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6.

Fray Giovanni cumplió sin titubear la segunda parte de la misión que le encomendó el maestro general.

Después de nuestra conversación y de mostrarme la última carta del Agorero, regresó a la casa madre de la orden, dejando Betania antes del anochecer. Torriani le había ordenado que volviera para informarle de mi reacción. En especial quería saber qué opinión me merecían los rumores que hablaban de graves anomalías en las obras de acondicionamiento de Santa María delle Grazie. Mi asistente debió de transmitirle mi mensaje, claro y escueto: si finalmente se tomaban en cuenta mis viejos temores y se le sumaban como probables las revelaciones del Agorero, había que localizar a ese sujeto en Milán y conocer de su mano el alcance de los proyectos secretos que el dux tenía para aquel convento.

– En especial -insistí a fray Giovanni-, habrá que examinar los trabajos de Leonardo da Vinci. En Betania ya tenemos constancia de su afición a enmascarar ideas heterodoxas en obras de apariencia piadosa. Leonardo trabajó muchos años en Florencia, mantuvo contacto con los descendientes de Cosme el Viejo, y entre todos los artistas que trabajan en Santa María es el más proclive a participar de las ideas del Moro.

Gozzoli sumó mi otra gran preocupación a su informe para el maestro Torriani: le insistí en la necesidad de abrir una investigación sobre la muerte de donna Beatrice. El vaticinio tan preciso del Agorero sugería la existencia de algún siniestro plan ocultista, tal vez ideado por el duque Ludovico o por sus pérfidos asesores, para implantar una república pagana en el corazón de Italia. Aunque no tenía mucho sentido que el dux mandara asesinar a su esposa y a su futuro heredero, la mentalidad de los adeptos a las ciencias ocultas discurría a menudo por senderos impredecibles. No era la primera vez que oía hablar de la necesidad de sacrificar a una víctima notable antes de emprender una gran obra. Los antiguos, esos bárbaros de la Edad de Oro, lo hacían a menudo.

Supongo que mi determinación animó a Torriani.

El maestro general avisó al hermano Gozzoli de sus intenciones y a la mañana siguiente, con la escarcha aún cayendo sobre Roma, abandonó sus dependencias en el monasterio de Santa María sopra Minerva dispuesto a atajar de raíz aquel problema.

Desafiando los accesos nevados a la Ciudad Eterna, Torriani ascendió hasta el cuartel de Betania en mulo y solicitó entrevistarse conmigo a la mayor brevedad. Aún ignoro qué términos empleó el hermano Gozzoli para informarle de mis ideas, pero era evidente que le había impresionado. Jamás había visto así a nuestro maestro: dos bolsas amoratadas caían a plomo bajo su mirada gris, apagándola; su espalda parecía socavarse bajo el peso de una responsabilidad plúmbea, devorando poco a poco su carácter alegre y hundiendo unos hombros que también languidecían por momentos. Torriani, mentor, guía y viejo amigo, apuraba lo que le quedaba de vida con las huellas de la decepción grabadas en el rostro. Y aun con todo, tras el brillo de sus ojos se apreciaba una sensación de urgencia:

– ¿Podéis atender a un pobre siervo de Dios, mojado y enfermo? -dijo nada más verme en el atrio de Betania.

Mentiría si jurase que no me sorprendió encontrármelo allí tan temprano. Había ascendido hasta nuestro cuartel solo, sin séquito, con una manta sobre los hábitos y las sandalias cubiertas por sendas pieles de conejo. Si el superior de la Orden de Santo Domingo abandonaba así nuestra casa madre y su parroquia, y cruzaba la ciudad en pleno temporal para reunirse con el responsable de su servicio de información, el asunto debía ser gravísimo. Y aunque su rostro sombrío invitaba a entrar en conversación cuanto antes, no me atreví a preguntarle nada. Aguardé a que se quitara sus harapos y apurase la copa de vino caliente que le ofrecimos. Subimos a mi pequeño estudio, un recinto oscuro atestado de cajas y manuscritos desde el que se dominaba toda Roma, y apenas se cerró la puerta el padre Torriani confirmó mis temores:

– ¡Claro que he venido por esas dichosas cartas! -protestó, enarcando sus cejas blancas-. ¿Y vos me preguntáis quién creo que es su autor? ¿Precisamente vos, padre Leyre?

