Desperté con náuseas y un fuerte dolor de cabeza, sin saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Todo daba vueltas a mi alrededor, y mi mente estaba más confusa que nunca. La culpa la tenía aquella presión constante sobre las sienes. Era un dolor cíclico, circular, que cada cierto tiempo recorría mi cráneo de izquierda a derecha, perturbando mis sentidos. Tan fuertes eran sus punzadas, que durante un buen rato ni siquiera hice el intento de abrir los ojos. Recuerdo incluso que me palpé la cabeza buscando alguna herida, pero fui incapaz de encontrar nada. El daño era interno.
– No os preocupéis, padre. Estáis entero. Descansad. Pronto os recuperaréis.
Una voz amable, la misma que me habló antes de perder el conocimiento, me sobresaltó antes de que pudiera incorporarme. Volvió a dirigirse a mí en un tono sereno, familiar, como si me conociera desde hacía mucho tiempo.
– El efecto de nuestro aceite durará sólo unas horas más. Después volveréis a sentiros bien.
– ¿Vuestro… aceite?
Desorientado, débil, con los brazos y las piernas agarrotadas y tendido sobre un suelo irregular, logré reunir fuerzas para comenzar a hablar. Deduje que me habían llevado a algún lugar a cubierto, porque sentía la ropa seca y el frío no era tan intenso como en el claro de Santo Stefano.
– La tela que os colocamos encima estaba impregnada con un aceite que provoca el sueño, padre. Es una vieja fórmula. Un secreto de los brujos de estos pagos.
– Veneno… -murmuré.
– No exactamente -respondió-. Se trata de un ungüento que se extrae de la cizaña, el beleño, la cicuta y la adormidera. No falla nunca. Basta absorberlo en pequeñas dosis a través de la piel para que su efecto letárgico sea inmediato. Pero se os pasará pronto. Descuidad.
– ¿Dónde estoy?
– A salvo.
– Dadme de beber, os lo ruego.
– Enseguida, padre.
A tientas, así la jarra que el desconocido colocó entre mis manos. Era vino caliente. Un caldo amargo que ayudó a mi cuerpo maltrecho a sobreponerse. Me aferré al barro con ansia, haciendo acopio de fuerzas antes de entornar los ojos y echar un vistazo a mi alrededor.
Mi instinto no había errado. Ya no estaba en Santo Stefano. Y fueran quienes fuesen mis captores, me habían separado de Jorge, Mauro y Benedetto, y aislado en una estancia cerrada, sin ventanas, que debía de ser una suerte de celda improvisada en alguna remota casa de campo. Supuse que había pasado una eternidad tendido sobre aquella estera de paja. Mi barba había crecido, y alguien se había atrevido a despojarme de los hábitos de Santo Domingo; en su lugar vestía un tosco sayal de lana. Pero ¿cuánto tiempo llevaba allí? Imposible calcularlo. ¿Y adonde habían ido a parar mis hermanos? ¿Quién era el responsable de haberme llevado hasta ese lugar? ¿Y para qué?
Una sensación de angustia se apoderó de mi garganta.
– ¿Dónde… estoy? -repetí.
– A salvo. Este lugar se llama Concorezzo, padre Leyre. Y me alegra veros recuperado. Tenemos mucho, mucho de que hablar. ¿Os acordáis de mí?
– ¿Co… cómo?-titubeé.
Quise girarme para buscar a mi interlocutor, pero una nueva punzada me obligó a detenerme.
– ¡Vamos, padre! Nuestro aceite os ha dormido, pero no os ha borrado la memoria. Soy el hombre que siempre dice la verdad, ¿no me recordáis? Aquel que juró resolveros cierto enigma que os atribulaba.
Un latigazo sacudió mi cerebro. Era cierto. Por Dios bendito. Cierto que había escuchado aquel timbre de voz en alguna parte. Pero ¿dónde? Tuve que hacer un gran esfuerzo para terminar de incorporarme y buscar el rostro de quien me hablaba. Y, Santo Cristo, al fin lo vi. Estaba justo a mis espaldas. Redondo y sonrojado como siempre. Con aquellos ojos de esmeralda, claros y despabilados. Era Mario Forzetta. No había duda.
– ¿Me recordáis?
Asentí.
– Lamento haber recurrido a estos métodos para traeros aquí, padre. Pero, creedme, era la única opción que teníamos. Por las buenas no nos hubierais acompañado. -Sonrió.
Aquel plural me desconcertó.
– ¿Que teníais? ¿Quiénes, Mario?
El rostro de Forzetta se iluminó al oírme pronunciar su nombre.
– Los hombres puros de Concorezzo, padre. Nuestra fe nos impide utilizar la violencia, pero no el ingenio.
– Bonhommes… ¿Tú?
– Estaréis horrorizado, lo sé. Liberasteis a un hereje de la prisión que se merecía. Pero antes de que hagáis vuestro juicio sobre este asunto, ruego que me escuchéis. Tengo mucho que contaros.
– ¿Y mis hermanos?
– Los dejamos dormidos en Santo Stefano, como a vos. A estas horas, si no se han congelado, ya habrán regresado a Milán, y tendrán vuestra misma jaqueca.
Mario lucía un aspecto razonablemente bueno. Se le notaba aún la cicatriz que le había partido en dos la cara días atrás, pero se había dejado crecer barba y su tez estaba morena por el sol. Distaba ya mucho del espectro que conversó conmigo en la prisión del palacio de los Jacaranda. Había ganado peso y su rostro irradiaba felicidad. Saberse fuera del alcance de don Oliverio le había sentado bien. Lo que no acertaba a comprender era por qué había decidido retenerme. Y por qué precisamente a mí, que fui quien le brindó su libertad.
