– ¡Maldito hereje! -masculló el Agorero al ver aquello.
El peregrino le devolvió una sonrisa cínica, mientras veía cómo el Agorero tomaba aquel naipe y mojaba una pluma en su sangre para anotar algo en el reverso.
– Jamás… abriréis… el libro de la sacerdotisa.
Desde aquella posición contrahecha, con el corazón bombeando sangre a borbotones contra el enlosado, acertó a vislumbrar algo que le había pasado desapercibido hasta ese momento: aunque Uriel no señalaba ya a Juan el Bautista como en la verdadera Opus Magna, su mirada entreabierta lo decía todo. La «llama de Dios», con los ojos entornados, seguía apuntando al sabio del Jordán como al único salvador del mundo.
Leonardo -se consoló antes de sumirse en la oscuridad eterna- no los había traicionado después de todo. El Agorero había mentido.