tenido la oportunidad de comprobar que aquellos versos no procedían de ninguna cita evangélica. En realidad, tampoco se correspondían con texto alguno de Platón ni ningún otro clásico conocido, y mucho menos formaban parte de epístolas de los Padres de la Iglesia o de leyes del derecho canónico. Aquellas siete líneas desatendían los más elementales códigos de cifrado empleados por cardenales, obispos y abades, que encriptaban ya casi todas sus comunicaciones con los Estados pontificios por temor a ser espiados. Las frases rara vez eran legibles: se convertían del latín oficial a una jerga de consonantes y números gracias a unas plantillas de sustitución muy elaboradas, acuñadas en bronce por mi admirado León Battista Alberti. Por lo general, aquellas plantillas estaban formadas por una serie de ruedas superpuestas en cuyos bordes se colocaban las letras del alfabeto. Con pericia y unas instrucciones mínimas, las letras de la rueda exterior se sustituían por las de la rueda inferior, cifrando así cualquier mensaje.
Tanta precaución tenía su lógica: para la curia, la pesadilla de verse descubierta por nobles a los que odiaban o por cortesanos contra los que intrigaban había multiplicado el trabajo de Betania por cien en muy poco tiempo y nos había convertido en una herramienta imprescindible para la administración de Iglesia. Pero ¿cómo explicarle al bueno de Alessandro todo aquello? ¿Cómo confesar que la clave que me atormentaba se salía de los métodos de cifrado que conocía y que por eso me obsesionaba?
No. Oculos ejus dinumera no era de esa clase de mensajes que uno pudiera explicar sin más a un lego en códigos secretos.
– ¿Puedo preguntaros en qué estáis pensando, padre Leyre? Empiezo a creer que no me prestáis ninguna atención.
Fray Alessandro tiró de mis hábitos para reconducirme por los oscuros pasillos del convento hasta la zona de los dormitorios.
– Ahora que habéis comido -dijo en tono patriarcal, sin perder aquella mueca burlona con la que llevaba obsequiándome desde nuestro encuentro-, lo mejor será que descanséis hasta los oficios de laudes. Antes del amanecer, vendré a despertaros y me explicaréis qué os traéis entre manos. ¿De acuerdo?
Acepté de mala gana.
A aquella hora la celda estaba helada, y la sola idea de despojarme de los hábitos y meterme en un camastro húmedo y duro me aterraba más que la vigilia. Pedí al bibliotecario que encendiera la vela que descansaba sobre mi mesilla y convinimos en vernos y pasear al alba por el claustro del hospital para aclararnos ciertas cosas. No es que me sedujera la idea de compartir detalles de mi trabajo con nadie. De hecho, ni siquiera había presentado aún mis respetos al prior de Santa Maria, pero algo me decía que fray Alessandro, pese a su impericia con los enigmas, iba a resultarme de utilidad en aquel embrollo.
Vestido, me tumbé en la cama y me cubrí con la única manta de que disponía. Allí, contemplando un techo de tablas encaladas, revisé de nuevo el problema de los versos codificados. Tenía la sensación de que había pasado algún detalle por alto. Algún «za» absurdo pero fundamental. Y así, con los ojos como platos, repasé cuanto sabía sobre el origen de las frases. Si no erraba en mi apreciación y la madrugada no engañaba mi inteligencia, estaba bastante claro que el nombre de nuestro anónimo informante -o al menos su cifra- se escondía en los dos primeros versos.
Era un juego curioso. Como ocurre con ciertas palabras hebreas, algunas tienen, además de su significado, un determinativo que complementa su sentido. Los dos lemas dominicos indicaban, pues, que nuestro hombre era un predicador. De eso estaba casi seguro. Pero ¿y las frases precedentes?:
Cuéntale los ojos,
pero no le mires a la cara.
La cifra de mi nombre
hallarás en su costado.
Ojos, cara, cifra, nombre, costado…
En penumbra, con la mente extenuada, caí en la cuenta. Tal vez se trataba de otro callejón sin salida, pero de repente lo de la cifra del nombre no me resultó tan absurdo. Recordé que los judíos llamaban gematria a la disciplina que asigna a cada letra de su alfabeto un valor numérico. Juan en su Apocalipsis la empleó con gran maestría cuando escribió aquello de «el que tenga inteligencia que calcule el número de la Bestia. Pues es el número de un hombre, y ese número es 666». Y aquel 666 correspondía, en efecto, al más cruel de los varones de su tiempo: Nerón César, cuyas letras sumadas daban la terrible triple cifra. ¿Y si el Agorero era un judío converso? ¿Y si temiendo alguna represalia había ocultado su identidad precisamente por ese detalle de su vida? ¿Cuántos monjes de Santa Maria sabrían que san Juan fue iniciado en la gematria y señaló a Nerón en su libro sin poner en juego su vida?
¿Había hecho lo mismo el Agorero?
Antes de dormir, febril, trasladé aquella idea al abecedario latino. Considerando que la A (el aleph hebreo) equivale a un 1, la B (beth) a un 2, y así sucesivamente, no resultaba difícil transformar en cifras cualquier palabra. Ya sólo bastaba con sumar entre sí los números obtenidos para que el producto resultante indicara el valor numérico definitivo del término elegido. La cifra. Los judíos, por ejemplo, calcularon que el nombre completo y secreto de Yahvé sumaba 72 y los cabalistas, los magos de los números hebreos, aún complicaron más las cosas al buscar los 72 nombres de Dios. En Betania nos burlábamos a menudo de ello.
En nuestro caso, por desgracia, el asunto era más oscuro, pues incluso desconocíamos el valor numérico del nombre del autor… si es que tenía alguno. A menos que, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de sus versos, lo pudiéramos encontrar en el costado de alguien con ojos al que no podíamos mirar a la cara.
Y con ese enigma propio de una esfinge, me dejé acunar por el sueño.