Torriani aspiró hondo. Su naturaleza enclenque luchaba por entrar en calor, mientras el vino iba entonándolo poco a poco. Afuera la nieve arreciaba sobre el valle.

– Mi impresión -continuó- es que nuestro hombre tiene que ser alguien del séquito del dux o, en su defecto, algún hermano del nuevo convento de Santa María delle Grazie. Se trata de una persona que conoce bien nuestras costumbres, y que sabe a quién está haciendo llegar sus cartas. Y sin embargo…

– ¿Sin embargo?

– Veréis, padre Leyre: desde que leí la carta que os di a conocer ayer, apenas he pegado ojo. Ahí fuera hay alguien que nos avisa de una grave traición contra la Iglesia. El asunto es muy serio, sobre todo si, como me temo, nuestro informante procede de la comunidad de Santa Maria…

– ¿Creéis que el Agorero es un dominico, padre?

– Estoy casi seguro de ello. Alguien de dentro, testigo del avance del Moro, que no se atreve a denunciarlo por temor a represalias.

– Y supongo que ya habréis estudiado las vidas de esos frailes en busca de vuestro candidato, ¿me equivoco?

Torriani sonrió satisfecho:

– Todas. Sin excepción. Y la mayoría proceden de buenas familias lombardas. Son religiosos leales al Moro y a la Iglesia, hombres poco dados a fantasías o conspiraciones. Buenos dominicos, en suma. No puedo imaginar quién de ellos puede ser el Agorero.

– Si es que alguno lo es.

– Desde luego.

– Permitidme recordaros, maestro Torriani, que Lombardía siempre fue tierra de herejes…

El general de la orden, friolento, ahogó un estornudo antes de responder:

– Eso fue hace mucho tiempo, padre. Mucho. Desde hace más de doscientos años no queda ya ni rastro de la herejía catara en la zona. Es cierto que aquellos malditos que inspiraron a nuestro amado santo Domingo a crear la Santa Inquisición se refugiaron allí después de la cruzada albigense, [2] pero todos murieron sin poder contagiar sus ideas a nadie.

– Y sin embargo, no se puede descartar que su blasfemia calara en la mentalidad de los milaneses. ¿Por qué si no éstos son tan abiertos a ideas heterodoxas? ¿Por qué habría de aceptar el dux creencias paganas si él mismo no hubiera crecido en un ambiente predispuesto a ello? ¿Y por qué razón -proseguí- habría de esconderse un dominico fiel a Roma tras unos mensajes sin firma, de no ser porque él mismo participa de la herejía que ahora denuncia?

– ¡Patrañas, padre Leyre! El Agorero no es un cátaro. Más bien al contrarío: se preocupa por mantener la ortodoxia con más celo que el mismísimo inquisidor general de Carcasona.

– Esta mañana, antes de llegar vos, he leído otra vez todas las cartas de ese individuo. Y el Agorero tiene claro su objetivo desde la primera que nos mandó: desea que enviemos a alguien para detener los planes del Moro en Santa María delle Grazie. Es como si lo que el dux hiciera en el resto de Milán, las plazas, los canales para la navegación interior, las esclusas, no le importasen… Y eso abona vuestra hipótesis. Torriani asintió complacido.

– Pero, maestro -lo contradije-, antes de actuar deberíamos valorar si su petición encierra alguna trampa.

– ¿Cómo? ¿Pretendéis dejar solo al Agorero aun a pesar de las pruebas que nos ha ofrecido? ¡Pero si vos mismo lleváis tiempo denunciando los desvíos doctrínales de la difunta esposa del Moro!

