Nadie se dio cuenta.
Ninguno de los vendedores, cambistas o frailes que deambulaban aquel ocaso por los alrededores de San Francesco Il Grande se fijó en el sujeto desgarbado y malvestido que penetró a toda prisa en la iglesia de los franciscanos. Era víspera de fiesta, día de mercado, y bastante tenían los milaneses con aprovisionarse de viandas y enseres para los días de duelo oficial que se avecinaban. Además, la noticia de la muerte de sor Verónica da Benascio había corrido como la pólvora por la ciudad, ocupando buena parte de sus conversaciones y desatando un apasionado debate sobre los verdaderos poderes de la visionaria.
En semejantes circunstancias, era lógico que un vagabundi más o menos les trajera sin cuidado.
Pero aquellos necios se equivocaron una vez más. El mendigo que había entrado en San Francesco no era uno cualquiera. Tenía las rodillas amoratadas por horas de penitencia, y su cabeza tonsurada con esmero como muestra de devoción. Se trataba, en efecto, de un hombre temeroso de Dios, un varón de corazón puro que cruzó el dintel de la puerta grande de la iglesia de los franciscanos temblando, seguro de que alguno de esos vecinos supersticiosos, tal vez impresionados por los augurios de sor Verónica, lo delataría tarde o temprano.
No le costaba imaginarse lo que estaba a punto de desencadenarse: alguien, no tardando mucho, correría a informar al sacristán de la presencia de otro pordiosero en el templo. Éste daría cuenta de la noticia al diácono, que, sin demora, avisaría al verdugo. Hacía semanas que las cosas ocurrían así, y a nadie parecía importarle. Los falsos mendigos que habían alcanzado el templo antes que él habían desaparecido sin dejar rastro. Por eso estaba seguro de que no iba a salir vivo de allí. Y sin embargo era un precio que iba a pagar a gusto…
Sin darse un respiro, el hombre de la ropa raída dejó atrás la doble fila de bancos que flanqueaban la nave principal y apretó el paso hacia el altar mayor. En la iglesia no se veía ni un alma. Mejor. De hecho, ya casi podía sentir la presencia del Santo. Jamás se había sabido tan cerca de Dios. Él estaba cerca. ¿Cómo si no explicar que a esa hora la luz que filtraban las vidrieras fuera la justa para apreciar todos los detalles del «milagro»? El peregrino había aguardado tanto para llegar hasta aquel retablo y rendir homenaje a la Opus Magna, que las lágrimas se le saltaban de emoción. Y no en vano. Al fin le había sido permitido ver una tabla de la que muy pocos en Milán conocían su verdadero nombre: la Maesta. [10]
¿Era ése el fin del camino?
El falso vagabundo así lo intuía.
Se acercó con cautela. Había oído describir tantas veces la Obra, que las voces de quienes lo instruyeron sobre sus detalles ocultos, sobre su verdadera clave de lectura, se agolpaban ahora en su memoria ofuscándole la razón. La tabla, de 189 x 120 centímetros, [11] ajustada como un guante al hueco del altar previsto para ella, era inequívoca: desde su interior dos niños de corta edad se miraban sin quitarse ojo de encima. Una mujer de rostro sereno protegía a ambos con sus brazos mientras un ángel solemne, Uriel, señalaba al elegido por el Padre con un índice firme y acusador. «Cuando contemples ese gesto confirmarás la verdad que te ha sido revelada -creía oír aún-. La mirada del ángel te dará la razón.»
Su corazón se aceleró. Allí, en la soledad absoluta del templo, el peregrino alargó su mano con cierto temor, como si pretendiera unirse para siempre a aquella escena divina. Era cierto. Cierto como las bondades de su fe. Los que habían peregrinado en secreto hasta aquel lugar antes que él no mentían. Ninguno lo hizo. Aquella obra del maestro Leonardo contenía las claves para culminar la búsqueda milenaria de la verdadera religión.
El peregrino echó un nuevo vistazo al insigne óleo cuando de repente algo captó su atención. Qué extraño. ¿Quién había pintado un halo sobre las cabezas de los tres personajes evangélicos? ¿Acaso no le habían dicho sus hermanos que aquel adorno superfluo, fruto de mentes retrógradas y ávidas de prodigios, había sido omitido deliberadamente por el maestro pintor? ¿Qué hacían al entonces? El falso mendigo se asustó. Los halos no eran la única alteración de la Opus Magna. ¿Dónde estaba el dedo de Uriel señalando al verdadero Mesías? ¿Por qué su mano descansaba sobre el regazo, en vez de señalar al auténtico Hijo de Dios? ¿Y qué razón obligaba al ángel a no mirar ya al espectador?
La vertiginosa sensación de horror creció hasta apoderarse del peregrino. Alguien había manipulado la Maesta.
– Dudáis, ¿no es cierto?
El vagabundo no movió ni un músculo. Se quedó helado al escuchar una voz cavernosa y seca a su espalda. No había oído chirriar los goznes de la puerta de la iglesia, así que el intruso debía de llevar un buen rato observándolo.
– Ya sé que sois como los demás. Por alguna oscura razón los herejes venís por manadas a la casa de Dios. Os atrae su luz, pero sois incapaces de reconocerla.
– ¿Herejes? -susurró paralizado.
– ¡Oh, vamos! ¿Creíais que no nos íbamos a dar cuenta?
La lengua del peregrino no acertó a articular una palabra más.
– Al menos esta vez no hallaréis el consuelo de orar ante vuestra despreciable imagen.
