Qué extraña sensación.
Vestido con los harapos que me había entregado Mario Forzetta antes de devolverme a Milán, crucé el umbral de la iglesia de Santa Maria sin que ninguno de los frailes que nos encontramos me reconociese. El olor a incienso me hizo dudar. Me sentí como si pusiera por primera vez los pies en una iglesia. Aquella profusión de motivos florales, rombos rojiazules y diseños geométricos que adornaban el techo se me antojó un exceso impropio de la casa de Dios. Jamás hasta ese día me había fijado en ellos, pero ahora, de repente, me estorbaban.
Oliverio no se percató de mi desazón y tiró de mí hacia el ábside, obligándome a girar después a la izquierda y adelantarme a la enorme hilera de fieles que rezaban y cantaban a la espera de que se les permitiera el acceso al refectorio.
Fray Adriano de Treviglio, con quien no me había cruzado más de dos veces durante mi estancia en el convento, saludó al español y se guardó satisfecho la moneda que éste depositó en su mano. Aunque me lanzó una mirada prepotente, tampoco me reconoció. Mejor así. Aquel refectorio que yo recordaba frío e inerte hervía ahora de actividad. Seguía tan desprovisto de muebles como siempre, pero los frailes lo habían adecentado, ventilado y limpiado en profundidad. No quedaba ya ni rastro de olor a pintura, y el muro recién terminado por el maestro lucía en todo su esplendor.
– La Cena Secreta… -murmuré.
Oliverio no me escuchó. Me empujó hasta el centro de la sala
y, una vez se hizo un hueco entre la multitud, dijo algo, medio en español, medio en lombardo, que entonces no supe valorar:
– El misterio de este lugar tiene que ver con los antiguos egipcios. Los discípulos se distribuyen de tres en tres como las tríadas de dioses del Nilo. ¿Lo veis? Pero su auténtico secreto es que cada personaje de esta escena representa una letra.
– ¿Una letra? -Las viejas lecciones del Ars Memoria regresaron a mi mente-. ¿Qué clase de letras?
– Sólo una de ellas es clara, padre. Fijaos bien en la gran «A» que forma la figura de Nuestro Señor. Ésa es la primera pista. Junto a las demás, ocultas en atributos de los Doce recogidos por fray Jacobo de la Vorágine, forman un himno extraño, escrito en egipcio antiguo, que espero sepáis descifrar…
– ¿Un himno?
Oliverio asintió, complacido de mi asombro.
– Así es. Juntando las letras que Leonardo ha asignado a cada discípulo, y que me mostraron en Roma, se forma una frase: Mut-nem-a-los-noc.
Mut.
Nem.
A.
Los.
Noc.
Repetí una por una aquellas sílabas, tratando de memorizarlas.
– ¿Y decís que es un texto egipcio?
– ¿Qué si no? Mut es una divinidad de esa civilización, esposa de Amón «el Oculto», el gran dios de los faraones. Seguramente Leonardo oyó hablar de ella a Marsilio Ficino. ¿O no recordáis ya que el maestro tenía sus libros en su bottega?.
Cómo iba a olvidarlo. Ficino, Platón, fray Alessandro, el tuerto, ¡todos estaban ahí mismo! ¡Delante de mis ojos! Mirándose entre ellos, como si se confabularan para preservar su misterio a aquellos que no merecieran penetrarlo. Todos habían sido representados como verdaderos discípulos de Cristo. Bonhommes, en suma.
– ¿Y si no es egipcio el idioma de esa frase?
Mi duda exasperó al español. Se acercó a mi oído y, tratando de hacerse entender entre la turbamulta de curiosos y el rumor de las oraciones, se esforzó por explicarme cuánto había aprendido de aquellos hombres reducidos a letras de la mano de Annio de Viterbo. Contemplé uno por uno aquellos discípulos tan vivos. Bartolomé, con las manos apoyadas sobre la mesa, observaba la escena como un centinela. Santiago el Menor trataba de calmar los ánimos a Pedro. Andrés, impresionado por la revelación de que un traidor se escondía entre ellos, mostraba sus palmas en señal de inocencia. Y Judas. Juan. Tomás señalando al cielo. El hermano de Cristo, el mayor de los Santiagos, con los brazos en cruz anunciando el futuro suplicio del Mesías. Felipe. Mateo. El Tadeo dando la espalda a Cristo. Y Simón, con las manos extendidas, como invitando a contemplar la escena una vez más, desde su rincón en la mesa.
Contemplarla una vez más.
¡Cristo!
Fue como un relámpago en la noche.
Como si de repente una de aquellas lenguas de fuego que iluminaron a los discípulos el día de Pentecostés hubiera caído sobre mí.
¡Santo Dios! Allí no había enigma alguno. Leonardo no había encriptado nada en el Cenacolo. Nada en absoluto.
Una emoción singular, como la que pocas veces había sentido en mis años en Betania, golpeó con fuerza mis entrañas.
– ¿Recordáis lo que me dijisteis un día sobre los peculiares hábitos de escritura de Leonardo?
Oliverio me miró sin saber qué tenía que ver mi pregunta con su revelación.
– ¿Os referís a su manía de escribirlo todo al revés? Es otra de sus excentricidades. Sus discípulos necesitan de un espejo para poder leer lo que su maestro les escribe. Lo hace así con todo: sus notas, los inventarios, los recibos, las cartas personales, ¡hasta las listas de la compra!… Es un demente.
– Tal vez.
La ingenuidad de Oliverio me hizo sonreír. Ni él, ni Annio de Viterbo se habían dado cuenta de nada, pese a haber tenido tan cerca la respuesta.
– Decidme, Oliverio: ¿por dónde habéis comenzado a leer vuestra letanía egipcia?
– Por la izquierda. La «M» es Bartolomé, la «U» Santiago el menor, la «T»…
De repente enmudeció.
Giró su cabeza todo lo que pudo hacia el extremo derecho del cuadro y tropezó con Simón, que con sus brazos estirados parecía invitarle a adentrarse en la escena. Por si fuera poco, también allí estaba el nudo del mantel, señalando cuál era el lado de la mesa por el que debía empezar a «leer».
– Santo Dios. ¡Se lee al revés!
– ¿Y qué leéis, Oliverio?
El español, dudando de lo que estaba viendo y sin acertar a comprenderlo, pronunció por primera vez el verdadero secreto del Cenacolo. Le bastó con silabear su letanía, aquel misterioso Mut-nem-a-los-noc, tal y como llevaba tres años haciéndolo el maestro Da Vinci:
Con-sol-a-men-tum.