– Mis hermanos y yo hemos dudado mucho antes de dar este paso -se explicó Mario, que se sentó a mi lado, en el suelo-. Sé que vos, padre, sois inquisidor y que vuestra orden lleva más de doscientos años persiguiendo a familias que, como nosotros, tenemos otra manera diferente de aproximarnos a Dios.
– Pero…
– Pero al veros ayer en Santo Stefano, comprendí que erais una señal enviada por Dios. Aparecisteis allí justo cuando ya tenía las respuestas que juré daros. ¿Lo recordáis? ¿Acaso no es un milagro? Convencí a nuestro perfecto para que os trajéramos aquí y yo pudiera saldar mi deuda con vos.
– No hay tal deuda.
– La hay, padre. Dios ha cruzado nuestros caminos por alguna razón que sólo Él sabe. Tal vez no sea para que os ayude a resolver vuestros acertijos, sino para que juntos nos enfrentemos al enemigo que tenemos en común.
Aquella afirmación me desconcertó.
– ¿Cómo dices?
– ¿Recordáis el acertijo que me confiasteis el día que me pusisteis en libertad?
Asentí. Oculos ejus dinumera seguía desafiando mi inteligencia. Ya casi había olvidado que también Forzetta lo tenía en su poder.
– Después de despedirme de vos, me refugié en el taller de Leonardo. Sabía que su casa era el único lugar de Milán que me daría cobijo, como así sucedió. Y naturalmente, hablé con el maestro. Le conté mi encuentro con vos, le hablé de vuestra infinita generosidad y le pedí que me auxiliara. No sólo quería que me protegiera de la ira del señor Jacaranda, sino que deseaba agradeceros lo mucho que habíais hecho por mí al sacarme de sus celdas.
– Pero ya no eras discípulo del maestro… ¿verdad?
– No. Aunque, en realidad, nunca se deja de serlo. Leonardo siempre trata a sus pupilos como a hijos, y pese a que algunos demostremos no tener altura para seguir en la pintura, siempre nos reserva su afecto. A fin de cuentas, sus enseñanzas trascienden el mero oficio de artista.
– Entiendo. Así que fuiste a refugiarte bajo el ala protectora de meser Leonardo. ¿Y qué te dijo?
– Le entregué vuestro acertijo. Le dije que encerraba el nombre de una persona a la que buscabais y el maestro lo resolvió para mí.
Aquello me resultó irónico. ¿Leonardo había descifrado la firma de quien había escrito a Betania para buscar su ruina? Lleno de curiosidad, traté de sobreponerme al mareo y tomé las manos de Mario para enfatizar mi pregunta:
– Y dime, ¿lo consiguió?
– En efecto, padre. Hasta puedo confirmaros qué nombre encierra.
Mario depositó entonces la carta de la sacerdotisa en el suelo, justo entre nuestras piernas.
– Meser se extrañó mucho cuando le pregunté por vuestro enigma -continuó-. De hecho, me dijo que lo conocía muy bien. Que un hermano de Santa Maria se lo había llevado un tiempo antes, y que ya entonces lo había resuelto para él.
– ¡Fray Alessandro!
El recuerdo de Oculos ejus dinumera escrito en el reverso de un naipe como aquel hallado junto al cadáver del bibliotecario me hizo dar un respingo. De repente todo cobraba sentido: el Agorero debió de asesinar a fray Alessandro al saberse desenmascarado por éste, y hubo de urdir entonces un plan para desacreditar a Leonardo. Asesinar a un oscuro religioso debió de resultarle fácil, pero no así acabar con el pintor favorito de la corte. Así que optó por intentar incriminarlo por hereje. De ahí sus cartas a Betania.
Antes de que mi imaginación se disparara, Mario prosiguió.
– Sí, padre. Fray Alessandro. Lo que recuerdo muy bien son las palabras del maestro: que ambos acertijos, naipe y versos, estaban íntimamente unidos. Vuestros versos eran incomprensibles sin el naipe de la sacerdotisa y sin él no era posible encontrar la clave del nombre que buscáis. Son como la cara y la cruz de una misma moneda.
Rogué a Mario que se explicara mejor. El joven tomó entonces la frase latina que llevaba apuntada en el mismo papel que le había entregado en Milán, y la situó junto al arcano del juego de los Visconti-Sforza. Una vez más, volvía a tener aquellas dichosas siete líneas ante mí:
Oculos ejus dinumera,
sed noli voltum adspicere.
In latere nominis
mei notam rinvenies.
Contemplan et contemplata
alus tradere.
Veritas
– En realidad, es un sencillo acertijo en tres niveles -dijo-. El primero busca la identificación del naipe que os ayudará a resolver el enigma. «Cuéntale los ojos, pero no le mires a la cara.» Tiene un significado muy sencillo. Si os fijáis bien, en esta carta sólo existe un ojo posible fuera del rostro de la mujer.
– ¿Un ojo? ¿Dónde?
Mario parecía divertirse.
– Está en el ceñidor, padre. ¿No lo veis? Es el ojo del nudo por el que pasa la cuerda que ata la cintura de la mujer. Se trata de una metáfora utilizada con gran habilidad por vuestro hombre.
– Pero eso no es todo -prosiguió-. Si os fijáis mejor, no sabemos en qué costado buscar la cifra del nombre que buscáis. «La cifra de mi nombre hallarás en su costado» deja abierta una gran incógnita. ¿Es el lado derecho o el izquierdo en el que debemos buscar esa cifra? Yo os lo diré: debéis mirar en la diestra de la mujer.