Su pulso estaba desbocado. Había llegado su hora. Estaba aturdido, furioso. Se sentía burlado por haber arriesgado su vida para postrarse ante un fraude. La tabla que tenía frente a sus ojos no era la Opus Magna. No era la Maesta prometida.
– No puede ser… -murmuró. El desconocido rió.
– Es muy fácil de entender. Os concederé la gracia del conocimiento antes de enviaros al infierno. Leonardo pintó vuestra Maesta en 1483, hace ya catorce años. Como supondréis, los franciscanos no quedaron muy contentos con ella. Esperaban un cuadro que reforzara su credo en la Inmaculada Concepción y que sirviera para iluminar este altar. Y en cambio les presentó una escena que no aparece en ningún evangelio y que reúne a san Juan y a Cristo en algún momento de la huida de éste a Egipto.
– La Madre de Dios, Juan, Jesús y el arcángel Uriel. El mismo que avisó a Noé del Diluvio. ¿Qué mal veis en ello?
– Todos sois iguales -replicó la voz en tono amargo-. Leonardo aceptó modificar la tabla y nos entregó ésta, que muestra algunas modificaciones respecto a la primera. Había eliminado los detalles insolentes.
– ¿Insolentes?
– ¿Y cómo llamáis si no a una obra en la que no se consigue distinguir a san Juan de Jesucristo, y en la que ni la Virgen ni su hijo están coronados con la aureola de la santidad que les corresponde por derecho propio? ¿Cómo se entiende que los dos niños sagrados sean idénticos el uno al otro? ¿Qué clase de blasfemia es esa que busca confundir a los creyentes?
Una sensación de alivio le permitió respirar hondo por primera vez. El verdugo -pues estaba seguro de que era él- no había comprendido nada. Los hermanos que lo habían precedido y que jamás volvieron, debieron de morir a sus manos sin revelarle la razón de aquel culto discreto, y él estaba dispuesto a mantener su voto de silencio aun a costa de su propia sangre.
– No seré yo quien aclare vuestras dudas -dijo con serenidad, sin atreverse a dar la cara a la voz.
– Es una lástima. Una verdadera lástima. ¿No os dais cuenta de que Leonardo os ha traicionado pintando esta nueva versión de la Maesta Si os fijáis bien en la tabla que tenéis delante, los dos niños son ya claramente discernibles el uno del otro. El que está junto a la Virgen es san Juan. Lleva su cruz de pie largo y reza mientras recibe la bendición del otro niño: Cristo. Uriel ya no señala con el dedo a nadie, y queda bien claro al fin quién es el Mesías esperado.
¿Traicionado?
¿Era posible que el maestro Leonardo hubiera dado la espalda a sus hermanos?
El peregrino volvió a alargar su mano hacia el lienzo. Había llegado allí amparado por la muchedumbre que recalaba en Milán para asistir a los funerales por donna Beatrice d'Este, su protectora. ¿También ella los había vendido? ¿Era posible que todo aquello por lo que tanto habían luchado se desmoronara ahora?
– En realidad, no necesito que me aclaréis nada -prosiguió la voz desafiante-. Sabemos ya quién inspiró a Leonardo esta maldad, y gracias al Padre Eterno ese miserable yace ya bajo tierra desde hace tiempo. No lo dudéis: Dios castigará a fray Amadeo de Portugal y su Apocalipsis Nova como debe. Y con él, su ideal de la Virgen entendida no como madre de Cristo, sino como símbolo de la sabiduría.
– Y sin embargo es un hermoso símbolo -protestó-. Un ideal compartido por muchos. ¿O es que pensáis condenar a todos aquellos que pinten a la Virgen con el niño Jesús y el niño Juan?
– Si inducen a confusión en las almas de los creyentes, sí.
– ¿Y de veras creéis que os dejarán acercaros siquiera al maestro Leonardo, a sus discípulos o al pintor de Luino?
– ¿A Bernardino de Lupino? ¿A aquel al que también llaman Lovinus o Luini?
– ¿Lo conocéis?
– Conozco sus obras. Es un joven imitador de Leonardo que por lo visto comete sus mismos errores. No lo dudéis: también él caerá.
– ¿Qué pensáis hacer? ¿Matarlo?
El peregrino notó que algo iba mal. Un roce metálico, como el que haría una espada al salir de su vaina, sonó a sus espaldas. Sus votos le impedían llevar armas, así que elevó una plegaria hacia la falsa Maestá, pidiendo su consuelo. -¿También acabaréis conmigo?
– El Agorero acabará con los imprudentes.
– ¿El Agorero…?
No terminó de formular su pregunta cuando una extraña convulsión agitó sus entrañas. La afilada hoja de un enorme sable de acero perforó su espalda. El peregrino dejó escapar un estertor terrible. Un palmo de metal le partió en dos el corazón. Fue una sensación aguda, fugaz como un relámpago, que le hizo abrir los ojos de puro terror. El falso vagabundo no sintió dolor, sino frío. Un gélido abrazo que lo hizo tambalearse sobre el altar y caer sobre sus rodillas amoratadas.
Fue la única vez que vio a su agresor.
El Agorero era una sombra corpulenta, de carbón, sin expresión en el rostro. Comenzaba a anochecer en la iglesia. Todo se tornaba oscuro. Incluso el tiempo comenzó a ralentizarse de un modo extraño. Al tocar el pavimento del altar, el hatillo que el peregrino llevaba anudado al hombro se deshizo, dejando caer un par de piezas de pan y un mazo de cartones con curiosas efigies estampadas. La primera correspondía a una mujer con el hábito de san Francisco, una corona triple sobre la cabeza, una cruz como la de Juan en su mano derecha y un libro cerrado en la izquierda.