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45.

Doce días más tarde.

Milán, 22 de febrero de 1497

– Mut-nem-a-los-noc…

Escuché por primera vez aquella extraña frase el día de la Cátedra de San Pedro. Habían pasado casi dos semanas desde que fray Benedetto entregara su alma a Dios en el hospital de Santa María, en medio de uno de aquellos terribles ataques de tos. Dios castigó su soberbia. El Agorero no tuvo tiempo de ver a Roma descargando su ira contra el maestro Leonardo y demoliendo su proyecto. Tuvo una decadencia rápida. Los galenos que lo atendían día y noche se rindieron en cuanto el anciano perdió la voz y las pústulas se adueñaron de su cuerpo.

Benedetto falleció al atardecer del miércoles de ceniza, solo, febril y murmurando obsesivamente mi nombre en un desesperado intento por atraerme a su vera y lanzarme contra el toscano. Por desgracia para él, todavía tardaría muchos días en regresar de mi reclusión entre los «hombres puros».

Ahora creo que Mario Forzetta aguardó a aquel preciso momento antes de devolverme a Milán. Nunca, en las semanas que permanecí en Concorezzo, Mario me habló de la enfermedad del tuerto; ni siquiera me predispuso a que actuara contra él o a que informara al Santo Oficio de sus pecados contra el quinto mandamiento, y mucho menos avivó el fuego del odio contra él. Su actitud me maravilló. Su instrucción en los secretos de la escritura oculta habían logrado desenmascarar al padre Benedetto y su compleja firma, pero su extraña moral le impedía cobrarse venganza por el asesinato de sus correligionarios. Qué extraña fe era ésa.

Llegué a creer que los concorezzanos me retendrían para siempre. Comprendí que su respeto extremo por la vida les impedía acabar conmigo, pero no ignoraba que todos en aquel poblado eran conscientes de que si me liberaban, eran sus vidas las que peligrarían.

Ese debate se prolongó durante jornadas enteras. Un tiempo que aproveché para mezclarme entre ellos y aprender de sus hábitos de vida. Me sorprendió saber que jamás pisaban una iglesia para sus oraciones. Preferían una cueva, o el campo abierto. Confirmé muchas de las cosas que ya sabía de ellos, como que renegaban de la cruz o repudiaban las reliquias, por considerarlas recuerdos impuros del cuerpo material, satánico por tanto, que un día albergó el alma de grandes santos. Pero descubrí cosas que me maravillaron. Por ejemplo, su alegría ante la muerte. Cada día que pasaba celebraban que ya estaban más cerca del momento en que se desprenderían de su envoltura carnal y se acercarían al espíritu luminoso de Dios. Ellos, que entre sí se llamaban «verdaderos cristianos», me miraban misericordes, y hacían grandes esfuerzos por integrarme en sus ritos.

Un buen día, Mario acudió a mi estancia y me despertó muy agitado; me pidió que me vistiera deprisa y me condujo montaña abajo, hasta el camino empedrado que llevaba a Porta Vercelina. Yo estaba atónito. El joven perfecto había tomado una decisión que comprometía a toda su comunidad: iba a devolver al mundo a un inquisidor que había visto por dentro una comunidad de cátaros, que había presenciado sus oraciones y que conocía a la perfección los puntos débiles de los últimos «hombres puros» de la cristiandad. Y pese a todo, se arriesgaba a liberarme. ¿Por qué? ¿Y por qué ese día, y tan deprisa?

No iba a tardar mucho en descubrirlo.

Al acercarnos a la vía que me llevaría a los dominios del dux, Mario cambió el tono de su conversación por primera y última vez. Se había vestido de blanco inmaculado, con un sayal que lo cubría hasta las rodillas y una cinta en la cabeza que sujetaba su pelo hirsuto. Parecía que me llevaba a un último y extraño ritual.

– Padre Leyre -dijo solemne-, ya habéis conocido a los verdaderos discípulos de Cristo. Habéis visto con vuestros propios ojos que no empuñamos armas ni ofendemos a la naturaleza. Por esa misma razón, y porque los seguidores originales de Jesús jamás hubieran aceptado que os priváramos de libertad, no podemos reteneros por más tiempo. Pertenecéis a un mundo distinto a éste. Un lugar de hierro y oro en el que los hombres viven de espaldas a Dios…

Quise replicar, pero Mario no me dejó. Me miraba con tristeza, como si despidiera a un amigo.

– A partir de ahora -prosiguió-, nuestro destino está en vuestras manos. Vuestros cruzados no lo hubieran dicho mejor: ¡Deus lo volt!, así lo ha dispuesto el Padre. O nos indultáis y os sumáis a nuestras filas convirtiéndoos vos mismo en un parfait, o nos delatáis y buscáis nuestra muerte y la ruina de nuestros hijos. Pero seréis vos, en libertad, quien elegiréis el camino. Nosotros, por desgracia, estamos acostumbrados a ser perseguidos. Es nuestro destino.

– ¿Me liberas?

– En realidad, padre, nunca estuvisteis prisionero.

Le miré sin saber qué decir.

– Sólo os pido que reflexionéis sobre una cosa antes de entregarnos al Santo Oficio: recordad que Jesús fue también un fugitivo de la justicia.

Mario se lanzó entonces a mis brazos y me apretó contra él. Después, vigilando la tibia claridad que presagiaba el amanecer, me entregó un saquito con pan y algo de fruta, y me dejó a solas junto al camino de Milán.

