– ¿Habéis oído hablar del nuevo huésped del convento de Santa María?
Leonardo solía apurar las últimas horas de luz en la contemplación de su Ultima Cena. El sol del ocaso transformaba las figuras sentadas a la mesa en sombras rojizas primero y en perfiles oscuros, siniestros, después. Con frecuencia acudía al convento de Santa María sólo para contemplar su obra favorita y distraerse del resto de sus ocupaciones diarias. El dux lo atosigaba para que terminara la colosal estatua ecuestre en honor de Francesco Sforza, un caballo monumental que lo obsesionaba durante el día; sin embargo, hasta el Moro era consciente de que la verdadera pasión de Leonardo estaba en el refectorio de Santa Maria. Aquellos casi cinco metros por nueve de pintura al óleo eran la obra más grande que jamás había emprendido. Sólo Dios sabría cuándo la terminaría, pero ese detalle poco importaba al genio. Tan abstraído estaba frente a su mágico paisaje que Marco d'Oggiono, el más curioso de los discípulos del toscano, tuvo que repetir de nuevo su pregunta.
– ¿De veras no habéis oído hablar de él?
El maestro, abstraído, negó con la cabeza. Marco lo encontró sentado sobre una caja de madera en el centro del refectorio, con su melena nevada suelta, tal y como acostumbraba al terminar su jornada de trabajo.
– No… -dudó-. ¿Es alguien interesante, caro?
– Es inquisidor, maestro.
– Un oficio terrible, entonces.
– El caso, meser, es que también él parece muy interesado en vuestros secretos.
Leonardo distrajo la vista del Cenacolo [6] y buscó la mirada azul de su discípulo. Tenía el semblante grave, como si la cercanía de un miembro del Santo Oficio hubiera despertado algún temor arcano en su alma.
– ¿Mis secretos? ¿Otra vez preguntas por ellos, Marco? Todos están aquí. Ya te lo dije ayer. A la vista. Hace años que aprendí que si deseas ocultar algo a la necedad humana, el mejor sitio para hacerlo es ese en el que todo el mundo pueda verlo. Lo entiendes, ¿verdad?
Marco asintió sin demasiado convencimiento. El buen humor que el maestro exhibiera la jornada anterior se había esfumado por completo.
– He pensado mucho en lo que me dijisteis, maestro. Y creo haber comprendido algo más de este lugar.
– ¿De veras?
– Pese a trabajar en suelo sagrado y bajo la supervisión de hombres de Dios, en vuestra Cena no habéis querido pintar la primera misa de Cristo, ¿no es cierto?
Las cejas rubias y pobladas del maestro levitaron de asombro. Marco d'Oggiono prosiguió:
– No finjáis sorpresa. Jesús no sostiene la hostia en la mano, no instaura la eucaristía, y sus discípulos ni comen ni beben. Ni siquiera reciben la bendición.
– Vaya -exclamó-. Continúa. Vas por buen camino.
– Lo que no entiendo, maestro, es por qué habéis pintado ese nudo corredizo en el extremo de la mesa. El vino y el pan figuran en las Escrituras; el pescado, pese a que no lo cita ningún evangelista, puedo entenderlo como un símbolo del propio Cristo. Pero quién habló nunca de un nudo en el mantel del banquete pascual?
Leonardo alargó su mano hacia d'Oggiono, llamándolo junto a sí.
– Veo que has intentado meterte dentro del mural. Eso está bien.
– Y, sin embargo, sigo lejos de vuestro secreto, ¿verdad?
– No debería preocuparte llegar a la meta, Marco. Ocúpate sólo de recorrer el camino.
Marco abrió los ojos atónito.
– ¿Me habéis escuchado, maestro? ¿No os preocupa que un inquisidor haya llegado a este convento y vaya preguntando por ahí por vuestra Santa Cena?
– No.
– ¿No? ¿Y ya está?
– ¿Y qué quieres que te diga? Tengo cosas más importantes de las que ocuparme. Como dejar terminada esta Cena y… su secreto. -Leonardo se mesó las barbas con un gesto divertido antes de proseguir-: ¿Sabes, Marco? Cuando por fin descubras el secreto que estoy pintando y seas capaz de leerlo por primera vez, ya no podrás dejar de verlo nunca. Y te preguntarás cómo has podido estar tan ciego. Ésos, y no otros, son los secretos mejor guardados. Los que están delante de nuestras narices y no somos capaces de ver.
– ¿Y cómo aprenderé a leer vuestra obra, maestro?
– Siguiendo el ejemplo de los grandes hombres de este tiempo. Como Toscanelli, el geógrafo, que ha terminado ya de diseñar su propio secreto ante los ojos de toda Florencia.
El discípulo nunca había oído hablar de ese viejo conocido de Leonardo. En Florencia lo llamaban el Físico, y aunque llevaba años ganándose la vida con sus mapas, antes había sido médico y lector apasionado de los escritos de Marco Polo.
– Pero tú no sabrás nada de eso. -Sacudió Leonardo la cabeza-. Para que no me acuses más de no enseñarte cómo leer un secreto, hoy te hablaré del que Toscanelli ha dejado en la catedral de Florencia.
– ¿De veras? -Marco aguzó el oído.
– Cuando regreses a esa ciudad, no dejes de ver la enorme cúpula que Filippo Brunelleschi construyó para el Duomo. Pasea tranquilo bajo ella y fíjate en el pequeño agujero practicado en uno de sus lados. En los días de san Juan Bautista y san Juan Evangelista, en junio y en diciembre, el sol del mediodía atraviesa ese orificio desde más de ochenta metros de altura e ilumina una línea de mármol que mi amigo Toscanelli dispuso cuidadosamente en el suelo.
– ¿Y para qué, maestro?
– ¿No lo entiendes? Es un calendario. Los solsticios allí marcados señalan el inicio del invierno y del verano. Fue Julio César el primero en darse cuenta y el primero en fijar la duración del año en trescientos sesenta y cinco días y un cuarto. Él inventó el año bisiesto. [7] Y todo gracias a la observación del avance del sol sobre una línea como aquélla. Toscanelli, pues, decidió dedicarle ese ingenio. ¿Sabes cómo?
Marco se encogió de hombros.
– Colocando al inicio de su meridiana de mármol, por este orden atípico, los signos de Capricornio, Escorpio y Aries.
– ¿Y qué tienen que ver los signos del zodiaco con el homenaje a César, maestro?
Leonardo sonrió.
– Precisamente ahí está el secreto. Si tomas las dos primeras letras del nombre de cada uno de esos signos, y respetas su orden, así: ca-es-ar, tendrás el apellido oculto que buscábamos.
– Ca-es-ar… ¡Claro como el agua! ¡Es perfecto!
– Lo es.
– ¿Y algo así es lo que esconde vuestro Cenacolo, maestro?
– Algo así. Pero dudo que ese inquisidor al que tanto temes llegue a descubrirlo nunca.
– Pero…
– Y, por cierto -le atajó-, el nudo es uno de los muchos símbolos que acompañan a María Magdalena. Un día de estos te lo explicaré.