– ¡Ah, los frailes! ¡Siempre con vuestros secretos! -sonrió-. Así que fingisteis evaporaros para seguir investigando los crímenes de San Francesco II Grande, ¿no es eso?
– ¿Y qué os hace pensar semejante cosa? -dije asombrado.
– Vuestro aspecto, naturalmente. Ya os dije un día que son pocas las cosas que se me escapan de esta ciudad. Esa indumentaria vuestra me recuerda a la de los desgraciados que aparecieron muertos bajo la Maesta de los franciscanos.
– Pero…
– ¡Nada de peros! -atajó-. Admiro ese método vuestro, padre. Nunca se me hubiera ocurrido hacerme pasar por víctima para llegar al asesino…
Callé.
Había imaginado tantas veces que si alguna vez me reencontraba con él no íbamos a tener una charla agradable, que me sorprendió verlo, de repente, preocuparse por mí. A fin de cuentas me había inmiscuido en sus negocios, había liberado a un prisionero suyo y no había prestado la debida atención a sus intentos por inculpar a Leonardo da Vinci del asesinato de fray Alessandro. Era obvio que don Oliverio tenía cosas más importantes en las que pensar. El anticuario me pareció preocupado. Casi ni comentó la fuga de Forzetta, que se apresuró a disculpar creyéndola parte de mi estrategia para investigar las muertes de fray Alessandro y de los peregrinos de San Francesco. Era como si mi atuendo de parfait le hubiera llamado más la atención que todo lo demás.
– ¿Regresasteis a Milán hace mucho? -Quise desviar nuestra conversación.
– Hará unos diez días. Y, la verdad, he estado buscándoos desde entonces. Dijeron que habíais muerto en una emboscada…
– Me alegra que no sea cierto.
– A mí también, padre.
– Decidme entonces, ¿para qué me necesitabais?
– Preciso de vuestra ayuda -dejó escapar lastimero-. ¿Recordáis lo que os dije del maestro Leonardo el día que nos conocimos?
– ¿De Leonardo?
Eché un vistazo a mis espaldas, allá donde había visto al toscano por última vez. No me hubiera gustado que escuchara una falsa acusación de asesinato como la que Jacaranda estaba a punto de pronunciar. Luego asentí.
– Bien. Ya sabéis que estuve en Roma, y allí un confidente cercano al Papa me hizo entrega del secreto final que meser Da Vinci ha querido esconder en su Cenacolo.
– ¿El secreto final?
La frente despejada del español se arrugó ante mi suspicacia.
– El mismo que se llevó a la tumba vuestro bibliotecario, padre Leyre. Ese que debió de extraer del «libro azul» que donna Beatrice d'Este me encargó que obtuviera para ella, y que nunca pude depositar en sus manos. ¿Lo recordáis?
– Sí.
– Ese secreto, padre, obra en mi poder. Y es otro de esos dichosos acertijos del toscano. Como quiera que vos sois experto en resolver enigmas, y que por vuestra posición no sois sospechoso de ser cómplice de nadie, pensé que me ayudaríais a descifrarlo.
Oliverio dijo aquello con rabia contenida. Aún podía adivinar en su voz el deseo de vengar a su amigo Alessandro. Y aunque se equivocaba de objetivo, no dejaba de intrigarme qué revelación habría recibido de su confidente. Poco podía imaginar que Betania también disponía de aquel secreto y que también llevaba días haciendo lo imposible por encontrarme y hacérmelo llegar.
– ¿Me mostraréis el secreto, entonces?
– Sólo ante el Cenacolo, padre.