Nuestro maestro general se desesperaba. No sólo había sido incapaz de detener la sed de grandeza de aquel exaltado, sino que la actitud de Savonarola comprometía a toda la orden ante Su Santidad. El rebelde, orgulloso como Sansón ante los filisteos, había rechazado el capelo cardenalicio que le ofrecieron para acallar sus críticas e incluso había rehusado abandonar su tribuna en el convento florentino de San Marco alegando que tenía una misión divina más importante que cumplir. Esa y no otra era la razón por la que el padre Torriani no quería que la lealtad de los predicadores de Santo Domingo fuera cuestionada en Milán. Si el Agorero era un dominico y tenía razón al advertir de los planes paganos del Moro en nuestra nueva casa en la ciudad, la orden volvería a estar en entredicho.
– He tomado una decisión, hermano -sentenció el maestro general muy serio, después de meditar un instante-: tenemos que alejar cualquier sombra de duda de las obras de Santa Maria delle Grazie, recurriendo a la fuerza del Santo Oficio si fuera preciso.
– Pater! ¿No estaréis pensando en juzgar al dux de Milán? -pregunté alarmado.
– Únicamente si es necesario. Ya sabéis que nada place más a los príncipes seculares que descubrir las debilidades de nuestra Iglesia y utilizarlas contra nosotros. Por eso estamos obligados a adelantarnos a sus movimientos. Otro escándalo como el de Savonarola y nuestra casa quedaría muy malparada en los Estados pontificios. ¿Lo comprendéis?
– ¿Y cómo pensáis, si puedo preguntároslo, llegar hasta el Agorero, comprobar sus afirmaciones y reunir la información necesaria para juzgarle sin levantar sus sospechas?
– He pensado mucho en ello, mi querido padre Agustín -barruntó enigmático-. Sabéis mejor que yo que si enviase a uno de nuestros inquisidores a destiempo, el tribunal de Milán haría demasiadas preguntas y rompería la discreción que requiere el caso. Y de existir un complot de tanto alcance, todas las pruebas serían ocultadas con celeridad por los cómplices del Moro.
– ¿Y entonces?
Torriani abrió la puerta del estudio y descendió las escaleras hasta el portón de entrada, sin responder. Salió al patio de caballerizas y buscó su mulo, dando por cerrada aquella reunión de urgencia. La ventisca seguía arreciando con fuerza allá afuera.
– Decidme ¿qué pensáis hacer? -repetí.
– El Moro ha previsto que dentro de diez días se celebren los funerales oficiales por la duquesa -respondió al fin-. A Milán acudirán representaciones de todas partes, y entonces será fácil infiltrarse en Santa Maria para hacer las averiguaciones pertinentes y localizar al Agorero. No obstante -añadió-, no podemos enviar a un religioso cualquiera. Debe ser alguien con criterio, que sepa de leyes, de herejías y de códigos secretos. Su misión será encontrar al Agorero, confirmar una por una sus acusaciones y detener la herejía. Y ése debe ser un hombre de esta casa. De Betania.
El maestro echó un vistazo receloso al sendero que estaba a punto de emprender. Con suerte tardaría una hora en recorrerlo, y si la montura no lo descalabraba sobre alguna placa de hielo, llegaría a casa al calor del mediodía.
– El hombre que necesitamos -dijo como si fuera a anunciar algo importante- sois vos, padre Leyre. Ningún otro resolvería con mayor eficacia este asunto.
– ¿Yo? -Aquello me dejó perplejo. Había pronunciado mi nombre con mórbida delectación, mientras rebuscaba algo en las alforjas de su montura-. Pero vos sabéis que aquí tengo trabajo, obligaciones…
– ¡Ninguna como ésta!
Y extrayendo un grueso fajo de papeles, atados con su sello personal, me los alcanzó con su última orden:
– Partiréis con presteza hacia Milán. Hoy mismo si es posible. Y con eso -miró el legajo de documentos que ya sostenía en mis manos- identificaréis a nuestro informador, averiguaréis cuánta verdad hay tras este nuevo peligro y trataréis de ponerle remedio.
El maestro señaló el pergamino que encabezaba aquel legajo.
En él, en caracteres grandes escritos con tinta roja, podía leerse el acertijo que contenía la firma de nuestro comunicante. Lo había visto muchas veces, cerraba cada una de las cartas del Agorero, pero hasta ese momento no le había prestado atención.
Mi vista quiso nublarse al descender sobre aquellas siete líneas y sentir que se habían convertido en mi principal problema.
Decían:
Oculos éjus dinumera,
sed noli voltum ádspicere.
In latere nominis
mei notam rinvenies.
Contemplan et contemplata
aliis iradere.
Ventas [3]