– Id al refectorio -ordenó antes de perderse bosque arriba-. A vuestro refectorio. En el tiempo que habéis estado fuera han sucedido muchas cosas que os afectan. Meditadlas y decidid entonces vuestro camino. Ojalá volvamos a vernos algún día y podamos mirarnos a los ojos, como hermanos de la única fe.

Caminé durante cuatro horas antes de distinguir en el horizonte la silueta fortificada de Milán. ¿Qué extraña prueba era aquella a la que me sometía la Divina Providencia? ¿Me devolvía Mario a la corte del dux para que eliminara a su enemigo, fray Benedetto, o por alguna otra oscura razón?

Fue al acercarme al puesto de guardia cuando me di cuenta de lo mucho que me había cambiado la estancia en Concorezzo. De entrada, la guardia del dux no me saludó siquiera. A sus ojos ya no era el respetable dominico que se había tragado el bosque de Santo Stefano casi un mes atrás. No pude reprochárselo. La ciudad creía que ese varón había muerto en una emboscada. Nadie me esperaba. Mi aspecto era vulgar, sucio, y vestía como un campesino. Llevaba calzas negras y un tosco pellote de oveja que me hacía parecer un pastor. Mi rostro estaba cubierto por una barba espesa y negra. Y hasta mi tonsura se había poblado de nuevo, oscureciendo definitivamente mi filiación sacerdotal.

Crucé el puesto de guardia sin mirar a nadie y enfilé las callejuelas que habrían de llevarme hasta el convento de Santa Maria. Pese a no hacer un día de sol y ser sábado, se respiraba cierto ambiente festivo. El entorno del monasterio había sido engalanado con banderines, centros de flores y cintas de tela, y había mucha gente en la calle charlando. Al parecer, el dux acababa de pasar por allí camino de alguna celebración importante.

Fue entonces cuando escuché de labios de una mujer la razón de tanto alboroto: Leonardo había terminado el Cenacolo y Su Excelencia Ludovico el Moro se había apresurado a visitarlo para admirarlo en todo su esplendor.

– ¿El Cenacolo?

La mujer me miró divertida.

– Pero ¿en qué mundo vivís? -rió-. ¡Toda la ciudad va a desfilar para verlo! ¡Toda! Dicen que es un milagro. Que parece real. Los frailes abrirán su convento durante un mes para que todos puedan admirarlo.

Una extraña desazón se apoderó de mi estómago. El toscano había concluido una empresa en la que llevaba más de tres años trabajando, pero ¿habría completado también el terrible programa iconográfico que el Agorero pretendía detener a toda costa? ¿Y el prior? ¿Había sucumbido también al hechizo de aquella obra? ¿No debía advertirle de inmediato de la verdadera identidad de su secretario personal? ¿Y cómo me presentaría ante él? ¿Qué le diría de mis captores?

Cuando culminé el ascenso hasta el corso Magenta y logré sortear la enorme cola que rodeaba el convento, me quedé de una pieza. La casa del dux había dispuesto una enorme tarima en la que un espléndido duque de Milán, ataviado con una sobrevesta negra de terciopelo y un sombrero de ala baja con cinta de oro, conversaba con algunos prohombres de la ciudad. Entre ellos distinguí a Luca Pacioli, el matemático, que lucía un gesto relajado. Alguien dijo que hacía sólo unos días que había entregado al Moro su libro De divina proportione, en el que desvelaba los misterios matemáticos de la Creación. O Antonio Billi, cronista de la corte, que parecía deslumhrado por la belleza que acababan de ver sus ojos.

Hallé también al maestro Leonardo, retirado a un segundo plano, comentando algo con un pequeño grupo de admiradores. Todos iban elegantemente ataviados, pero parecían algo nerviosos. Miraban a uno y otro lado, como si aguardaran la llegada de alguien o supieran que alguna cosa en aquella ceremonia no marchaba según lo previsto.

Tan distraído estaba tratando de leer en los labios de aquella comitiva lo que sucedía, que no me percaté de que alguien se había ido abriendo paso entre el gentío y se dirigía directamente hacia mí.

– ¡Válgame el cielo! -exclamó cuando estuvo a mi altura y logró tocarme el hombro-. ¡Si todos os daban por muerto, padre Leyre!

Aquel hombre fornido, cubierto por un birrete violeta con pluma de ganso, espada al cinto y botas de montar, era Oliverio Jacaranda. Su acento extranjero lo delataba entre tanto lombardo.

– Nunca olvido una cara. ¡Y mucho menos la vuestra!

– Don Oliverio…

El español me miró de arriba abajo, sin terminar de comprender por qué no lucía los hábitos blanquinegros de santo Domingo. Por su porte, había acudido a la plaza de Santa Maria a visitar la obra de Leonardo. Su condición de mercader de objetos preciosos le garantizaba un acceso privilegiado al recinto y le procuraba estar en el centro del mayor acto social de la ciudad desde el entierro de donna Beatrice.

– Padre… -titubeó-. ¿Me explicaréis qué os ha sucedido? Estáis muy desmejorado. ¿Qué hacéis vestido así?

Traté de componer una excusa creíble que no delatara mi singular situación. No podía decirle que había estado más de dos semanas bajo el techo de quien fuera su prisionero. Lo hubiera considerado una deslealtad, y sólo Dios sabía cómo reaccionaría el español ante una revelación así.

– ¿Recordáis mi afición a resolver enigmas en latín?

Jacaranda asintió.

– Vine a Milán para resolver uno de ellos, por encargo de mi superior de la orden. Y para lograrlo, me vi obligado a desaparecer durante un tiempo. Ahora regreso de incógnito para proseguir con mis indagaciones. Por eso os ruego discreción.

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