– Precisamente. Esa familia es astuta. No será fácil encontrar argumentos contra ellos. Lo que digo es que debemos extremar la prudencia antes de dar un mal paso.

– No, padre. Nada de eso. Ese hombre, sea quien sea, nos pide ayuda y ya no podemos negársela por más tiempo. Además, sabed que a través del cardenal Ascanio, el hermano del dux, he comprobado hasta los más mínimos detalles que aparecen en sus informes. Y, creedme: todos son exactos.

– «Exactos» -repetí mientras trataba de poner en orden mis ideas-. ¿Sabéis? Creo que lo que más me sorprende de este asunto es vuestro cambio de actitud, maestro Torriani.

– No hay tal -protestó-. Archivé las cartas del Agorero en tanto no tuviera pruebas sólidas que las respaldaran. Si no hubiera creído en ellas, las habría destruido, ¿no os parece?

– Entonces, maestro, si a nuestro comunicante le asiste la verdad, si es un dominico preocupado por el futuro de su nuevo convento, ¿por qué creéis que esconde su identidad cuando os escribe?

Fray Gioacchino se encogió de hombros, devolviéndome una mueca de perplejidad:

– Ojalá lo supiera, padre Leyre. Y me preocupa. Cuanto más tiempo paso sin respuestas, más me incomoda este asunto. Son muchos los frentes que nuestra orden tiene abiertos en estos días, y abrir una herida más en el seno de la Iglesia equivale a desangrarla sin remedio. Por eso ha llegado la hora de actuar. No podemos permitir que se repita en Milán lo que ya ocurre en Florencia. ¡Sería un desastre!

«Una herida más.» Dudé si sacar el tema a colación, pero el silencio de Torriani no me dejó alternativa:

– Supongo que os referís al padre Savonarola…

– ¿Y a quién si no? -El anciano aspiró antes de proseguir-. Al Santo Padre se le ha acabado la paciencia y piensa ya en excomulgarlo. Sus sermones contra la opulencia del Papa crecen en acritud; para colmo, sus profecías sobre el final de la casa de Médicis se han cumplido y ahora, seguido por una multitud, anuncia grandes castigos del Señor contra los Estados pontificios. Dice que Roma debe sufrir para purgar sus pecados y el muy maldito se alegra por ello. Lo peor, ¿sabéis?, es que cada día tiene más seguidores. Si por un casual el dux de Milán se sumara a esa idea de debacle, nadie podría detener el descrédito de nuestra institución…

Confuso, me persigné ante el funesto panorama que el maestro general dibujaba.

Girolamo Savonarola era, como Roma entera sabía, el gran problema de Torriani por aquellas fechas. Todo el mundo hablaba de él. Persistente lector del Apocalipsis, ese dominico de verbo brillante y gran capacidad de seducción acababa de instaurar una república teocrática en Florencia para llenar el vacío dejado por la huida de la familia Médicis. Desde su nuevo púlpito arremetía contra los excesos de Alejandro VI. Savonarola era un loco o, aún peor, un temerario. Desoía las llamadas al orden que recibía de sus superiores, e ignoraba deliberadamente a la legislación canónica. Los Dictatus Papae que desde el siglo XI eximían al Pontífice y a su curia de la posibilidad de errar le traían al fresco, y desafiando incluso su decimonovena sentencia («Nadie puede juzgar al Papa»), gritaba desde el altar que había que detenerlo en nombre de Dios.

[2] En 1208, el papa Inocencio III ordenó la erradicación de la herejía catara, creando una fuerza militar para exterminar a los heterodoxos del Languedoc francés. Aunque se acepta que en 1244 se había extinguido ya a los últimos herejes en el sitio de Montségur, muchos historiadores advierten que familias enteras de «hombres buenos» se refugiaron en la Lombardía cerca de la actual Milán, donde permanecieron durante mucho tiempo a salvo de la persecución de Roma y perseverando en su fe original.


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